“Mientras tanto,
raíz y guirnalda sube del cielo
para esperar la mineral victoria
cada instrumento, cada rueda roja,
cada mango de sierra o penacho de arado,
cada extracción del suelo, cada temblor de sangre
quiere seguir tus pasos, Ejército del Pueblo:
tu luz organizada llega a los pobres hombres
olvidados, tu definida estrella
clava sus roncos rayos en la muerte
y establece los nuevos ojos de la esperanza”
Desde entonces, ¿cuántos caminos compartidos con el pueblo chileno? ¿Cuántos anhelos? ¿Cuántos dolores? Tan diferentes y tan iguales. Sí, es verdad Pinochet fue el único “jefe de Estado” que acudió al funeral de Franco; es cierto, nuestra ley de amnistía de 1977 precede un año a la ley de amnistía chilena de 1978; nuestros gobernantes se parecen en su omnipotente desprecio de los humildes, pero eso no es todo. Por debajo de las lúbricas relaciones de nuestras clases dominantes, por debajo del viejo y el nuevo colonialismo español, late la fuerza de la solidaridad entre dos pueblos que se reconocen en sus historias compartidas. Al fin y al cabo Neruda, además de cambiar de estética, fletó un barco en 1939, el Winnipeg, cargado de exiliados republicanos y les dio una nueva patria y un nuevo destino. En el puerto de Valparaíso, un jovencísimo Ministro de Salud, de nombre Salvador Allende, les esperaba con los brazos abiertos sin saber que uno de esos exiliados, Víctor Pey, sería uno de sus asesores y amigos más fieles, sin saber que el mismo humo, la misma sangre y el mismo fuego que invadieron la poesía de Neruda en Madrid, habrían de caer sobre La Moneda y sobre Isla Negra para llenar de oprobio los últimos días de la vida del poeta más telúrico y del presidente que más cerca tuvo del corazón a su pueblo.
Desde entonces, trataron de convencernos de que vivíamos si no en el mejor de los mundos posibles, por lo menos en el menos malo, que nuestros niveles de desarrollo eran envidiables y mientras lo privatizaban todo, nos anestesiaron con un consumo y endeudamiento supuestamente ilimitados para celebrar el “final de la historia”. Y así fuimos hablando del “milagro chileno”, de la “transición modélica española”, del desarrollismo o de la libertad de expresión ilimitada de “la movida” . Chile crecía tanto que sus dirigentes y economistas hablaban del “jaguar chileno” y para convencer al mundo entero de su nueva imagen mandaron a esa extravagante fiesta neoimperial que fue la Expo 92 un iceberg, como símbolo de su nuevo estatus de nación fría, abierta a los inversionistas extranjeros, limpia de la sangre y los aullidos de los torturados y los desaparecidos.
Hasta que de pronto la Puerta del Sol dijo basta y abrió una sucursal de la Plaza Tahir, hasta que las y los estudiantes chilenos dijeron basta, se rebelaron contra el gatopardismo elevado a la categoría de política de Estado y se negaron a seguir pagando para tener dignidad, es decir, educación. Igual que los estudiantes chilenos de 1967, los que colgaron del frontispicio de la sede central de la Universidad Católica de Chile un enorme cartel que rezaba “El Mercurio miente”, lo primero que llama la atención al llegar estos días a la Casa Central de La Universidad de Chile es la construcción de un lenguaje nuevo que refleja la triple complicidad y responsabilidad del poder político, económico y mediático en la crisis actual. “Los medios son suyos, los muros son nuestros”, “Violencia es tu educación de mercado”, “Un sueño se hace a mano y sin permiso” o para que se note que el país católico también se puede politizar , “Ave María llena eres de rebeldía”. En la parte izquierda del edificio hay dos fotos enormes de Michelle Bachelet y Ricardo Lagos, los presidentes de la Concertación que continuaron las políticas neoliberales de la dictadura, con el rótulo, “¿Dónde están?” La estatua de Andrés Bello, el padre de la primera gramática del español americano, está cubierta con un pañuelo zapatista, como si estuviera inventándose una nueva gramática de rebeldía. A medida que uno se acerca se escucha la voz de Radio Toma la Casa vertiendo sobre la Alameda, a escasos metros de La Moneda, las voces de los estudiantes mezcladas con canciones de calle 13 y Silvio Rodríguez, la era está pariendo un corazón. Por primera vez, la música no está cargada de la melancolía de un sueño imposible o muy lejano, sino que es la banda sonora de una ciudad enfebrecida por las protestas, las huelgas, las tomas de escuelas y universidades.
En la Casa Central un profesor de Química pide respetuosamente permiso para entrar en el recinto con una colega coreana que viene a informarse de lo que está pasando en Chile con la educación. Los estudiantes están reunidos en asamblea para decidir si continúan con las movilizaciones y las tomas un semestre más (el sí gana). Desde la puerta puedo vislumbrar que el Aula Magna ahora se llama salón “Revolución”. Una de las estudiantes que controlan la puerta, Silvania Mejías, consejera de la Fech (Federación de Estudiantes Chilenos) me atiende muy amablemente. Le pregunto por la toma del congreso del día anterior para convocar un plebiscito que revoque la constitución de 1980 (aprobada durante la dictadura de Pinochet) y sobre el resto de las demandas. De manera muy elocuente me responde que las y los estudiantes de la Fech son conscientes de que hay demandas a corto plazo y otras que tomará más tiempo que se implanten en la sociedad. Me dice que muchas compañeras y compañeros siguen levantando las banderas de la reforma constitucional y de la renacionalización del cobre de manera estratégica, porque saben que a largo plazo no sirve de nada cambiar la universidad si no cambia la sociedad. El problema, según Silvania, es que por el momento el único tema que de verdad está instalado en la sociedad es el de la educación, por eso sus demandas inmediatas para desconvocar los paros y tomas serían más o menos las siguientes:
– El final del lucro en la educación pública y privada, no que las privadas desaparezcan, pero sí que el dinero de las colegiaturas se invierta en la educación de los estudiantes y no en proyectos para generar beneficios privados para las universidades y escuelas.
– Que el Estado financie al menos el 50% de la educación y que lo haga de manera equitativa, en el actual modelo algunas universidades como la propia Universidad de Chile reciben muchos más fondos que las llamadas escuelas vocacionales, más frecuentadas por las clases populares.
– Que el Estado regule la calidad de los diplomas y titulaciones que se ofrecen, la desregulación total del sector ha provocado que se multipliquen las instituciones de enseñanza superior y que éstas ofrezcan gato por liebre.
– Que se restaure el sistema “triestatal”, es decir, que todos los cargos administrativos de la universidad desde el rector para abajo sean elegidos por sufragio universal directo entre estudiantes, trabajadores y profesores del centro.
En el fondo, lo que está en juego, me dice Silvania, es definir si la educación es un derecho o una mercancía, forzar al gobierno y a la sociedad a aceptar que la educación es pública y que el conocimiento es colectivo y por tanto se debe volcar sobre toda la sociedad y no sobre una minoría de privilegiados. Frente a las avasalladoras demandas de justicia de los estudiantes, el gobierno de Piñera sólo sabe ofrecer más créditos, cuatro becas y, como veremos más adelante, mucha represión, “de un asno sólo esperamos coces” rezaba otra pancarta de la casa. Cuando termino de hablar con Silvania, nos damos un fuerte abrazo, y le digo algo que se me sale de la boca casi sin pensar y que voy a repetirle muchas veces a las y los estudiantes de que me encuentro en tomas y movilizaciones por toda la ciudad: “No están solos, estamos con ustedes, en las plazas y las calles sublevadas no dejamos de pensarlos, son un ejemplo para todos nosotros, ¡adelante!” No lo digo con grandilocuencia, sino con la tristeza y la impotencia de no poder quedarme más tiempo, poner mi cuerpo y mi voz con ellas y ellos en su lucha.
Como en todas las revueltas que se han dado en el último año de Tahir a Wall Street pasando por La Puerta del Sol, ya se han alzado las primeras voces escépticas, unidas a clamor autista de unas clases acomodadas que como en el 73 empiezan a quejarse del desorden (el día que se inventen protestas que no interrumpan “la normalidad” que nos avisen) y de las pretensiones desorbitantes de los estudiantes, porque detestan llegar media hora tarde a tomar café a Las Condes o no poder irse a su casa de playa sin tener que soportar esos atascos tan feos que provocan los estudiantes y los criptocomunistas que los apoyan (sí, ellos que tanto olvido y reconciliación pidieron, ahora resulta que nunca salieron de la guerra fría). No se dan cuenta, como ha mostrado Daniel Noemi magistralmente, que lo que está en juego es algo que no se puede ni vender ni aplastar. “Hoy así como el 1842 –escribe Noemi refiriéndose a Lastarria-, vivimos un momento crítico, fundacional, del cual dependen ‘nuestros progresos futuros’. Eso es lo que está en juego: el futuro” [2].
Y es que, como también muestra el trabajo de Noemi, las protestas estudiantiles son un parteaguas, una bifurcación que ha fracturado hasta los tuétanos el tiempo homogéneo y vacío del progreso neoliberal extendiéndose hasta el pasado y abriendo nuevos futuros. Nada ejemplifica estos descentramientos temporales mejor que mi conversación con Lucía Sepúlveda, ex diriginte del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), periodista del semanario Punto Final y autora de un imprescindible libro, “119 de nosotros” sobre el asesinato de 119 militantes, la mayoría de ellos del MIR, y el encubrimiento de ese asesinato.
El libro reconstruye las vidas y sobre todo las subjetividades políticas, las razones para la lucha de las y los compañeros de Lucía. Nos juntamos en un café con aires franceses de Manuel Montt y rápidamente la conversación fluye como si nos conociéramos de toda la vida, debe de ser la efervescencia política y, sobre todo, la recomendación del compañero Mario Amorós. Lucía me cuenta que vivió la disolución del MIR como una profunda catástrofe, la pérdida de la familia, del suelo político; se marchó al exilio en Argentina y por algunos años se desconectó totalmente de la política. A su vuelta a Chile, por una deuda elemental con sus compañeros de lucha, se incorpora poco a poco al movimiento de derechos humanos en Chile, consigue junto con otras asociaciones recuperar el infame centro de torturas de la calle Londres 38 (tan infame que durante muchos años le asignaron el número 40 para borrarlo del callejero y de la memoria), pero lo que distingue a Lucía y otros militantes de su generación es que no pretenden recuperar vidas vacías de subjetividades políticas, no se pretenden víctimas, sino portadores de un legado político con sus grandezas y sus miserias que puede seguir dando razones para la lucha aquí y ahora. Tal vez por eso Lucía hoy pueda seguir sonriendo a pesar de todo lo vivido, porque en la calle el movimiento estudiantil conecta más que nunca con esta generación de militantes forjados en las luchas de la Unidad Popular y de los años ochenta, en busca de un nuevo proyecto de emancipación colectiva.
Esta fuerza colectiva e intergeneracional es precisamente el objeto de un panfleto, en la mejor tradición de los panfletos, de Gabriel Salazar –“En el nombre del poder popular constituyente (Chile Siglo XXI)”- que los estudiantes se pasan de mano en mano y de toma en toma estos días en Santiago. Una de las tesis de este libro es que, como el topo de Marx durante estos años de aparente calma, el campo popular chileno ha estado acumulando rabia, saberes, fuerza y análisis histórico para poder demandar un nuevo proceso popular constituyente, es decir, para poder decidir de abajo arriba cómo autogoberanarse. En el electrizante texto de Salazar se puede leer por ejemplo:
“…Y hemos llegado hasta aquí, hasta este tiempo de maduración y eclosión de esa larga, lenta pero fructífera ‘transición por abajo’. A un punto en que ya conocemos el poder que tenemos, la cultura propia que calzamos, la voluntad colectiva que perfila nuestro futuro y, aun, la sabiduría de cómo movernos frente a las clases políticas que, desde hace tiempo, pretender gobernarnos… Hemos aprendido a conocer como es el jueguito asociado que ustedes juegan y hemos aprendido de eso a autoeducarnos en soberanía… ¿cómo, pues, no querer cambiar de raíz la educación mercantil y mercenaria que nos han implantado?… Y esto claro es, sólo, para empezar… Porque más temprano que tarde, sabrán también de nuestro “poder constiuyente”” (p.25)
Imposible no leer en ese “más temprano que tarde” el otro “ mucho más temprano que tarde” de la última alocución de Allende desde la Moneda; las Alamedas se han vuelto a abrir, pero en ellas también se ha intensificado la represión. Santiago estos días es una ciudad ocupada por los Pacos (carabineros) con sus uniformes antidisturbios, dispuestos a reprimir en cualquier momento. De hecho no podemos olvidarnos de que hay ya un muerto, Manuel Gutiérrez, un estudiante de 16 años asesinado en Macul por una bala disparada por los carabineros. El Ministro del Interior Rodrigo Hinzpeter ha declarado que “Asesinar a un policía es más grave que asesinar a un ciudadano común”, las detenciones arbitrarias son comunes y los malos tratos, especialmente en el trayecto que va del lugar de detención a la comisaría, son rutinarios. Recientemente la Asesoría Ciudadana ha presentado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos un informe que consiste en 117 casos de abusos policiales cometidos durante las movilizaciones pacíficas de estudiantes. No hay duda, ellos van deprisa y no están dispuestos a ceder ni un centímetro y mucho menos a tolerar un proceso popular constituyente que cuestione sus privilegios.
De momento en Madrid, en Tahir y también en Santiago lo que hemos logrado –y no es poco- es reintroducir los antagonismos en la sociedad, reabrir un campo de lucha, donde sólo había anomia e indiferencia. Las fuerzas son desiguales, con lo único que contamos es con la rabia y el saber acumulado de estudiantes proletarios como Erick Coñomán:
“Estamos luchando por la rabia contenida que produce la segregación. Por la forma como se gobierna y por la invisibilización de nuestras demandas y necesidades por la clase política. Somos críticos de cómo se ejerce la democracia, de cómo se distribuye la riqueza y de cómo se ignoran los derechos de una población estigmatizada, sobre explotada y excluida no sólo de la educación, sino también de la salud, la vivienda, el trabajo y los derechos humanos. Yo duermo en un sillón porque no hay más espacio en la casa” [3]
¿Cuánto se pueden extender estas condiciones de asalto, despojo y segregación sin que la revuelta se extienda todavía más? ¿Podrán sus fusiles más que nuestra sed de justicia? Está por ver si somos capaces de unir cada vez más luchas, de acumular fuerzas para dar la vuelta a la historia en Madrid, en Nueva York o en Santiago; mientras se cierra la puerta del aeropuerto de Santiago, pienso en las palabras de Coñomán y digo adiós a Javier Alonso, que me ha acompañado estos días, con el puño en alto, aún estamos a tiempo de cambiar el rumbo de la historia.
[1] Para Jaime Concha, Javier Alonso, Mario Amorós, Daniel Noemi y Lucía Sepúlveda, porque en estos viajes de ida y vuelta entre chilenos y españoles muchos ojos solidarios siempre ven mucho más que dos.
[2] Daniel Noemi. “Siete hipótesis prescindibles para una genealogía literaria de la crisis de la educación en Chile” www.rebelion.org/noticia.php?id=138595
[3] Rubén Andino Maldonado. “El proletariado universitario: Nada tienen que perder y sí mucho que ganar”, Punto Final, Octubre 2011, p. 8-9.
Luis Martín-Cabrera es profesor de literarura y estudios culturales en la Universidad de California, San Diego.
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