Por: Gustavo André Ventocilla Loayza* y Miriam Edith López González**
Las protestas que vienen sucediendo en Perú desde hace ya casi dos meses han mostrado, una vez más, las arcaicas concepciones e imaginarios que se encuentran anclados en nuestra sociedad.
Si bien Perú está compuesto por más de 20 regiones que abarcan distintas zonas geográficas de desierto, montañas o selva y, además, cuenta con una gran diversidad étnica debido a sus orígenes ya conocidos, nuestra historia republicana siempre ha adolecido de un factor que ha sido un lastre para el impulso de la nación: el centralismo, factor transversal en lo que ha acontecido en meses recientes. Aunque explicar esto llevaría un gran recuento histórico, podríamos resumirlo de la siguiente manera: desde nuestros inicios como república, las élites económicas y políticas con poder se han concentrado en Lima y han dirigido el país durante casi dos siglos.
A pesar de las marchas y contramarchas del siglo XX, este poder de las antiguas clases terratenientes que se resistieron al cambio socioeconómico capitalista se ha mantenido. El sistema de semifeudalidad que señalaba Mariátegui a principicios del siglo XX recién comenzó a desintegrarse en los años 60 y 70. La clase oligárquica, acostumbrada a saquear recursos y no generar ningún tipo de visión de nación, tradujo este desinterés en el abandono de diversas zonas de Perú que provocaron grandes olas migratorias hacia la capital y gestaron visiones idílicas de Lima, tanto como una antigua ciudad señorial invadida por migrantes, como la única urbe desarrollada del país.
Este proceso llevó a que se genere un fenómeno particular. Hoy Lima está conformada, en su mayoría, por población migrante de distintas partes de la nación. Tiene la mayor cantidad de hablantes de quechua de Perú, aunque en sus calles jamás se les escuche, pero a su vez ha primado en sus habitantes una visión concebida desde las clases dominantes. Se asume que hablar de Lima es hablar de Perú o se supone que todo lo mejor está y debe estar en la capital.
El triunfo de Pedro Castillo representó una puesta en escena no sólo de la izquierda peruana, sino también el arribo al poder institucional de un representante salido del campo, que llevaba consigo las demandas de éste. Su abrupta salida y la asunción del poder de estos grupos económicos representados por la derecha más reaccionaria y conservadora –herederos de las clases dominantes ancladas en Lima históricamente–, unidos a la traición de la vicepresidenta de Castillo, que abandonó todo discurso progresista para abrazar plenamente los intereses y visiones de esta derecha, generaron una inconformidad que poco a poco se ha ido incrementando. Esta indignación ha crecido por la represión sangrienta contra el movimiento popular, que ha dejado hasta ahora más de 50 muertos fuera de Lima.
Las manifestaciones en el sur del país exigieron desde un principio un nuevo proceso de elecciones para quitar del cargo al nuevo gobierno transitorio, y al Poder Legislativo, que es visto como el factor principal de la crisis. También levantaron la consigna de convocar un proceso de asamblea constituyente o una consulta popular.
Sin embargo, las explicaciones oficiales apuntan a que ese descontento y rebelión es producto de causas externas. La externalización del enemigo es, por supuesto, una forma de manipulación que busca siempre explicar los males sociales a través de agentes externos que alteran la paz y armonía social en la que creen vivir. Así, pasaron de señalar a grupos subversivos como movilizadores de las marchas, a acusar a agentes cubanos, al ex presidente Castillo que ya estaba en la cárcel, y terminaron señalando como responsable de las protestas al ex presidente de Bolivia.
Asimismo, desde el propio Estado, estas clases sociales han promovido una visión bélica de las luchas y conflictos sociales, recurriendo al discurso del que se han valido los pasados 30 años: el terruqueo. Éste se traduce en el señalamiento, criminalización e invalidación de quienes protestan. En un país que ha pasado por un proceso de conflicto armado interno de 20 años con miles de muertos, el señalamiento de ser terrorista o terruco es, por supuesto, algo grave. Le permite a quien lo usa justificar una lógica bélica de demócratas contra terroristas, que ha sido parte del discurso oficial del Estado en los últimos dos meses. Amparados en este discurso, quienes han asumido el gobierno vienen optando por formas de represión sangrientas, que acallan a los manifestantes a balazos (a excepción de Lima).
En la última semana, las grandes movilizaciones, sobre todo del sur, han llegado a trastocar la tranquilidad limeña. Una vez más, las formas más reaccionarias de clasismo conjugadas con un racismo histórico se han hecho presentes en los medios y calles de Lima. Se han reproducido a diario señalamientos de vándalos, terroristas o de indios ignorantes.
Si bien es un síntoma saludable que el propio pueblo peruano vaya haciendo suyas las movilizaciones y reclamos que han sido postergados por años y que hoy están atravesados por reivindicaciones políticas. Lamentablemente, estas protestas que se han venido prolongando a lo largo de estos dos meses han carecido de una dirección clara y principalmente han respondido a la reacción espontánea ante las injusticias y abusos cometidos en estos últimos días. Sin esta dirección, ya sea de partidos o líderes políticos, la protesta justa, pero relativamente espontánea, poco a poco podría ir decayendo.
* Antropólogo de la Universidad Nacional de San Marcos
** Estudios Latinoamericanos, UNAM
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