Por: Alejo A. Brignole
“A nadie escapa que la aspiración de EE.UU. fue siempre derrocar a Evo Morales, desde la hora cero de su mandato”.
En la Bolivia de hoy, sometida a un régimen ilegítimo que ha demostrado una vocación peligrosa de parecerse a las peores dictaduras del siglo XX, se impone con urgencia un revisionismo crudo y sin hipocresías sobre lo que ocurrió. Y ese análisis puede hacerse desde ambos lados de la delgada línea roja que divide a las víctimas (el pueblo y las instituciones bolivianas) de los verdugos (las élites económicas alineadas con Washington, acompañadas de una clase media lumpen y colonizada de tez oscura que se pretende mejor por ser dos tonos más clara que los sectores indígenas).
En este artículo podríamos hablar del auge, apogeo y caída de la Revolución Indígena, y sobre cómo en sus 14 años de trayectoria realizó enormes avances, pero también pisó las trampas ocultas que ningún gobierno soberano y antiimperialista puede pisar si desea alcanzar la plenitud. Sin embargo, en este artículo vamos a centrar la mirada hacia el otro lado. Hacia los recursos que desplegaron los verdugos del primer gobierno indígena de Bolivia, financiados y muy bien asesorados por especialistas estadounidenses en un contexto de “guerra de cuarta generación”, que incluyó las redes sociales, las motivaciones psicosociales profundas, y hasta la religión como arma de subyugación ideológica.
Por supuesto a nadie escapa –tal vez a los más ingenuos y despolitizados que viven una realidad sin herramientas críticas– que la aspiración de Estados Unidos fue siempre derrocar a Evo Morales, desde la hora cero de su mandato, ya que no había podido evitar su imparable ascenso en 2005 y mucho antes también. Pero sin mirar tan atrás, podemos establecer cuatro estadios o etapas en la estrategia injerencista de Washington, con sus agencias muy acotadas en Bolivia desde el 2006.
Primera estación
La primera etapa estuvo sin dudas marcada por un trabajo silencioso, frustrante y de labios apretados para Estados Unidos, que no podía hacer nada más que presenciar el aluvión de transformaciones, nacionalizaciones y ampliaciones del poder popular que marcaron los primeros años del gobierno del MAS-IPSP. No obstante esta contemplación rabiosa e impotente en la Era Bush –poco acostumbrada a las imposibilidades políticas– era aparente, por cuanto los halcones del Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia (CIA) –por entonces comandada por Porter Gross hasta 2006 y luego por el almirante Michael Hayden, hasta 2009– trabajaban intensamente para desestabilizar Bolivia con diversas estrategias. Una de ellas fue instar al asesinato del presidente Morales mediante panfletos (cientos de miles distribuidos entre las FF.AA., la Policía y la población) con la esperanza de que algún psicópata influenciable recogiera el guante de la invitación al magnicido. Por entonces también la CIA trabajaba en un cuidadoso plan secesionista para que el Oriente boliviano declarase su independencia y creara así un Estado hostil que contaría con financiación y logística integral estadounidense. El plan, como sabemos, no prosperó debido a la fuerte y eficaz reacción del Gobierno, que supo buscar apoyos experimentados en contrainteligencia y con profundos conocimientos de los métodos y usos operacionales estadounidenses.
Una de las maniobras bajo auspicio imperial, fue la creación del Comité Cívico por Santa Cruz–que era presidido por el empresario agroalimenticio Branko Marinkovic– y que impuso paros y huelgas de sesgo violento en 2008, generando una crisis política de proporciones peligrosas. Estos intentos secesionistas pueden considerarse la génesis de un extenso proceso de acoso al gobierno indígena.
Segunda estación
La segunda estación o estadio claro en la agenda estadounidense para Bolivia, habría que ubicarla en los meses previos al referendo de 2016, cuando los bolivianos debieron pronunciarse por una cuarta relección de Morales a la presidencia. Fue en esos meses en donde las operaciones mediáticas, la conspiración del Caso Zapata que CNN y la mayoría de las corporaciones comunicacionales latinoamericanas y bolivianas se coordinaron para impedir el triunfo del Sí en la consulta. Finalmente los flujos de dinero sucio de la CIA, sobre medios y periodistas, lograron convencer a la población –por muy escaso margen– de que Evo Morales era poco menos que un dictadorzuelo con aspiraciones a perpetuarse mientas gozaba de impunes relaciones carnales. Incluso con hijos muertos que jamás existieron.
En este sentido, a partir de 2016 se hizo claro para los analistas el tipo de guerra que se libraba en Bolivia contra el Proceso de Cambio. Una guerra de múltiples frentes, de desprestigio sistemático, de afianzamiento de ideas refractarias entre la población más permeable al manejo subliminal –aunque el vocablo “subliminal” no sería del todo exacto aquí–. Esta segunda etapa de acoso y derribo culminó con los cimientos debidamente fijados para lo que sobrevendría en 2019: la protesta social de pequeños sectores muy mediatizados, de profunda motivación racista y clasista y que produciría una serie de eventos al borde de lo grotesco, pero muy funcionales a los efectos planteados por Estados Unidos.
La entrada del empresario reaccionario y fascista Luis Fernando Camacho al Palacio Quemado de La Paz, portando la Biblia e invocando a Jesús, supondría una rúbrica clara de que los planes operativos de Washington habían dado sus frutos y que esas planificaciones tenían una naturaleza táctica múltiple: la violencia contracultural, las motivaciones religiosas, un resabio racista paleocolonial y un difuso y nada justificado descontento social, básicamente conceptual y no práctico, que los medios introdujeron como un reclamo legítimo. La tangible prosperidad boliviana y una cierta redistribución de la renta nada pudieron hacer contra la construcción mediática de que tal cosa no existía y que solo servía para engordar funcionarios corruptos.
Tercera estación
La tercera estación en el vasto plan de reacomodamiento geopolítico que le tocó realizar al presidente Donald Trump –el tercer mandatario norteamericano que trabajó contra de Evo, tras George W. Bush y Barack Obama– podemos ubicarla en el reforzamiento de una oposición debilitada, en diáspora y sin consensos hacia adentro, pero que finalmente cristalizó en un candidato como Carlos Mesa, que lejos de competir por un proyecto, tenía por función no reconocer jamás cualquier resultado adverso que arrojaran las urnas. Su rol asignado fue, pues, la deslegitimación democrática de Evo y su aparato político. Digamos que Mesa abrió camino para el ilegal y violento ascenso de Jeanine Áñez a la presidencia boliviana, como culminación de un largo programa de acoso motivacional entre una población poco educada políticamente y pasible de manipulación mediática.
Por supuesto estas lecturas deben leerse –sobre todo– en clave económica y geoestratégica, por cuanto Bolivia representaba un verdadero “Estado tapón” en el eficaz proceso de derechización de los electorados latinoamericanos. Con Piñera gobernando en Chile, Macri en Argentina, Bolsonaro en Brasil, Mario Abdo Benítez en Paraguay y Martín Vizcarra en Perú, el tablero regional –y que además rodeaba a Bolivia en todas sus fronteras– se veía afectado por la existencia de un país de tendencia progresista y faro de irradiación ideológica contraria a la agenda de Washington. Bolivia era, pues, un grano incómodo en la reconversión ideológica del hemisferio que todavía intenta Estados Unidos, tras el ciclo progresista iniciado por Hugo Chávez.
Sin dudas los acuerdos entre Rusia y Bolivia firmados tres meses antes del golpe tuvieron enorme gravitación para su desenlace. Las cancillerías de ambas naciones, enfrentadas en diverso grado a Washington, firmaron protocolos de asistencia tecnológica, cooperación e intercambio en materia nuclear para la construcción de una central eléctrica. Se añadió a ello el interés en los negocios que rondan a la producción de litio –insumo clave para el siglo XXI– y significaron un estímulo importante para que el Pentágono acelerara sus planes. El trabajo de equipo con los altos mandos militares bolivianos para la consecución del golpe fue una de estas respuestas que la Embajada desplegó.
La provisión de dinero para el general en jefe del Ejército, Williams Kaliman Romero y para varios altos mandos policiales, además de cobertura jurídica para “el día después”, fueron partes sensibles del entramado.
La ruptura de relaciones diplomáticas con Estados Unidos en 2008 –tras el intento secesionista del Oriente– y la defección del embajador Philip Goldberg, acusándolo de conspirar contra Bolivia, no supuso un cese de los mecanismos intervencionistas, en tanto la Embajada siguió siendo foco de operaciones clandestinas y mantuvo contactos con la oposición para organizarla y financiarla.
Cabe aclarar que cuando se habla de financiamiento para operaciones políticas, el gobierno estadounidense jamás, o rara vez, sigue rutas claras con el dinero que provee. Muchas veces ni siquiera sale de las propias arcas de sus agencias, sino de estructuras solidarias de origen privado o directamente delictivo (la heroína y el opio afganos durante la guerra iniciada en 2001, o el escándalo Irán-Contras en 1985, son claros ejemplos de ello).
El ultraderechista Steve Bannon, promotor y financista de los nuevos partidos filonazis que afloraron en Europa y América Latina en el último decenio, es uno de estos proveedores de fondos. En el caso concreto de Bannon, su empresa Cambridge Analytica, especializada en la nueva disciplina denominada “minería de datos”, se centra en flujos de información en procesos electorales, análisis de datos y estrategias de consensos, que definieron más de una campaña electoral en los últimos años. El ascenso de Mauricio Macri en Argentina y la campaña de desprestigio contra Cristina Fernández en 2015, fue fruto de esta usina política que coordinó sus acciones con otras similares del país.
Más tarde Macri hubo de devolver el favor encubriendo y asistiendo aquel turbio encuentro en la provincia de Jujuy –limítrofe a Bolivia– entre la hija de Trump, Ivanka, y el gobernador provincial Gerardo Morales. Los primeros días de septiembre de 2019 con la comitiva de Ivanka Trump llegó una significativa dotación de equipos militares de la CIA, camuflados como componentes e insumos de la Brigada de Incendios Forestales del Ministerio de Ambiente de Jujuy, para luego ser reenviados a Bolivia, que por entonces atravesaba una contingencia de incendios amazónicos. La presencia de Camacho en suelo argentino en esas vísperas del golpe abona la certeza de que el Gobierno de Macri estaba al tanto del golpe que iba a producirse apenas unas semanas más tarde y que también participó en la provisión de la logística.
Cuarta estación
La cuarta estación y parte final de estas planificaciones culminará pronto. Será con las elecciones presidenciales del próximo 3 de mayo de 2020, en las cuales los golpistas y el statu quo boliviano subsidiario de Washington buscará asestar un golpe de gracia legalizando la destitución de Evo y así autolegitimarse a través del acto eleccionario. Con esta meta alcanzada, quedaría cerrado un largo peregrinaje desestabilizador que tardó 14 años en completarse y que aún puede producir sorpresas en uno u otro sentido.
Quizás uno de los errores más consistentes durante el gobierno del MAS-IPSP y de su líder natural que fue Evo, consistió en creer que las aparentes calmas y quietudes por parte de Washington significaban una renuncia a la injerencia y el intervencionismo. Tal vez Evo Morales no alcanzó a entender que el silencio de sus oponentes era el dato más preocupante, pues es en esos paréntesis ficticios en donde el imperio prepara sus ofensivas. Como la historia bien nos lo demuestra.
Alejo A. Brignole es analista internacional y escritor
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