Por: Pablo Solana
En Argentina volvieron las asambleas, con debates democráticos en plazas públicas, potencia en la movilización y también divisiones. Un regreso a la historia de 2002 puede ayudarnos a entender el origen de esas ganas de participación directa y autoorganización.
La efeméride, la mística de la fecha, la reivindicación histórica: no hay dudas de que la coincidencia jugó a favor. Los cacerolazos espontáneos resurgieron un 20 de diciembre, esta vez en 2023, a poco de asumir la presidencia Javier Milei. Ese fue el puntapié inicial, el llamado a reactivar aquello que conocimos hace algo más de 20 años: la participación popular por fuera de las estructuras tradicionales de la política. Así, entre cacerolazos y ganas de tomar la protesta en sus manos, renacieron ahora las asambleas barriales. Con la memoria lejana de aquel otro ciclo histórico de resistencia popular.
Esta vez las primeras reacciones fueron en gran medida espontáneas, pero enseguida las protestas barriales encontraron un cauce de organización. A dos meses de la detonación inicial, febrero de 2024 transcurre con algo más de 30 asambleas en la Ciudad de Buenos Aires, y otras tantas que se sumaron a las que ya existían por las luchas medioambientales en el resto del país (es probable que el número sea mayor ya que cada día llega información nueva y no aún hay un registro unificado).
Además de cacerolazos hubo movilizaciones al Congreso de la Nación y, en estas semanas veraniegas, cortes de calles por las secuelas de la tormenta o por la falta de suministro eléctrico. Las redes de organización barrial recompusieron una vitalidad que parecía haber quedado debilitada, opacada por tantos años de hegemonía de la política por arriba.
Aunque los medios de comunicación de mayor alcance las ignoran, las asambleas volvieron a convertirse en un factor dinámico de la resistencia social. Decenas de personas, a veces más de un centenar de vecinos y vecinas, se autoconvocan en diferentes barrios para deliberar y actuar. Entre la multitud hay quienes militan en los partidos de izquierda y hacen notar su pertenencia, a veces de manera respetuosa y otras apabullando un poco. Días atrás, la cuarta Asamblea de Asambleas, que reúne a delegados y delegadas de una treintena de espacios barriales, terminó con peleas y denuncias cruzadas.
El proceso asambleario actual lleva poco tiempo aún, por lo que es algo apresurado pretender conclusiones nítidas sobre cómo seguirá. Resulta más útil, por ahora, volver la mirada a nuestra historia. El reflejo del anterior ciclo de asambleas ocurrido hace 22 años permite valorar la potencia creadora que tuvo todo aquel momento de rebeldía social y también ayuda a entender los desafíos de la hora actual.
2002/2024: un mapa social y geográfico similar
Las asambleas barriales han sido –y están volviendo a ser– una herramienta de participación de la «clase media», aunque hay matices y excepciones. Utilizamos el término en sintonía con el sentido común y con los estudios más sesudos: se trata de sectores que se encuentran en las franjas medias de la pirámide de la desigualdad social; la noción de «clase media» habilita una «representación mental» que grafica las diferencias sociales, explica Ezequiel Adamovsky, que investigó el tema a fondo.
En el libro 2001, No me arrepiento de este amor. Historias yu devenires de la rebelión popular mapeamos las asambleas que se conformaron en aquel entonces. Más de la mitad de las que habían surgido después del estallido tuvieron lugar en la Ciudad de Buenos Aires. En los barrios donde predominaban sectores medios hubo varias, separadas por unas pocas cuadras. Así sucedió en Almagro, Flores, Caballito, Villa Crespo, San Telmo o Barracas. Es notoria la coincidencia geográfica con el resurgimiento actual.
En los barrios más empobrecidos del sur como Villa Soldati, Parque Patricios o La Boca, en aquel momento fueron menos las asambleas barriales concebidas como tal, aunque eso no significó menor ebullición social: allí las organizaciones piqueteras también hacían asambleas como parte de su dinámica interna de funcionamiento. Hoy, con los movimientos sociales algo debilitados, en esos barrios el activismo se ve mejor reflejado en las asambleas autoconvocadas.
Cruzando el Riachuelo o la General Paz hacia el conurbano, en 2002 hubo asambleas vecinales en el sur: Wilde, Avellaneda, Sarandí, Lanús; en el norte: Carapachay, Vicente López, Florida, Villa Martelli; y en el Oeste: Merlo, Moreno, Haedo. En otras regiones del país la regla se mantuvo: las asambleas cobraron vida de la mano de los sectores medios urbanos. Hoy la información que circula en las redes sociales permite reconocer un mapa con diferencias, pero de composiciones parecidas: en la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, en enero de este año se creó el Espacio Interasambleario que da cuenta de asambleas activas en el conurbano: Lanús, Lomas de Zamora, Claypole o Burzaco, pero también en ciudades del interior provincial como Trenque Lauquen, Tandil, Tres Arroyos, Ayacucho, Bahía Blanca, Bragado, Dorrego, Lamadrid, Junín, Saladillo o Marcos Paz.
Mucho más que reuniones y movilización
En 2002, el debate sobre lo público tuvo un espacio central. Después de una década de privatizaciones, todo fue cuestionado: las empresas de servicios en manos de multinacionales y también el estado ruinoso de escuelas y hospitales estatales. Pero además del debate sobre los grandes temas, hubo un plano de disputa más a mano, que invitaba a la acción: la posibilidad de recuperar predios o edificios deshabitados para reciclarlos y darles uso social. Aquella tendencia contaba con antecedentes cercanos: la ocupación de empresas al borde de la quiebra con el fin de ponerlas a producir bajo gestión obrera había tenido casos emblemáticos como el de la metalúrgica IMPA, en el barrio de Almagro, en manos de sus trabajadores desde 1998. En medio del estallido, el 19 de diciembre, las obreras textiles habían ocupado la fábrica Brukman, también en la Capital, y por esos días los obreros de Zanon ocupaban la planta fabril de la segunda ceramista más grande de Latinoamérica, en la provincia de Neuquén. Sin pedir permiso, los movimientos piqueteros también venían construyendo centros comunitarios en terrenos ocupados.
El movimiento asambleario no se quedó atrás. A siete meses de iniciada la onda expansiva que siguió al estallido de aquel 20 de diciembre, el portal Indymedia mencionaba ocho recuperaciones de espacios públicos. Daba cuenta de la toma de dos sedes del ex Banco Mayo, una en Parque Centenario a manos de la asamblea del Cid Campeador y otra en Barracas a cargo de la asamblea de Parque Lezama. Otra sede bancaria en desuso, esta vez del Banco Provincia, había sido ocupada en Villa Crespo por la asamblea de ese barrio. También se había tomado el predio perteneciente al Gobierno de la Ciudad de la calle Cucha Cucha al 2500, por parte de la asamblea de La Paternal. En otros barrios apuntaron a locales comerciales abandonados: un lavadero de autos fue recuperado por la asamblea de Villa Pueyrredón; un complejo de canchas de paddle en Vicente López por la asamblea de Florida Este; otro local abandonado en Medrano al 400 quedó en manos de la asamblea de Almagro; y la ex pizzería La Ideal, también vacía, reconvertida en centro social por la Asamblea de Villa Urquiza. En ese barrio, además, derribaron un alambrado que la empresa Coto había puesto para apropiarse de un terreno baldío, acondicionaron el lugar y lo bautizaron Plaza de los Vecinos. En San Telmo, la Asamblea 20 de Diciembre recuperó un predio en la esquina de San Juan y Cochabamba, que convirtió en sede de una feria barrial. También ocuparon edificios en desuso las asambleas de Palermo Viejo (el antiguo mercado municipal), la de Parque Avellaneda (el ex bar La Alameda); la de Saavedra (el predio lindero al ferrocarril cerca de la estación); la Asamblea de las 7 esquinas (un antiguo mercado) y la de Corrientes y Juan B. Justo (un local sin dueño).
La crisis era tal que hasta algunos centros médicos bien montados habían quedado abandonados. En agosto de 2002 vecinas y vecinos de dos asambleas de Flores recuperaron la Clínica Portuguesa, clausurada desde antes de la rebelión. Allí encontraron instalaciones e instrumental médico en perfectas condiciones. Convocaron a profesionales de la salud sin empleo y diseñaron un proyecto de obra social para quienes trabajaban en las fábricas bajo gestión obrera, que no tenían sindicato ni asistencia médica. La clínica El Buen Samaritano también fue recuperada, en este caso por un grupo de trabajadoras y trabajadores que se resistió al abandono; pasó a llamarse Cooperativa de Salud Medrano y recurrieron al apoyo de la asamblea de Almagro para su reactivación.
¡Que se vayan todos! Repudio y reacción
Todo aquel despliegue de iniciativa popular tuvo su caldo de cultivo en la crisis integral que se venía gestando. En octubre de 2001 el hartazgo social ya se había manifestado en las elecciones nacionales de medio término. Voto-bronca, voto-protesta, poner una imagen de Mafalda con un insulto o una feta de fiambre en el sobre, convocatorias a no ir a votar. El rechazo era no solo a un gobierno: «Gane quien gane pierde el pueblo», «Nadie cumple, vote a Nadie», «Luche que se van», eran consignas transversales que apuntaban contra toda la dirigencia política tradicional. En 1999 el peronismo había recibido el repudio en las urnas tras la década menemista; dos años después se sumaba el enojo con el gobierno de la Unión Cívica Radical, pero también con el FrePaSo, la alianza progresista que había prometido un cambio, aunque al llegar al gobierno no había hecho más que acelerar el ajuste y la represión. En la elección de 2001 la abstención electoral fue superior al 26% y, entre quienes fueron, los votos blancos o nulos sumaron otro 21% del padrón total. La izquierda sumó el resto. En la Ciudad de Buenos Aires la suma de las listas de izquierda se acercó al 27%.
Como todo movimiento rebelde, las asambleas de aquel entonces fueron resistidas por el poder una vez que se hicieron notar. No faltaron atentados y amenazas. El presidente Eduardo Duhalde declaró: «Con asambleas en las calles no es posible gobernar». Tras sus palabras comenzaron a sucederse represiones y acciones violentas a manos de punteros y patotas con apoyo policial. La asamblea de Parque Avellaneda fue atacada a balazos. Un integrante de la asamblea de Floresta fue secuestrado y torturado durante un día y medio por unos tipos que vestían de civil, aunque procedían como policías. Arreciaron los desalojos de los espacios recuperados: pocos lograron quedar en pie.
Las voces contra las asambleas provenían, centralmente, de la vieja dirigencia política. El expresidente Raúl Alfonsín apoyó las amenazas de Duhalde. Apeló al artículo 22 de la Ley de Defensa de la Democracia para proponer «una acción política en contra de las sediciosas asambleas barriales». El diario La Nación reforzó la idea: «Tales mecanismos de deliberación popular encierran un peligro, pues por su naturaleza pueden acercarse al sombrío modelo de decisión de los soviets. »
Asambleas de asambleas
También en este aspecto la dinámica actual replica a la experiencia anterior. El 30 de diciembre de 2023 se convocó a la primera Asamblea de Asambleas en Parque Rivadavia. Allí, algo más de 200 personas de más de 30 asambleas de la Ciudad de Buenos Aires y del Conurbano resolvieron impulsar un encuentro cada 15 días. Hoy ese espacio está sometido a ciertos replanteos y se están reacomodando las instancias de coordinación. Pero más allá del incipiente proceso actual, resulta pertinente ver qué pasó hace 22 años, cuando el ciclo asambleario logró una dinámica pocas veces vista. En aquel entonces la confluencia se llamó Asamblea Interbarrial.
El domingo 13 de enero de 2002, bajo el sol intenso de aquel verano porteño, 300 vecinos y vecinas se de distintas asambleas se reunieron en el Parque Centenario. Un domingo después la participación se multiplicó por diez: llegaron más de 3.000 personas. Graciela Gurvitz, delegada de la asamblea de Villa del Parque, había sido elegida para hacer los resúmenes de las propuestas que llevaba cada delegado o delegada. Aún mantiene los apuntes de aquellos días: habían llegado delegaciones de 81 asambleas barriales y la participación había sido multitudinaria. Sergio Barrera, delegado en aquel momento de la asamblea de Liniers, cuenta: «Iban los dos o tres delegados, pero también otros vecinos de la asamblea, un poco para conocer y otro poco para controlar lo que se dijera en nombre del barrio». Sergio, consciente de esa sana presión, tomó la palabra en esa Interbarrial y dijo ante la multitud: «Que las asambleas populares sean soberanas, que aquí se discutan propuestas, pero que sean votadas previamente en las asambleas de los barrios». Su arenga quedó grabada en la película La dignidad de los Nadies, de Pino Solanas, que participó de aquella asamblea como tantas y tantos comunicadores populares: registrando el momento con su cámara de mano, sin asistentes, siendo parte de la multitud.
Pino era, sin embargo, un político en acción. Su punto de vista expone una de las limitaciones del movimiento asambleario que no tardó en hacerse ver. En su película, después de mostrar la vitalidad de las asambleas, concluye: «Saben lo que quieren, pero no cómo lograrlo. Han derrumbado un gobierno, pero no están preparados para reemplazarlo. Su extrema desconfianza hacia el sistema de partidos políticos retrasa la construcción de alternativas con nuevas representaciones». Pino pone el dedo en una de las principales llagas: si no surgen nuevas representaciones –más democráticas, participativas y controladas desde las bases, pero representaciones al fin–, ¿entonces qué? La alarma vale también para el proceso asambleario revitalizado en estos días, y para todo el ciclo de crisis de representación que, aun con diferencias respecto a aquel período, también se da en la actualidad.
Contextos, referencias
En Wikipedia, la entrada «Asamblea Popular» refiere casi íntegramente a la experiencia argentina de los años 2001 y 2002. Las asambleas barriales autoconvocadas en momentos de crisis parecen ser un rasgo más de la argentinidad. En América Latina se dieron escenarios de revuelta popular similares al que surgió en nuestro país en 2001, pero este modo de organización no se replicó en otros países de la región.
En Chile, la rebelión iniciada en octubre de 2019 logró mantenerse a fuerza de una sostenida revuelta callejera por un muy extenso período, casi un año; esa fue su originalidad. En Colombia, el principal rasgo de identidad de las protestas estuvo dado por la enorme capacidad de resistencia de la juventud ante formas criminales de represión. En Ecuador, lo distintivo en todos los levantamientos populares fue el protagonismo del movimiento indígena. En cada rebelión las instancias horizontales de debate y decisión acompañaron de distintos modos a las movilizaciones en las calles, pero en ningún lado ese fenómeno logró la expansión del movimiento de asambleas que se irradió después del 20 de diciembre de 2001 en Argentina.
No faltaron quienes asimilaron al movimiento asambleario argentino con «el sombrío modelo de decisión de los soviets», como ya mencionamos que hizo el diario La Nación. La escritora María Moreno tituló su libro de relatos sobre las asambleas La Comuna de Buenos Aires, en referencia a lo sucedido durante la Comuna de París más de dos siglos atrás. El investigador y militante Hernán Ouviña las relacionó con las asambleas de la Confederación Nacional del Trabajo en Cataluña, la CNT anarquista, durante la Guerra Civil Española, y con los consejos obreros alemanes, húngaros e italianos de 1919.
En América Latina también se pueden encontrar algunas similitudes históricas. Durante la insurrección de 1952 en Bolivia surgieron masivas asambleas populares; esa memoria reflotó durante el levantamiento de octubre de 2003, cuando los barrios del Alto, en las afueras de La Paz, se dieron sus propias instancias autogestivas de decisión. Las formas zapatistas de autogobierno en México, y las de los pueblos indígenas en el sur de Colombia o en Ecuador, resultan más distantes porque en esos casos las dinámicas horizontales responden a culturas milenarias. La comparación con el movimiento comunal chavista en Venezuela, los Comités de Defensa del viejo sandinismo o los de la Revolución Cubana, a la vez, resulta algo forzada; con el Estado a favor como sucedió en esos casos, el sentido asambleario es otro bien distinto al que se dio en Argentina a partir de nuestra rebelión.
Todo es Historia
En la historia de nuestro país también hay una larga experiencia de organización vecinal de base. Son casos distintos al de las asambleas como las conocimos a partir de diciembre de 2001, pero algo del espíritu de aquellos intentos seguro pervive en estas nuevas formas. El fomentismo de las Juntas Vecinales o Sociedades de Fomento, surgido hace más de un siglo de la mano de los inmigrantes pobres que trajeron las ideas socialistas, se inscribe en esa tradición. Los anarquistas que impulsaron la FORA, Federación Obrera Regional Argentina, también promovieron la organización de base en espacios donde confluían trabajadores, vecinos y vecinas, como muestra la huelga de inquilinos del año 1907. De igual modo podrían entenderse las Unidades Básicas peronistas de la resistencia. Cada una de esas experiencias dejaron su legado, aun cuando algunas de ellas no respondían a dinámicas horizontales. No hace falta irse un siglo atrás: en 1982, hacia el fin de la dictadura, en sociedades de fomento y unidades básicas se gestaron los vecinazos en el sur del conurbano bonaerense: rebeliones contra los gobiernos municipales de facto que dejaron como saldo un clima de efervescencia social y participación que desbordó cualquier canal institucional.
Quienes sintieron el impulso de participar después de diciembre de 2001 tuvieron otro espejo donde mirarse, todavía más cercano en el tiempo: algunas corrientes del movimiento piquetero se venían organizando por medio de asambleas en las villas y barrios precarios del conurbano. Es cierto que había diferencias de clase, además de geográficas, entre quienes participaban de las asambleas en los centros urbanos y quienes lo hacían en el movimiento piquetero. Sin embargo, muchas asambleas de las ciudades encontraron puentes de identidad con las barriadas suburbanas. La consigna «Piquete y cacerola, la lucha es una sola» resultó un guiño mutuo en las movilizaciones, pero también graficó el achicamiento de la distancia natural entre el piqueterismo de los barrios excluídos y el nuevo ímpetu asambleario del más clasemediero movimiento vecinal.
«Fue un tiempo en el que pudimos»
El agotamiento de la mayoría de las asambleas hacia finales de 2002 tuvo que ver con la inexperiencia de cierto activismo vecinal que había comenzado a participar recién allí, y con el desgaste que produjeron las intervenciones poco virtuosas de algunos partidos de izquierda. Con los años, una parte del movimiento vecinal se desmovilizó. Otras personas terminaron volcándose a distintas formas de participación en el marco de la política institucional. Otras, en cambio, decidieron insistir con proyectos sociales de base que mantuvieran viva la llama de la horizontalidad. Graciela Gurvitz, quien se inició participando en la asamblea de Villa del Parque, se sumó a una radio autogestiva: FM La Colectiva, y en la actualidad volvió a acercarse a la renacida asamblea de su barrio. Esa FM nació en el edificio tomado que fue sede de la Asamblea del Cid en 2002 y que después se mudó a la Mutual Sentimiento. «Nos sentimos sujetos de nuestro propio destino, nos organizamos en forma autónoma y autogestionada. Nuestras decisiones las tomamos de forma horizontal», reafirma, 22 años después del inicio de todo aquello.
Sergio Barrera, fundador de la asamblea de Liniers en diciembre de 2001, reflexiona sobre todo el potencial de creatividad que se desplegó en aquel entonces de la mano de la rebelión popular y del movimiento asambleario: «Hay que analizar bien lo que pasó en aquel momento. Yo ya tenía muchos años de militancia: había militado en la dictadura, milité después, pero esa emoción… Esos seis meses… ¿Viste cuando sentís que se desborda todo? Yo siempre charlo con los compañeros, les digo que un momento así no lo hubo jamás. Nunca a la burguesía se le fue de las manos el control ideológico, el control del régimen político, nunca pasó que la gente se atreviera a soñar, se atreviera a pensar otro mundo como pasó en esos meses del 2001 y 2002. Después lograron…». Duda si seguir hablando del después, de lo que los otros lograron, de lo que no logró ser. Pero decide volver a la reflexión inicial. Retoma el hilo. Su voz vuelve a sonar nostálgica, contundente: «Fue extraordinario. Fue un tiempo en el que pudimos».
El proceso asambleario actual, por ahora, parece transcurrir por carriles más calmos. Tal vez sean otras las virtudes: la participación en las movilizaciones y la agitación barrial son componentes necesarios de esta nueva etapa de lucha social. No es el objetivo de estas líneas forzar una comparación. Ojalá el repaso de aquellas historias sirva para honrar el deseo que tan bien expresó Rodolfo Walsh al balancear las experiencias setentistas: que cada lucha no deba empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores. Que la experiencia colectiva no se pierda y las lecciones no se olviden. Que la historia, nuestra historia, deje de ser propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las cosas. Que la memoria popular recobre su lugar.
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