Lo primero que hay que decir es que hoy los conflictos sociales ocurren en el Perú en un marco distinto. Bajo el fujimorato se expresaban de manera soterrada como consecuencia del clima de intimidación impuesto por las autoridades de entonces. Con Toledo, asomaban como un aliento vigoroso, aunque disperso y confuso. Con García, derivaban en agudas tensiones que costaban sangre y muerte. Hoy, aparecen más maduros y organizados y, sobre todo, culminan con notables avances para el país y la ciudadanía. Como en todos los casos, la derecha tradicional y la Mafia especularon en torno a estos conflictos a partir de dos formulaciones clásicas: la inversión minera amerita cualquier sacrificio, y la resistencia civil debe ser doblegada a cualquier precio. Imponer la voluntad de los consorcios foráneos y quebrar la oposiciones de las poblaciones a la acción depredadora de las empresas, constituía la primera responsabilidad del Estado, cuando no su primer deber. Hoy, bajo el gobierno del Presidente Humala, independientemente incluso de la voluntad de las autoridades, se ha impuesto el sentido común: nada se puede hacer en contra de la voluntad de un pueblo. Por encima de los intereses materiales de los inversores, está el habitad de la gente que no puede ser alterado por la fuerza, en detrimento de la vida y los intereses de terceros. Un segundo elemento a considerar es que ahora las masas populares juegan un papel. Irrumpen en el escenario para espanto de los áulicos del Capital que maldicen su presencia pretendiendo mimetizarla con la ignorancia, el atraso, la inmovilidad y el miedo. Nada más lejos de la verdad. Ignorante no es quien lucha por la vida en el medio en el que habita, sino el que viene desde lejos a imponer un “modelo” de dominación basado en la riqueza de unos cuantos, y en la miseria de las grandes mayorías. El atraso no consiste en denunciar la contaminación y la sobre explotación; sino en creer que el oro que se extraiga de esa mina va generar progreso. Si así fuera, el Trapecio Andino sería la región más próspera del Perú y Cerro de Pasco el sinónimo del esplendor. La inmovilidad social, es decir aquella que alienta la idea de que el pueblo simplemente debe trabajar y producir porque para pensar están hechos los gobernantes; y que, entonces, cualquier expresión de masas es fuente de desgobierno y subversión; resulta incompatible con cualquier proceso de cambio particularmente en una sociedad como la nuestra en la que la lucha de clases asoma a flor de piel y se expresa en duro combate por la subsistencia. Y el miedo acaba cuando la gente entiende que sacrificio rinde frutos y que su accionar combativo revierte en victorias tangibles; porque de frustraciones y derrotas está empedrado el camino del pasado, en tanto que en el horizonte se perfila un nuevo amanecer. Un tercer considerando, tiene que ver con el rigor de la realidad. La fuerza de los hechos supera los esquemas y quiebra desvaríos: y afirma más bien el derrotero de aquellos que saben situar sus luchas en el escenario concreto en el que ellas se desarrollan. Tales lucha permiten el surgimiento de liderazgos legítimos, pero consolidan aquellos que la realidad impuso. Esto, que es válido para muy diversas etapas, tiene enorme importancia de nuestra coyuntura. Ollanta Humala es, objetivamente, el líder del proceso social que hoy marcha en el Perú. Y lo es, quizá no por voluntad propia, ni por designación hecha por calificados personajes del escenario peruano; sino por la fuerza de las circunstancias. Y ejerce ese liderazgo en un contexto extremadamente complejo, procurando sacar al país de la crisis y al pueblo del marasmo en el que estuvo postrado largas décadas. Si es él el líder, eso no hay que atribuirlo solamente a sus propios méritos –que los tiene-, sino también a la incapacidad y la inopia de otros caudillos menores que no quisieron, o no supieron, encontrar la fórmula que les permitiera cautivar multitudes y conducirlas en la lucha social. Es posible que algunos de estos tengan similares -o incluso mayores- “méritos históricos” que Humala- pero lo real es que no lograron en su momento ejercer el poder que captara la votación de multitudes, como ocurriera con el gobernante de hoy. Y el peor error que podría cometer la izquierda peruana -y que algunos ya están cometiendo- es minar ese liderazgo. Cualquier fujimorista de pacotilla podría mostrar un cartel diciendo que Humala debiera ser “vacado por incapaz y por corrupto”, pero esa consigna no podría incorporarse al torrente de masas que luchan con toda propiedad contra proyectos mineros incompatibles con el interés nacional. Insultarlo con la idea de “empujarlo” al otro lado “para que al fin se desenmascare”, no es -parafraseando a Talleyrand- propiamente un crimen, pero si una estupidez. El más sano y fraternal consejo que se podría dar a Patria Roja y sus líderes locales, regionales o nacionales; es que no se dejen ganar por la soberbia ni por la mezquindad. Y que no aporten “ni una ñisca” de su prestigio e influencia para debilitar el liderazgo de Humala que ciertamente pretende quebrar el plan del enemigo. Y el cuarto factor tiene que ver ciertamente con eso: con la conducta del enemigo. Nuestra sociedad no es un remanso de dicha y de paz. No es cierto aquello que “todos los peruanos somos hermanos”, ni que “todos estamos unidos por el bien común”. Tampoco es cierto que “todos queremos el progreso del país”. Como en otras partes, aquí también hay explotadores y explotados. Gente que se enriquece con el sudor y la sangre de los demás. Personas que viven a la sombra de intereses foráneos y a quienes les apesta el pueblo y todas sus expresiones. Si alguien lo duda, que lea las columnas de Aldo Mariátegui sobre todo después de la suspensión del proyecto Conga; que vea el rictus de odio contenido que acompaña las expresiones de Cecilia Valenzuela; que exige con voz meliflua que Humala “limpie su entorno”; que capte en la TV, programas como “Rey con Barba”, o la “Hora N” de Jaime Althaus; que lea la ridìcula carta de Andrés Bedoya pidiendo a Obama que envíe al Perú sus Infantes de Marina para salvar Yanacocha, “como en Irak”… Tendrá entonces una lección práctica de lo que constituye el odio de clase que se incuba y que se expresa a través de los sicofantes del Imperio. Pero podrá también oírlo en las palabras de Raúl Vargas, en Radio Programas, o leerlo en las páginas de “La Razón”, “Expreso” o incluso “El Komercio”, el libelo fujimorista de nuestro tiempo. Son todos ellos los que buscan obsesivamente minar el liderazgo de Ollanta sabiendo que su entorno es débil, su partido es precario y su base social luce dispersa. Es en ese juego que hay que ver las denuncias contra Marisol Espinoza y Omar Chehade -Vice Presidentes de la República- y los ataques incesantes a la gestión oficial que fluyen por doquier y a cada instante en los medios de comunicación al servicio de la derecha y de la Mafia. Bien claro es, el hecho que, si por ventura, ellos tuvieran éxito en sus proyectos y Ollanta perdiera liderazgo y posiciones; este proyecto no avanzaría al socialismo -como subjetivamente quisieran algunos despistados o ingenuos- sino que volvería el país a ser el pasto de la corrupción y la barbarie. Acontecimientos trágicos como los de Cañete- no son casuales. No hay que olvidar que la mano de la CIA estuvo en los bloqueos de carreteras en la antesala del golpe fascista contra Allende en el país del sur. Quienes querían un cadáver sobre la mesa para enrostrar al gobierno de Humala, ya lo tienen. Debemos ser conscientes que hay millones de problemas en todos los segmentos y sectores de la vida nacional; millones de problemas dentro y fuera de la administración pública, el Partido del Gobierno, la estructura del Poder. Y que no existe aún en nuestro pueblo la conciencia que en la experiencia en marcha, el Perú está definiendo su destino; que aquí tenemos que jugarnos el todo por el todo. Vencer, y abrir paso al desarrollo y al progreso; o caer y sufrir otra vez, y por muy largo tiempo, a la odiosa dominación del Imperio. Nuestra tarea, en este marco, no es “apoyar” al gobierno ni “exigir” a Ollanta. Nuestro esfuerzo debe orientarse a ayudar a que el país marche; y que el pueblo y el gobierno, encaren y resuelvan sus problemas. Y la suerte del Perú no será tan sólo la de un país. Es una región la que está en juego. Un progreso continental es el que asoma. Y una lucha heroica -y difícil- la que se proyecta en el marco de la II Independencia de nuestro continente (fin)
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