Hay que escribir sobre César Vallejo, el poeta peruano de la nostalgia y de los estremecimientos, que murió en París hace 85 años, pero la imaginación no vuela hacia aquella andina y dulce Rita de junco y capulí, ni hacia el pájaro salvaje que llorará en las tejas.
Se vuelve a ver, por el contrario, a un hombre enjuto, que llega a un aula donde el sol entra tan poco que parece ubicada fuera del tiempo. Un hombre muy mayor, pero con la energía vital de las personas asiáticas, a quien una mano le tiembla levemente, que toma asiento y se dispone a leer unas hojas que ha traído consigo.
Habla bajo, muy pausado, y ninguno de los muchos alumnos se atreve, no piensa siquiera, en despegar los labios, mientras el hombre narra aquellos que quizá hayan sido los años más terribles de su vida.
Cuenta del absurdo, de las acusaciones, cuenta de su largo soliloquio frente a una pistola: «Me mato, no me mato…», y cuenta de su decisión de resistir, y no de cualquier manera, sino con hidalguía, dando todo de sí, a ritmo febril, sin perder la fe en la justicia y en la capacidad de la historia de poner a cada cual en su lugar.
En quienes lo escuchan, se suceden la incredulidad, el dolor, y finalmente la admiración, porque aquel hombre, que no es cualquier hombre, sino Eduardo Heras León, premio nacional de Literatura, responsable de que existiese ese curso del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, escoge estas y no otras palabras para terminar: La historia «nos juzgará por lo que no dejamos de ser. Nosotros fuimos y somos auténticamente revolucionarios. Nosotros somos (…) la generación de la lealtad, de la lealtad a los principios, a los ideales (esa palabra que hoy causa tanto escozor a muchos oídos, y sonrisas de conmiseración a muchos labios) y que yo repito aquí con orgullo».
Y, para entonces, cada joven en esa habitación está tremendamente conmovido, habrá quien se escape afuera para que no le vean correr las lágrimas. El aplauso final de cada clase será esa vez largo, hondo, como un abrazo contenido que se desata.
No es casualidad que el hombre tan querido escogiera leer ese texto, sin más añadiduras, ni tampoco una manera de hurgar en la llaga, de pedir cuentas al presente por el pasado, es –como él mismo dice– un testimonio de su lealtad; una manera de saciar la curiosidad de los incipientes escritores que casi lo veneran y también de decirles: para mí la vida es, sobre todo esto, entender que hay cosas más grandes que uno mismo, y estoy feliz de haber creído.
En una agenda de aquellos años una frase de Heras tomada al vuelo es también testimonio de esa dulce austeridad del carácter: «Los libros que he dejado de escribir son los libros que ustedes escriben».
No todos los escritores se sublevan ante el mito de que la inspiración se marcha si se teoriza sobre el oficio, no todos los escritores se entregan a formar la que puede ser su competencia, ni entran a la obra ajena con la vocación delicada del maestro.
Todo eso hizo el Chino Heras, el del hogar cálido junto a Ivonne Galeano, con las paredes repletas de libros y las puertas abiertas a los estudiantes alborotadores, que colonizaban el espacio porque los anfitriones no dejaban que la conciencia del privilegio de estar allí les encartonara la espontaneidad; muchachas y muchachos que se quedaban alelados, con el dulce a medio camino entre la mano y la boca, cuando Eduardo contaba de las cosas de Roque, y ellos sabían que era Dalton.
Y quizá por eso, ante la despedida del Heras de tantos, se piensa en él si se piensa en Vallejo, porque los intelectuales consecuentes inspiran un respeto que va más allá de las posiciones políticas, un respeto que nace de los mismos valores sobre los que ellos erigen sus obras. Los verdaderos revolucionarios no son fanáticos, no son sectarios; son, eso sí, radicales sin dejar de ser profundamente humanos.
Ante la coyuntura de la pérdida, recurren unos versos vallejianos de estatura universal: Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios…
Pero también, y sobre todo, estos otros: Y en esta hora fría, en que la tierra / trasciende a polvo humano y es tan triste, / quisiera yo tocar todas las puertas, / y suplicar a no sé quién, perdón, / y hacerle pedacitos de pan fresco / aquí, en el horno de mi corazón…!
Repartir el pan, por encima de los odios, y perseverar en ese darse… esa es la idea que acude cuando se debe escribir sobre César Vallejo y se vuelve a ver, por el contrario, al hombre enjunto que llega a un aula, que seguirá llegando.
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