Derivar las explicaciones hacia un agotamiento de la coalición es demasiado simplista. Tanto más superficial es achacar la pérdida de votos a la candidatura de Marco Enríquez-Ominami, o pensar que el candidato de la izquierda, Jorge Arrate, le restó adherentes. Tampoco pensar en un voto de castigo. En esta línea de argumentos fáciles, hay quienes derivan el resultado al sistema electoral vigente. Ya que ninguno de los candidatos podría en primera vuelta obtener la mayoría absoluta, el voto se transformó en un tanteo para medir fuerzas. Lo único cierto es el triunfo, por primera vez, tras la salida del dictador de la presidencia, del candidato de la derecha (44.05 %). En las cuatro anteriores contiendas electorales fue por detrás de la Concertación. Aunque dichas cifras son similares a las obtenidas por los pinochetistas en el plesbicito de 1988. El sí obtuvo 44.01 %. En la definitiva, los resultados son una advertencia para los partidos gobernantes. Habrán de modificar estrategias y poner toda la carne en el asador. Toca zafarrancho. Mientras tanto, la derecha vivirá sus mejores horas, acariciando las mieles del poder presidencial. Su campaña deberá hacer hincapié en la conveniencia de la alternancia. En esta dirección, su candidato, Sebastián Piñera, recordó en rueda de prensa que los éxitos de Bachelett no son propiedad de la coalición oficial. También ellos tienen parte importante en el camino emprendido.
Bajo estas circunstancias, no está de más subrayar que las buenas maneras entre los partidos de la Concertación y las fuerzas de la derecha pinochetista han sido exquisitas. La transición fue un pacto de caballeros. El objetivo era superar el pecado original de la implantación del neoliberalismo en Chile, ser resultado de un sangriento golpe de Estado. Tras perder el referéndum de 1988, su adalid abandonó La Moneda por la puerta trasera, mutando en senador vitalicio. Sin embargo, nadie negará su papel en la negociación transicional. Las claves de la transición son la palabra dada por los dirigentes de la democracia cristiana, el Partido Socialista, los radicales y el Partido por la Democracia a las fuerzas armadas. No se juzgarían los crímenes de lesa humanidad y los militares volverían a los cuarteles. Una mano lava la otra y las dos el cuerpo entero. Esta anómala circunstancia prevalece en Chile. De tal manera, con la paz social garantizada, los empresarios no tuvieron problemas en asumir gobiernos de la Concertación que no cuestionaban la política económica de la dictadura. Unos pocos retoques en el discurso no variaron el rumbo. La gobernabilidad se garantizaba bajo la hegemonía de los viejos partidos y la preminencia del capital privado trasnacional.
El triunfo, en primera vuelta, del candidato de la derecha no conlleva sorpresa. Y nada tiene que ver con el alto nivel de aceptación del gobierno de Bachelet. La disociación entre el voto a Piñera y no a Frei debe ser explicado por la esquizofrenia que sufren los países en los cuales la política se convierte en un marketing, perdiendo una de sus funciones principales, articular ciudadanía. En esta lógica, los candidatos han mantenido sin grandes problemas un mismo temario. Las diferencias son mínimas y aluden al tipo de gestión de lo público. Bajo esta premisa se levantó la candidatura de Enríquez-Ominami, quien capitalizó 20.13 % de los votos. Su fuerte, el perfil de ser un hombre joven, hijo del ex dirigente del MIR Miguel Enríquez, asesinado por la dictadura. Su aval era su pedigrí. Su segundo apellido, Ominami, es espurio. Su madre pertenece a una de las familias de rancio abolengo de la política chilena, los Gumucio. Ellos se encuentran repartidos entre el Partido Radical, la democracia cristiana, los socialistas y liberales del siglo XIX. Diputados, senadores, jueces, hombres de empresa o intelectuales. Marco renunció de mutuo propio a su apellido materno. Su candidatura fue una construcción publicitaria. Sus asesores pusieron el acento en su fácil verborrea, en su matrimonio con una de las presentadoras más populares de la televisión chilena y en su condición de hijo de la dictadura. Tras de sí cientos de arribistas que buscaban pillar tajada. El objetivo, conseguir diputados y senadores. Mientras tanto, el único candidato de izquierda, Jorge Arrate, será desplazado del debate. Como si no existiera. Aunque conseguirá, con su 6 %, romper el bipartidismo. De esta manera, la izquierda chilena se garantiza entrar en el Parlamento. Un triunfo molesto e inesperado.
En espera de la segunda vuelta, la derecha chilena es sabedora de la necesidad de captar votos de la Concertación. Aquellos provenientes de la democracia cristiana. Algunos de sus militantes y seguidores prefieren acabar con el pacto contra natura que los ata a los socialistas. En contrapartida, la Concertación puede hacerse con los votos de Marco Enríquez y captar los adscritos a Jorge Arrate. Son muchos quienes piensan en el mal menor. Cualquier cosa antes que Piñera. Es perspectiva del voto útil. Sin embargo, para que sea factible, la Concertación deberá comprometerse y asumir cambios sustanciales en su política. En esta línea tendrá que hacer suyas las reivindicaciones más sentidas por la izquierda: cambiar el sistema electoral, abrir un referéndum para derogar la Constitución pinochetista, cuestión diferente a llamar a una Asamblea Constituyente, para la que carece de poderes. También deberá otorgar reconocimiento constitucional a los pueblos indígenas y acabar con las políticas represivas que criminalizan las luchas de los mapuches.
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