Por: John M. Ackerman
Es indignante la complicidad de tantos periodistas y actores políticos con el golpe de Estado en Bolivia. Al seguir la línea argumentativa de Washington y de la oligarquía Boliviana no demuestran su objetividad ni su independencia, sino su vil servilismo a los intereses más retrógrados de la región.
Evo Morales arrasó en las elecciones presidenciales del 12-10-2014 con 63 % de la votación, rebasando por casi 40 % a su rival más cercano. Este tercer mandato terminaría el próximo 22 de enero de 2020. Sin embargo, el pasado 10 de noviembre el comandante de las FF.AA. de Bolivia, Williams Kaliman, obligó al presidente [Evo] Morales a suspender de manera anticipada su mandato. ¡Claro! Fue una mera ‘sugerencia’, ¿verdad?, que Evo no tendría que haber acatado.
Violentas turbas armadas habían incendiado las casas particulares de importantes políticos aliados con el Gobierno, como el gobernador de Oruro, Víctor Hugo Vásquez, y también la casa de la hermana del presidente Morales.
La Policía Federal se había sublevado en contra de Evo, su gabinete y su familia estaban amenazados de muerte.
En esas condiciones, el retiro del apoyo de las FF.AA. fue una sentencia de muerte; es decir, un golpe de Estado en contra de un presidente electo legítimamente en las urnas.
“¡Pero hubo fraude en las elecciones del pasado 20 de octubre!”, gritan algunos. “¡Evo es un dictador!”, vociferan otros. Nada más falso. Nadie, ni siquiera Luis Almagro y su juguetito, la Organización de los Estados Americanos, cuestiona la contundente victoria de Evo Morales en la primera vuelta de las más recientes elecciones presidenciales.
La única supuesta “duda”, montada a partir de falsedades y especulaciones, es con respecto al margen de victoria en esa primera vuelta. Pero los diferentes estudios preliminares emitidos por la OEA ya han sido desmentidos de manera categórica por el Center for Economic Policy Research, con sede en Washington.
Aun así, y a pesar de la abierta traición de la OEA al adelantar sorpresivamente la divulgación de su auditoría en la madrugada del 10 de noviembre, Evo Morales no perdió la calma y, en un gesto profundamente democrático, llamó a la celebración de nuevas elecciones; además, con un tribunal electoral renovado y nuevos candidatos.
Pero, dos horas después, vino la réplica del general Kaliman y, entonces, sí inició la dictadura. Se clausura la Asamblea Nacional del Estado Plurinacional de Bolivia y, siguiendo el ridículo ejemplo de Juan Guaidó, Janine Áñez se autoproclama “presidenta de Bolivia”.
Cientos de miles de cuentas falsas de reciente creación inundan las redes sociales en apoyo al nuevo gobierno golpista. Áñez anuncia el retorno de “la Biblia a Palacio”, lanza una cruzada en contra de los medios y periodistas independientes e inicia una brutal represión en contra de los movimientos sociales y los partidarios de Evo.
Decenas de personas han sido masacradas, se han girado cientos de órdenes de aprehensión en contra de opositores y se emitió un decreto presidencial eximiendo a las FF.AA. de cualquier responsabilidad penal por violaciones a los derechos humanos.
Bernie Sanders lo tiene perfectamente claro.
Las preguntas y los análisis de periodistas como Gerardo Lissardy, Sergio Sarmiento y Jorge Ramos no son inocentes. Al buscar pretextos para culpar a la víctima de un evidente golpe de Estado, hacen el trabajo sucio de los racistas y los halcones… y se manchan las manos de sangre.
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