En las recientes elecciones primarias en la Argentina la mayoría del electorado votó a diferentes listas de derecha. En el último tiempo, el país asiste a un recrudecimiento de la virulencia con que las consignas de las derechas se espetan en el foro público, en redes sociales, en las calles y en las intervenciones de candidatas y candidatos.

El ajuste fiscal en áreas de seguridad social y la privatización que prometen los diversos matices de la derecha vernácula vienen de la mano de pedidos de baja en la edad de imputabilidad penal y de pena de muerte, de voces que celebran el gatillo fácil y el asesinato de militantes en manos de la policía con frases como «uno menos» (y demandan una violencia todavía mayor en la represión de la protesta social), de discursos negacionistas que no solo reviven la teoría de los dos demonios sino que, sin ambages, sin siquiera metáforas edulcoradas de reconciliación, atacan la memoria de los desaparecidos y las luchas de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.

La austeridad estatal que pregonan las derechas no es austera, en rigor. El ajuste social no implica la disminución de las arcas del Estado sino la reubicación presupuestaria en las fuerzas represivas y en políticas punitivas varias. Lo sabemos de sobra: el Estado que se ausenta de las políticas sociales, de la educación y de la salud es omnipresente ahí mismo con la presencia física de las policías locales y federal, las fuerzas armadas, la prefectura y la gendarmería. El Estado capitalista está donde no está. Es que ningún ajuste es posible sin represión porque implica la pérdida de derechos que costó mucha lucha adquirir.

Pero todo esto es una obviedad. Lo realmente preocupante es que las izquierdas leamos las amenazas de la derecha política como algo externo a la democracia capitalista y no como un efecto «desdemocratizante» constante de nuestra realidad social y política en un Estado colonial de asentamiento al que el capital planetario y la burguesía nacional destinaron para la extracción global de recursos naturales y trabajo.

Esto, y que creamos que solamente la derecha sin antifaz es la que reprime y ajusta.

A 40 años del fin de la última dictadura militar, no podemos seguir ignorando que las amenazas a nuestra democracia provienen del modo mismo en el que ella está constituida. El capitalismo y el hecho de que el Estado argentino está asentado sobre la desposesión hacen de nuestra democracia un aparato desdemocratizador en el que las conquistas sociales y políticas están constantemente en riesgo de ser cooptadas por el capital en el menos malo de los casos o derogadas en el peor. Hay que hacer teoría democrática a la altura de las demandas de esta realidad y, para eso, hay que despejar un par de incógnitas antes.

Dos paradojas de la democracia 

Que la democracia es una forma política inherentemente en tensión no es algo nuevo. Chantal Mouffe trató el tema famosamente en una serie de trabajos en los que reactualizó la teoría schmittiana sobre la oposición entre derechos humanos y democracia y que compiló bajo el título de La paradoja democrática. El peligro del consenso en la política contemporánea, un libro que salió en 2000 en inglés y que se tradujo al castellano en Gedisa.

La afirmación de que hay una tensión entre dos principios normativos en pugna en la constitución misma de la democracia (pensada abstractamente) es un locus que recorre gran parte del pensamiento liberal desde Benjamin Constant y su famosa distinción entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, que luego Isaiah Berlin radicalizaría como dos modos antagónicos de pensar la vida ética. Otra forma de presentar la misma tensión es por medio de la dicotomía libertad versus igualdad, una oposición aparente como casi todas las dicotomías tradicionales de la filosofía y de la teoría políticas. Carl Schmitt y Chantal Mouffe insisten en el aspecto institucional de la cuestión, también moviéndose en el plano de las ideas normativas fundantes (de nuevo, en la idealidad abstracta) de La Democracia en contraposición a «las democracias».

Mouffe polemiza principalmente con los teóricos de la democracia liberal-deliberativa, con John Rawls como el representante paradigmático de la idea de que el propósito de la democracia es el consenso y la tesis básica sobre la que esta idea se basa, esto es, que la democracia fundamentada en los derechos humanos y la soberanía popular es el mejor modo de alcanzarlo. Simpatizo mucho con el proyecto de criticar la justificación liberal-deliberativa de la democracia y su inflación de una concepción del consenso que invisibiliza el conflicto y reproduce el malestar asociado con la exclusión política simbólica (no necesariamente económica) de los acuerdos morales de la política. También me generan reparos la reducción de la política a la ciudadanía que implica un trazado, como insistía (pero no descubrió) Schmitt, entre un «nosotros» y un «ellos» y la reducción de la igualdad a su versión formal de «igualdad ante la ley». Pero creo que el problema más grave de las teorías liberales no es el romance del consenso sino el ocultamiento de las condiciones materiales en las que necesariamente existen las democracias y la negación de la imbricación conceptual de las relaciones sociales capitalistas con las instituciones y los principios que estructuran, en la letra (en las Constituciones y en el derecho positivo), las democracias realmente existentes.

Pienso que tenemos que revisar el locus de la tensión democrática para producir un marco crítico con el que entender por qué los problemas de nuestra democracia no se deben simplemente a su carácter liberal o iliberal, sino más que nada a la lógica capitalista que la estructura. Las izquierdas necesitamos una teoría democrática que nos permita comprender con precisión el tipo de «conflicto» que desestabiliza nuestra democracia.

Voy a decirlo muy claro: la tensión democrática no es entre derechos humanos y soberanía popular. Lo es solo bajo unas lecturas determinadas de estos dos elementos pensados como principios normativos (y también cuando se reduce la idea de los derechos humanos a la Declaración de la ONU). Se trata de una lectura de la paradoja democrática que asume acríticamente que la visión liberal es la que mejor describe las democracias reales y que solo se trata de reconocer la tensión y el carácter incompleto de cualquier promesa política. Pero, en rigor, es una lectura abstracta e ideal de nuestros problemas.

Carl Schmitt y Chantal Mouffe comparten con el liberalismo político su visión de la democracia. La diferencia entre schmittianos y liberales radica en sus propuestas normativas respectivas: visibilizar y reconocer conflicto entre iguales políticos, por un lado, y buscar el consenso bajo la guía de principios liberales que no se cuestionan nunca, por el otro.

Ahora bien, lo que importa fundamentalmente para una política de izquierdas no es ni el consenso ni el conflicto. Lo que nos importa es la dominación, la explotación y su carácter estructural, social, institucional, local y planetario. Lo que nos importa es el modo en el que la lógica del capital modela la democracia cuando le resulta más racional (más barato) que negarla.

En 1915, W.E.B. Du Bois publicó un artículo de intervención imprescindible para entender el alcance y el costo de las promesas de las democracias en el período que va de fines del siglo XIX a principios del siglo XX y que nos habla muy de frente hoy, aquí y ahora. El texto se tituló «Las raíces africanas de la guerra» (se refiere a la Primera Guerra Mundial) y salió en The Atlantic Monthly. La pieza es notable por muchas razones; aquí me concentro en la tesis del «nuevo despotismo democrático».

El despotismo democrático nombra la paradoja que Du Bois encuentra en las democracias europeas en los comienzos de la Primera Guerra Mundial. Es de importancia vital estudiarla, advierte el texto, porque

[e]s esta paradoja lo que ha confundido a los filántropos, lo que ha traicionado, curiosamente, a los socialistas y lo que ha reconciliado a los imperialistas y capitanes de la industria con cualquier cantidad de «Democracia». Es una paradoja que permite que en EE.UU. el avance más rápido de la democracia vaya de la mano, en sus mismos centros, con el crecimiento de la aristocracia y aumento del odio hacia las razas más oscuras, que excusa y defiende una inhumanidad que no se detiene ni ante la quema pública de seres humanos.

La paradoja dubosiana de la democracia no radica en el núcleo inestable que tensionan los derechos humanos y la soberanía popular. Su explicación está en el lugar en el que Du Bois la ubica, en un espacio mucho más material, en la unión nacional del capital y el trabajo. La paradoja «se explica fácil», entonces:

El trabajador blanco ha sido invitado a compartir el botín de la explotación de los «chinos y negros» [Du Bois entrecomilla porque usa dos palabras que son insultos racistas]. Ya no es simplemente el príncipe mercante o el monopolio aristocrático, ni siquiera la clase patronal, quien está explotando al mundo: es la nación, una nueva nación democrática compuesta de capital y trabajo unidos.

Du Bois reconoce que los trabajadores blancos de los países europeos que se repartieron África en el nuevo imperialismo todavía no estaban recogiendo la parte del botín que deseaban obtener y les habían prometido, pero una vez que están sentadas las condiciones políticas nacionales para ello, se trata simplemente de una «cuestión de tiempo, inteligencia y habilidad en la negociación» para que lo consigan.

La democracia despótica de las potencias europeas es, así, un método de distribución de la riqueza extraída violentamente de África, de América Latina y de Asia. Pienso que se puede argumentar que el fascismo triunfa cuando el capital consigue explotar a su favor el malestar de los trabajadores blancos que consideran que no consiguen a tiempo su parte esperada de esa riqueza que las conquistas imperialistas les ponen frente a sus narices como una proverbial zanahoria delante del hocico.

También creo que la unidad nacional imperialista de capital y trabajo arruina las posibilidades de articulación popular y trasnacional de luchas sociales, por lo que la unidad capital-trabajo termina operándose siempre en detrimento incluso de esa misma aristocracia de los trabajadores blancos que pensaban beneficiarse de la explotación que el capital nacional ejerce en otros territorios (y en el propio, en nuestro caso). Por esto, la paradoja de los despotismos democráticos de los países imperialistas es aplicable también a las democracias de Estados como el nuestro, es decir, a las democracias enraizadas en Estados coloniales de asentamiento.

En estas condiciones materiales, sociales, éticas y políticas, no solo el énfasis reconciliatorio en el consenso está mal. También el énfasis superficial en el conflicto nos nubla la imaginación política, porque nos oculta que se trata, antes bien, de dominación y explotación. La teoría política del conflicto entre iguales cuya resolución es equivalente en términos de justicia social no es una visión realista de la política para nuestro contexto. La política se trata de cómo desmontar sistemas de opresión y dominación, de un lado, o de cómo seguir reinscribiéndolos, del otro. No es disputa entre iguales, es lucha de clases.

Carestía, deuda y negacionismo

La carestía y la deuda ponen al pueblo y al Estado argentinos en el lugar en el que la lógica del capital planetario necesitaba ponernos: a su disposición para la explotación y el extractivismo. Carestía y deuda responden a la misma necesidad del capital.

A este lugar no hemos llegado recientemente. Las injusticias históricas sobre las que se construyó la Argentina, desde las perpetradas durante la conquista hasta las atrocidades cometidas por los militares y sus socios durante la última dictadura, pasando por los genocidios que están en la génesis misma de la constitución del territorio argentino como Estado nacional, son todas ellas hitos en procesos de acumulación capitalista.

Para entender el alcance y la profundidad de sus consecuencias es necesario concebir las injusticias y violencias opresivas asociadas con los procesos de conquista, esclavización, genocidio, expropiación y desaparición como partes componentes de un gran proceso de desposesión de tierra, trabajo, sentido y agencia política que está empotrado en procesos más amplios de acumulación capitalista global. No podemos pensar los crímenes de la dictadura, los genocidios coloniales y del Estado argentino o los asesinatos actuales por parte de las fuerzas represivas como crímenes aislados, como desviaciones de un mundo más o menos justo, desconectados de la realidad económica, social y política del presente.

Los procesos capitalistas de acumulación y sus violencias históricas establecen patrones de poder y dominación que no son solamente coercitivos, por lo demás. También dan lugar a proyectos civilizatorios que tienen sus propias configuraciones ideológicas. Las disputas por el sentido de los crímenes de la dictadura y los genocidios y la desposesión a los pueblos originarios son en sí mismas luchas materiales que tienen efectos en las dinámicas de las relaciones sociales.

El imperialismo contemporáneo no es el mismo que el que Du Bois analizaba en 1915. El de ahora puede ser entendido como el epifenómeno político de la agencia configuradora del mercado mundial, de sus bases extractivas y productivas, junto con el complejo industrial-militar global, y no ya como el súper poder militar y económico de uno o un par de Estados (aunque es innegable que esta forma de imperialismo de Estados todavía no ha muerto del todo). Este es otro factor que tenemos que asumir al elaborar prácticas y teorías políticas de izquierda en nuestra democracia si vamos a hacer una política responsable.

Sobre todo, debemos tener en cuenta que el significado de «democracia» nunca es unívoco. Debemos reflexionar, entonces, sobre qué elementos se construyó nuestra democracia, tanto la que ahora cumple 40 años como la más vieja e interrumpida. El peligro desdemocratizante de nuestra democracia no se abstrae de la lógica del capital. El peligro es que la democracia se reduzca a la unificación del capital con un sector del campo popular que anule la articulación de las luchas populares, de los trabajadores, de los pueblos originarios y de todos los colectivos marginalizados de la participación política y sacrificados a las ansias de una identificación nacional imposible montada sobre el expolio, la explotación y el genocidio. Las disputas por el sentido están, insisto, intrínsecamente unidas a las luchas sociales.

Nuestro problema es que esta democracia es capitalista y burguesa (y no simplemente liberal), no que es democracia. Pero las amenazas a la democracia no son, hay que repetirlo, externas a ella. Podemos tener conquistas —y las tenemos— pero, en condiciones capitalistas y de una configuración punitiva de la estatalidad, todas ellas (por más sólidas que las creamos) son mucho más frágiles de lo que queremos admitir.

Es agotador no poder bajar nunca los brazos, pero no podemos darnos el lujo de descansar. Si sabemos que la represión de la protesta social y el ajuste solo van a recrudecer, nuestro dilema gira en torno a si dejaremos que el capital siga instrumentalizando la democracia o si, por el contrario, vamos a construir una democracia popular en contra del capital.

Gane quien gane las elecciones generales en octubre, ¿vamos a entregarnos dócilmente a nuestro propio sacrificio en los procesos de acumulación del capital? ¿O vamos a resistirnos y a tomar la historia en nuestras manos? El costo de equivocarnos es demasiado alto. No se trata de una disquisición teórica inane, se trata del derecho a la existencia y el modo en el que cada día su negación engulle a más y más personas que habitan el territorio argentino.