Por: Gerardo Szalkowicz
Desde el lugar menos pensado, un maestro rural sacudió el tablero latinoamericano.
Cabalgando las sierras andinas con su sombrero de ala ancha y un lápiz gigante en la mano, con una campaña artesanal, sin big data ni despliegue 2.0, desde un pequeño partido de izquierda y encarnando un sueño de siglos, Pedro Castillo le ganó la batalla a la clase política tradicional, a la élite empresarial y al latifundio mediático. Logró vencer a los poderes fácticos que cerraron filas con el fujimorismo activando una implacable y millonaria campaña sucia con “el peligro del comunismo”. Pero la ilusión le ganó al miedo y una histórica revancha popular se pone en marcha. Con muchas incógnitas, con algunas pocas certezas pero sobre todo con esperanzas de sobra, se abre paso por primera vez una alternativa de poder desde el Perú profundo, desde el mundo andino-amazónico siempre marginado y despreciado, un terremoto político y simbólico-cultural de gran impacto regional.
La súbita irrupción del fenómeno Castillo es producto, en primer lugar, de la descomposición del sistema político peruano; de una crisis institucional crónica marcada por la corrupción endémica, el descrédito hacia la clase política y las profundas heridas sociales y económicas que dejan 30 años de neoliberalismo y 15 meses de pandemia. Castillo, con su impronta sencilla y su lenguaje de pueblo, supo conectar con ese hastío generalizado.
Pero también es emergente de una polarización histórica. Una grieta geográfica y de clase que divide al Perú desde su conformación como Estado: el clivaje estructural entre la élite costeña y la población serrana y amazónica, entre el poder metropolitano de Lima y el empobrecido universo campesino-indígena tierra adentro. El antropólogo José Matos Mar, en su libro Perú: Estado desbordado y sociedad nacional emergente, describe esta brecha entre el “Perú Oficial” que representa el poder central, tradicional y criollo, y lo que llama “el Otro Perú”, mestizo y periférico, en una larga relación de dominación y discriminación. Y justo en las vísperas del bicentenario de la Independencia, irrumpe un proyecto que parece encarnar las demandas y la memoria colectiva de ese “Otro Perú”.
Quién es y qué promete Castillo
Tercero de nueve hermanos, nació hace 51 años en el caserío de Puña, provincia cajamarquina de Chota. La escuela de su comunidad sólo tenía hasta tercer grado así que para terminar la primaria debía caminar más de dos horas hasta un distrito vecino. “Cargar agua de lejos, ir a bañarse al manantial, correr para ir a la escuela”, así describe la infancia su hermano mayor en el documental El profesor.
Antes de empezar la secundaria trabajó dos años en las plantaciones de arroz en la selva. En las vacaciones arrancaba para Lima a changuear de lo que toque; fue canillita, vendió helados e hizo tareas de limpieza. Ya en la juventud se destacó como líder estudiantil, después empezó a ejercer la docencia y también se graduó como magíster en psicología educativa. Su militancia se curtió en las Rondas Campesinas –extendida organización en defensa del territorio–, desde donde se fue forjando como dirigente comunitario y sindical.
Desde 1995 da clases en la misma escuela rural en la que estudió de chico donde, suele contar, solo tres de sus 20 alumnos tienen celular. Saltó al centro de la escena nacional en 2017 cuando encabezó una histórica huelga docente de 70 días y en 2020 aceptó el desafío presidencial de Perú Libre, un partido que se define marxista y mariateguista. Para la primera vuelta nadie lo tenía en los planes y las encuestas lo daban séptimo.
Su propuesta de gobierno incluye una batería de transformaciones estructurales como la convocatoria a una Asamblea Constituyente para reemplazar la Carta Magna fujimorista de 1993 –el armazón que encorsetó la democracia peruana–, “una segunda reforma agraria”, nacionalizar los recursos estratégicos y aumentar los presupuestos de educación y salud del 3 al 10 por ciento del PBI.
Como contrapartida, se opone a la ampliación de derechos como el matrimonio igualitario y el aborto (aunque aclaró que trasladaría su debate al proceso constituyente), signo de un conservadurismo religioso fuertemente arraigado en la sociedad peruana.
¿Época de cambios o cambio de época?
Se abre un nuevo tiempo lleno de interrogantes. Castillo agarra un fierro caliente, el país con más muertes por covid por millón de habitantes y una economía devastada, con más del 70 por ciento de informalidad laboral. Arranca con la cancha inclinada y el árbitro en contra, con el establishment buscando desestabilizar desde el día 1 (o antes, ya se vio el terrorismo financiero con la caída de la bolsa y la disparada del dólar). La prensa caníbal hará lo suyo y tampoco estará fácil en el Congreso, donde Perú Libre tendrá sólo 37 de las 130 bancas, en un país donde los últimos cinco presidentes electos terminaron destituidos y/o presos. ¿Cómo podrá maniobrar con esta frágil gobernabilidad?
Otra incógnita es cómo se parará Castillo en el escenario regional. Es inevitable la comparación con Evo Morales, por la simbiosis entre origen humilde, identidad étnica y discurso de izquierda. El ex presidente boliviano fue el primer entusiasta con su aparición: “Es del mismo linaje”. También recibió el espaldarazo de José Mujica, con quien realizó un vivo por Facebook, y de gran parte de los movimientos populares latinoamericanos. Seguramente se acerque al polo progresista y saque al Perú del moribundo Grupo de Lima, cuyo nombre quedará en ridículo.
El devenir marcará el rumbo de esta encrucijada. Si a Castillo lo devora el sistema y, como el dicho, termina bajándose del caballo por la derecha, o si se anima a refundar el país y a cambiar el rumbo de la historia construyendo ese futuro que, como imaginaba Mariátegui, no sea “ni calco ni copia sino creación heroica”.
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