Por Teófilo Briceño.
Desde que se acuñó el término democracia —etimológicamente, poder del pueblo— para nombrar una forma de funcionamiento social en la Grecia culta y fértil, pero esclavista, el concepto ha venido cargando con realidades y embustes, logros y manquedades, en proporciones varias. Así y todo, constituye un desiderátum, es decir, un deseo no cumplido, de la mayor importancia para la humanidad. (1).
“Las guerras mienten. Ninguna guerra tiene la honestidad de confesar: -yo mato para robar-. Las guerras siempre invocan nobles motivos: matan en nombre de la paz, en nombre de Dios, en nombre de la civilización, en nombre del progreso, en nombre de la democracia”, decía el uruguayo Eduardo Galeano.
El nombre de la “democracia” se usa para todo y por todos en el ejercicio del poder. Se trata de un constructo político– social funcional que ha evolucionado y se ha ido perfeccionando en el ejercicio de la dominación en Occidente.
Y el abanico es amplio pues incluye desde la “derecha” más extrema, hasta los que se ha denominado “centro izquierda”, intencionalmente llamada “izquierda democrática”, para referirse a aquella que se puede elegir sin problemas, pues se somete al poder y con maquillaje asistencialista de por medio, intenta disimular las crueldades del sistema. Cada cierto tiempo el sistema necesita un gobierno de este estilo, para guardar las apariencias de “Democracia”.
Pero lo cierto en que una sociedad dividida en clases sociales, en dominadores y dominados, en ricos y pobres parafraseando a Luis Emilio Recabarren, lo que en realidad existe es una farsa democrática. El ciudadano de a pie, como se acostumbra a decir hoy, nunca ha sido igual a los multimillonarios de Chile. Martín Larraín Hurtado, es un claro ejemplo de que los ricos no la sacan “ni por curados”. Y los ejemplos abundan.
Este sector históricamente privilegiado de nuestro país puede no sólo hacer leyes a su pinta, también tiene el poder de comprar jueces, policías, medios de comunicación, universidades, campañas electorales, para inclinar siempre la balanza de la “justicia”, a su favor por supuesto. La igualdad ante la ley es en realidad un verso para declamar hipócrita y solemnemente en los actos públicos.
En el caso de Chile, siempre ha sido igual, salvo quizás espacios democráticos conquistados en el gobierno popular, por el nivel de organización y peso social que adquirieron los trabajadores y el pueblo. Por esto, el nombre más acertado o que se aproxima más fielmente a la realidad, a lo que llamamos eufemísticamente Democracia, es Dictadura del Capital.
Pero el alicaído termino democracia es una conquista humana, una aspiración de igualdad política y social que debe ser contrastada con la cultura y la práctica histórica de cada país.
Y en este sentido, la destrucción del ideal democrático no es menor, es muy grave. La dictadura del terrorista Pinochet y sus secuaces, políticos, militares y civiles, dejo todo “amarrado”, para evitar un desborde democrático como el del gobierno de Allende, instalaron la bandera del “nunca más la Unidad Popular”.
Pero el pueblo chileno, o más bien los pueblos que habitan en el territorio del Estado chileno, en su lucha contra la barbarie, legítimamente levantaron el ideal democrático, pues buscaban no perder los espacios conquistados en casi un siglo de lucha, para llevarlos a un estadio superior, a una democracia lo más directa posible. Y el nombre democracia popular apareció entonces como un ideal más completo que el de democracia a secas, ya vaciada de contenido útil para los sectores populares.
Es una paradoja que aquellos que se sienten herederos de esa lucha, viejas y nuevas generaciones, terminen por asegurar el predominio de las ideas de dominación.
Por un lado, está todo el andamiaje jurídico, económico, mediático que hace posible la dictadura del capital actual, como una herencia maldita del régimen terrorista de Pinochet. Pero, por otro lado, tan peligroso como lo anterior, está la destrucción de la “esperanza democrática”, a manos de los que dicen enarbolarla.
Hay algo en el ideario democrático que es vital y que se traduce en la “fe pública”. Es hacer, o intentar hacer seriamente, lo que se dice. Es no ser mentirosos ni corruptos. En esto nos puede aportar mucho las ideas del “buen vivir” de los pueblos Andinos.
Y a la luz de los acontecimientos en nuestro país surge una interrogante válida, pues produce un perjuicio inconmensurable.
¿Quiénes le hacen más daño al ideal democrático, aquellos sectores conservadores que quieren que la democracia sea restringida, tutelada o acotada, o aquellos “progresistas” que supuestamente quieren ampliar la democracia, hacerla más directa pero que en nombre de ella hacen todo lo contrario a lo que dicen?
Opino que los segundos, pues multiplican la sensación de que todos los que ejercen el poder, cosa que no creemos sea cierto, aunque las evidencias en Chile digan lo contrario, son corruptos o están ejerciendo en beneficio propio, idea de sentido común, muy afín al ideario neoliberal imperante.
Si quienes en nombre de la supuesta “izquierda democrática” esgrimieron en campaña consignas como “No al TPP11”; “No + Isapres”; “No + AFP”; “Justicia y dialogo para los pueblos originarios”; o comprometieron un comportamiento internacional valiente para decirle no a la injerencia del imperio gringo; producir cambios en la FFAA y de Orden para erradicar la Doctrina de Seguridad Nacional; cambios en el modelo económico neoliberal, etc., y luego hicieron todo lo contrario, lo que logran con su traición a los que creyeron en su discurso, es matar la esperanza de buena parte de los pueblos.
Así se termina fortaleciendo el modelo, como lo hace el gobierno de Boric Font y su coalición. La conducta moral del gobierno de estos jóvenes que venían a limpiar la política constituye un golpe casi mortal al ideal democrático pues destruye la fe pública. Es una izquierda yanacona, que ingresa a La Moneda por izquierda y sale con aplausos de la derecha por la madurez alcanzada.
“Ocupar el sillón de O’Higgins me ha permitido comprender y aquilatar mejor a Sebastián Piñera”, “un hombre que siempre puso a Chile por delante, que nunca se dejó llevar por el fanatismo y el rencor. Todos los que estamos en política debiéramos tomar nota de estas virtudes”, dijo el otrora joven Gabriel Boric en el funeral de su antecesor.
¿De qué sirve entonces la democracia si todos hablan a nombre de ella, pero ya no es posible distinguir las diferencias entre sectores políticos, si todos se expresan en una retórica despojada de toda practica útil y consecuente para un cambio real?
Se fortalece con estas conductas gubernamentales la nefasta idea de “que, si no trabajo, no como”, o “primero yo, segundo yo, tercero yo”, y se robustece la sociedad de lo “asocial”, la no creencia en el otro, la sociedad del individuo egoísta que no es capaz de condolerse con el sufrimiento del otro.
“Nos fuimos quedando en silencio, Nos fuimos perdiendo en el tumulto, Nos fuimos acostumbrando a aceptar lo que dijeran, Nos fuimos perdiendo en el tumulto, Se nos fue pegando la avaricia, Y con ella también la injusticia, Nos gustó los artefactos que ofrecían las vitrinas”, reza parte de una hermosa y a la vez triste canción del dúo Schwenke & Nilo.
No es casual que una parte no menor de la población “valore” al sátrapa Pinochet, incluso en sectores de jóvenes, porque ven que todo sigue igual o se empeora en “democracia”. A esto ayuda que no hay alternativas creíbles desde los sectores populares. Se despierta en la sociedad, anomias basadas en irracionalidades egoístas, caldo de cultivo para la ultraderecha, donde la razón juega un papel secundario.
“Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. ¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor! No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao… Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición”, dice parte del desolador tango Cambalache, compuesto en 1934 por el argentino Enrique Santos Discépolo.
Las frases hipócritamente exculpatorias de la coalición de gobierno, “otra cosa es con guitarra”, “estando en el gobierno, tenemos que ser responsables”; “no tenemos la correlación de fuerza”, después de haber prometido la construcción de un Chile más justo, generan decepción y una lógica apatía para parte importante de nuestro pueblo. ¿Cómo creerles si no tienen ninguna voluntad práctica de convocar al pueblo de Chile a que opine sobre temas claves?
Los jóvenes que prometían el cambio han madurado y son ya parte plena de la casta política que está cómodamente apoltronada en su gestión burocrática en el parlamento y los ministerios, bien remunerada y donde, imaginariamente al menos, juegan a ser legítimos representantes del pueblo, cuando en realidad ya sólo son tristes marionetas del gran empresariado. Los jóvenes del cambio, primero se aliaron con buena parte de la Concertación y Nueva Mayoría, para terminar, realizando las mismas prácticas que criticaban.
El peligro latente y a las puertas de la esquina, es que la semilla que han dejado estos jóvenes siga perpetuando gobiernos antipopulares y pro-imperiales, pues como todo es lo mismo y esta “izquierda” es tan corrupta como los otros, entonces ya no vale la pena soñar, ya no hay vuelta atrás, y sólo queda “rascarse con las propias uñas”.
Ese mensaje es el que nos dejan esta camada de otrora jóvenes y que sólo puede ser neutralizado con la unidad de los sectores verdaderamente partidarios de un cambio, capaces de unir voluntades en aras de hacer realidad las reivindicaciones que se levantaron con fuerza en octubre del 2019, y que únicamente serán factibles dando vuelta la página de esta historia de falsa alternancia en el poder. Será difícil pero no imposible, “Superarán otros hombres este momento gris y amargo” dijo un día un hombre, fusil en mano y a minutos de morir por sus ideas.
(1) Para que la democracia sea democracia | Fidel soldado de las ideas
Fuente: Centro de Estudios Francisco Bilbao
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