Realizado en medio de una profunda crisis orgánica, política e ideológica, el evento se desarrolló a comienzos de marzo de manera violenta, y acabó abruptamente dejando una innegable secuela de confusión y descontento.
Algunos sostienen que esa realidad, es producto del fracaso del gobierno de García. Y otros afirman que es la consecuencia natural de un lento proceso de descomposición acumulado desde hace algunas décadas.
En ambos casos se asegura que el APRA actual está muy lejos de ser el Partido de Haya de la Torre y asoma más bien como una suerte de corral en el que algunos pocos digitan los destinos del país a espaldas de las grandes mayorías nacionales.
Hay un poco de verdad en cada una de estas explicaciones. Pero también un fondo de mentira. Esta última se perfila a partir de la idea de que, en los años de Haya de la Torre, el Partido Aprista era mejor, un movimiento progresista, incluso revolucionario y socialmente avanzado. Y eso no es así.
Julio Antonio Mella y Rodney Arismendi, ya hace algunas décadas, le quitaron el antifaz antiimperialista al APRA y pusieron al descubierto su esencia reformista en una coyuntura en la que lo que estaba planteada no era la manera de perfeccionar la sociedad capitalista, sino destruirla desde su raíz para formar un orden social nuevo, más humano y más justo.
No hay que olvidar que el cubano dijo ya en 1927 que el APRA representa ”los intentos de organización del oportunismo y del reformismo en América Latina”
Bien mirada la cosa, ahí estuvo también la razón de la polémica Mariategui-Haya, en la que el Amauta rechazó el carácter puramente electoral de ese movimiento y la voluntad de Haya de convertirlo en una fuerza partidista por encima de las clases y negando la lucha entre ellas.
Muchos fueron los intentos del APRA de presentar una imagen distinta de las cosas.
En 1932, en el General de San Marcos, por ejemplo, Manuel Seoane sostuvo sin tapujos que los verdaderos comunistas militaban tras a bandera de Haya. “Nosotros -dijo- somos blancos por fuera, pero rojos por dentro; a diferencia de los comunistas que -como los rabanitos- son rojos por fuera, pero blancos por dentro”.
Frase efectista, por cierto, sirvió a los militantes del APRA no para acreditar el carácter revolucionario ni comunista de sus concepciones, sino para desacreditar la política de clase de los comunistas.
A esos años responde también una afirmación que hiciera Haya de la Torre en su correspondencia con Moisés Arroyo Posada.
Allí le asegura que el aprismo, era “la verdadera interpretación marxista de la realidad peruana”, aunque no lo admitiera así por “razones de orden táctico”.
En esos años los dirigentes apristas se solazaban acusando a Mariátegui de pretender “trasplantar” ideas. Decían, en efecto, que el socialismo era una “ideología foránea” y sostenían que el Amauta era “europeizante”.
Fue para rechazar esa campaña, que el autor de los “7 Ensayos” aseveró que el socialismo peruano no sería calco ni copia, sino creación heroica.
En los años posteriores, el APRA no pretendió hacer debate ideológico porque se le acabó la cantera en la materia. Y se dedicó más bien a formular apreciaciones políticas y a realizar acciones crecientemente anticomunistas.
Eso llevó al “Partido del Pueblo” a jugar el papel de parapeto para bloquear el desarrollo del accionar revolucionario de nuestro pueblo.
La embajada norteamericana hizo muy buenas migas con Haya de la Torre y los suyos y el propio Haya, en 1962 fue definido por Pedro Roselló -una figura reaccionaria de la época- como “el conservador que el Perú necesita”.
Por eso constituye un error descalificar al APRA actual asegurando que es lo contrario al APRA de ayer. No es así.
El APRA de hoy, es la sucesión natural -y ya putrefacta- de lo que fue ayer, cuando dio la espalda a los fusilados de Chan Chan en 1932, rompió el Frente Democrático Nacional para facilitar la caída de Bustamante, cuando traicionó a Aguila Pardo el 3 de octubre de 1948, cuando se entendió con los banqueros para establecer el gobierno de La Convivencia y cuando pactó con Odría haciendo escarnio del sacrificio y la inmolación de sus mártires, cuando traicionó a la Revolución Cubana en 1960 y se empeñó en fusilar a los guerrilleros que se alzaron contra la dominación oligárquica el 65, cuando le dio la espalda a la experiencia valerosa de Juan Velasco Alvarado y optó por fortalecer sus vínculos con la oligarquía nativa y el Imperio.
Las facciones que hoy se disputan el control de la maquinaria partidista -salvo ciertas excepciones- responden a esa línea general trazada a partir del anticomunismo más desenfrenado y la corrupción más absoluta, elementos -ambos- multiplicados por el tiempo y la cercanía al Poder y a sus Mafias. García, por cierto, añade a esos intereses, otro: la impunidad para sus propias truhanerías.
Es verdad que los grandes derrotados del Congreso Aprista han sido Mauricio Mulder y Mercedes Cabanillas, pero es verdad también que, a la sombra de ellos, se ha cobijado Luís Negreiros, que aspira sin embargo a presentarse como un abanderado de los trabajadores en la estructura partidista.
En otra corriente, Jorge del Castillo -que se mueve más por afanes electorales que por convicciones- es un agente del neoliberalismo, un admirador sin reservas del “modo de vida norteamericano” y un asiduo visitante de Miami y todo su caos anticubano y contrarrevolucionario.
Los llamados “cuarentones”, por su parte, no representan ni una línea ni una tendencia sino más bien una suerte heterogénea de generación frustrada, que busca su propio acceso al control del Estado. Arana y Quesada, por ejemplo, no representan lo mismo ni abrigan idénticos propósitos, pero se dan la mano para marchar juntos hacia allí, a donde caen las migajas del Poder.
Ninguna ilusión puede hacerse el país entonces. Sólo cuando, derrotada por la vida, asome en el escenario una generación de apristas que realmente cuestione el pasado de su Partido y rectifique el rumbo que hoy lo define; será posible hablar de un nuevo compromiso con el país y con la historia. (fin)
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