Por: Hugo Moldiz Mercado
Hay coyunturas políticas en las que el denominado ultraizquierdismo, las fracciones conservadoras de las clases medias y las posiciones de la derecha radical terminan coincidiendo, desde distintas perspectivas, en su oposición a los gobiernos de izquierda. América Latina es bastante rica en ejemplos. Pues bien, este es uno de esos momentos y Bolivia uno de sus escenarios.
En realidad, la constitución de esa “trinidad destructiva” es una expresión viva del desarrollo de la dinámica entre revolución y contrarrevolución. La ultraizquierda parte de la premisa, bastante reformista por cierto, de que la agudización de las contradicciones, más aún en gobiernos de izquierda, conducirá “inevitablemente” a las masas en la dirección revolucionaria de la dictadura del proletariado. Las tradicionales clases medias, a diferencia de sus fracciones más progresistas, conciben que un momento de tensión política –léase crisis- es una oportunidad imperdible para recuperar los espacios perdidos de su participación en el poder político. Y las posiciones de la derecha radical, que sintetizan los sueños de la burguesía y las transnacionales, aspira a recuperar su papel de modelador de los sueños y destinos del Estado y la sociedad. A esas fracciones de clase media y a fracciones de la burguesía poco les interesa haberse beneficiado del buen comportamiento de un modelo económico, como el que se lleva adelante en Bolivia. Lo que tienen es sed de poder.
Ninguno de los tres actores revela su estrategia ni mucho menos todos tienen las condiciones objetivas y subjetivas para volcar las relaciones de fuerza a su favor. Su punto de encuentro, es por lo general aparente. Ayer pudo ser el Tipnis, ahora el nuevo Código del Sistema Penal, pero en realidad solo son motivos para explicitar su rechazo a un proyecto emancipador que construido “desde abajo” en el período 2000-2005, se elevó a la categoría de poder político desde enero de 2006, cuando un dirigente sindical campesino, que no procedía de la cuna de la izquierda tradicional, asumió la conducción de un país caracterizado por concepciones y prácticas de la vieja y nueva colonialidad. Los primeros no lo quieren por no ser “su obrero”, los otros dos porque es indio y además con elevada autoestima.
La historia muestra que, independientemente de los errores de un gobierno de izquierda, que ameritan ser reflexionados para urgentes y necesarias rectificaciones (pues si comete errores), esa coincidencia de esos actores, ya identificados, resulta siendo muchas veces mortal para los procesos revolucionarios. En nuestro país lo hemos vivido en la década de los 70 con el general del pueblo Juan José Torres y en el gobierno de la reformista UDP. Después del militar patriota que nacionalizó mina Matilde y dio curso a la Asamblea del Pueblo, le sucedió un largo período de dictaduras militares (1971-1980), de las cuales las más importantes han sido los regímenes de Hugo Banzer Suárez y de Luis García Meza, con breves intervalos de coyunturas democráticas. Lo mismo ocurrió con Siles Suazo, a quien el radicalismo pequeño burgués de la Dirección Revolucionaria Unificada (DRU) lo debilitó tanto, con nutridos pero silenciosos aplausos de la reacción, que en los hechos puso la alfombra a dos décadas de neoliberalismo y “democracia de pactos”.
Esta convergencia de los incansables proclamadores de la dictadura proletaria, de los reivindicadores de una democracia que nunca existió y de los apetitos burgueses no declarados, están con la iniciativa en sus manos, y lo estarán mientras no se reconstituya “desde abajo” el bloque indígena-obrero y popular que, en coordinación con el poder político, está llamado a abandonar su pasividad para pasar a la contraofensiva que la revolución necesita en esta nueva fase. Un pueblo que lucha, no se jode.
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