Tesis I

Una nueva etapa de crisis, guerras y también revoluciones. No hay dudas de que hemos entrado en una nueva etapa convulsiva. El clima de «fin de ciclo» permea la economía, la geopolítica, las relaciones entre las clases y los sistemas de ideas. Después de cuatro décadas de hegemonía impuesta sobre la base de duras derrotas —desde las dictaduras latinoamericanas a las huelgas de los controladores aéreos norteamericanos y los mineros británicos—, el orden neoliberal comandado por Estados Unidos está en franca descomposición y quizás haya entrado en una crisis terminal.

Esto, a pesar de que el neoliberalismo evidentemente está atravesando una sobrevida y, como lo reprimido, retorna en los ataques recargados de los gobiernos y las patronales contra las masas populares, desde el «centrista» Emmanuel Macron en Francia hasta el «paleolibertario» Javier Milei en Argentina. El «momento unipolar» del que gozó la potencia norteamericana en la inmediata posguerra fría, acompañado por la promesa de la expansión ilimitada del libre mercado y la democracia liberal, ha quedado en el pasado. Al igual que la ilusión política de una situación evolutiva a perpetuidad.

La crisis capitalista de 2008, la pandemia y la guerra entre Rusia y Ucrania y la OTAN constituyen grandes hitos que colaboraron a evidenciar el agotamiento de ese orden dirigido desde Washington, un orden basado en la extensión de la «globalización» y la «democracia liberal», el trillado «fin de la historia» como última etapa de la evolución de las sociedades capitalistas, que hasta el mismo Fukuyama ya ha dado por muerto.

Las coordenadas estructurales de esta crisis vienen dadas por la decadencia sostenida del liderazgo norteamericano y la emergencia de China como potencia y principal competidor de Estados Unidos. También, por el surgimiento de una serie de potencias intermedias —Brasil, Turquía, la India— con distintas capacidades para perseguir sus intereses nacionales. Han vuelto a escena asimismo las tendencias proteccionistas en los países imperialistas, las rivalidades entre las grandes potencias y la conformación aún inestable de bloques antagónicos (con particular protagonismo de la alianza entre China, Rusia, Corea del Norte e Irán). La guerra retornó al corazón de Europa, combinada con otra guerra de dimensión internacional en Medio Oriente y con un genocidio a cielo abierto perpetrado por el Estado de Israel en Gaza.

El segundo mandato de Donald Trump —y, más en general, el ascenso de diversas variantes de extrema derecha— es a la vez un «síntoma mórbido» y un acelerador de estas tendencias.

Para sintetizar, no estamos aún en los inicios de una «tercera guerra mundial», pero se ha abierto un interregnum peligroso, una suerte de constelación «pre-1914» que le da un nuevo sentido a la caracterización leninista de principios del siglo XX como una época de crisis, guerras y revoluciones en las condiciones del siglo XXI. La discusión en la izquierda no radica tanto en los dos primeros elementos —crisis y guerras—, sino en la perspectiva de la revolución social o la restauración de cierta «normalidad» burguesa.

Tesis II

Crisis orgánica, tendencias cesaristas y polarización asimétrica. El agotamiento del ciclo neoliberal abrió tendencias a la crisis orgánica (o crisis orgánicas directas) ya no solo en los países periféricos —un evento recurrente— sino también en los países centrales. La crisis de hegemonía de los partidos tradicionales, que en sus versiones socialdemócratas (reformistas), liberales y conservadoras, sostuvieron el consenso neoliberal, tiene como trasfondo la profunda polarización social heredada de las condiciones estructurales del neoliberalismo —entre ellas, la desigualdad obscena, un tendal de perdedores de la globalización, la precarización, la fragmentación y la reestructuración de la clase trabajadora— combinada con un incremento de la violencia estatal, el racismo y otras formas de barbarie capitalista.

El virtual hundimiento del llamado «extremo centro» (Tariq Ali) no condujo a un giro homogéneo a derecha o izquierda —que capitalizara en un sentido unívoco este fin de la «pospolítica» neoliberal— sino que dio lugar a una polarización política de igual o mayor intensidad que la observada en el terreno social expresada en el surgimiento de nuevos fenómenos a izquierda y a derecha, la aparición de minorías intensas y la sucesión de gobiernos minoritarios, no hegemónicos, recostados en sus núcleos duros.

Es en este marco de degradación de las democracias liberales y de situaciones que se perciben cada vez más peligrosas y caóticas (y por lo tanto movilizan afectos reaccionarios de sectores atrasados de la población) que aparecen los strongman como Donald Trump, esto es, personajes oscuros que prometen soluciones de fuerza. Tales tendencias cesaristas configuran gobiernos autoritarios o bonapartistas que fuerzan al límite la legalidad de la democracia liberal. La división de poderes es uno de los objetivos: no casualmente en la conversación política en Estados Unidos abundan referencias al peligro de «guerra civil» o a la transformación del segundo mandato de Donald Trump en una dictadura.

Para precisar el fenómeno, sería más correcto hablar en términos de «polarización asimétrica» para usar una categoría que se ha vuelto habitual en la teoría política. En términos descriptivos —y obvios para cualquier observador—, mientras que las expresiones de (extrema) derecha han profundizado su radicalización mediante discursos de odio, xenofobia y autoritarismo, las variantes surgidas a la izquierda del reformismo tradicional han moderado sus posiciones y adoptado como estrategia restaurar el centro burgués, lo que se está demostrando catastrófico.

Nuevamente, el ejemplo más elocuente es la dinámica política en Estados Unidos: mientras que Trump copó el Partido Republicano con su movimiento MAGA (Make America Great Again), la izquierda referenciada en Bernie Sanders y Alexandria Ocasio Cortez y organizada en el Democratic Socialists of America optó por la sumisión al Partido Demócrata, que termina actuando como una máquina de cooptación para contener la radicalización política. Esta izquierda terminó haciendo campaña por Kamala Harris y justificando incluso la complicidad de la candidata demócrata con el genocidio israelí en Gaza con el argumento del «mal menor» frente a Trump.

Tesis III

Fin de ciclo de la (centro) izquierda de gestión estatal y fracaso de la estrategia del «mal menor» | No es posible comprender —y por tanto enfrentar— el avance de la extrema derecha y su llegada al gobierno en diversos países sin hacer un balance crítico de la gran decepción con las experiencias fallidas de las últimas dos décadas con gobiernos capitalistas proclamados «antineoliberales» o «progresistas», como lo fueron los de la llamada Marea Rosa en América Latina.

Sobre este último fenómeno vale aclarar que, si bien estos gobiernos, partidos y coaliciones progresistas y de centroizquierda surgieron como alternativas electorales a la derecha conservadora, y que si bien proponen un capitalismo con cierta regulación estatal frente al neoliberalismo más crudo, no fueron (ni son) una alternativa anticapitalista, de los trabajadores y los sectores populares.

Ante todo, es necesario recordar que los fracasos de esta «izquierda de gestión» del estado capitalista no son producto de un destino manifiesto sino resultado de las opciones estratégicas tomadas, por lo cual, además de las responsabilidades que les caben a quienes hayan conducido a esas derrotas, el camino para combatir la desmoralización empieza por extraer las lecciones correctas de esos intentos fallidos.

Quizás el caso más resonante fue el de Syriza, porque en torno a su llegada al gobierno en 2015 se abrió en la izquierda marxista internacional un debate sobre si aplicaba la táctica de gobierno obrero discutida en el IV Congreso de la Internacional Comunista. Esto ya era un despropósito, empezando por el hecho de que la fórmula de Syriza no se proponía un «gobierno obrero» sino que planteaba genéricamente un gobierno de izquierda o antiajuste.

Como sabemos, la ilusión de Syriza fue fugaz y se desvaneció a los seis meses de asumir, el tiempo que le llevó a Alexis Tsipras capitular ante la troika implementando los fatídicos memorándums del ajuste. Pero quizás la verdadera tragedia fue que el ala izquierda de Syriza, Plataforma de Izquierda, que contaba con 25 diputados, no se había preparado para este momento, a pesar de que, como reconoció tiempo después Sthatis Kouvelakis, tenía como su hipótesis principal la traición de Tsipras.

Con distintos matices, otras variantes de este neorreformismo (menos orgánico y más transitorio que el reformismo clásico), como el gobierno de Gabriel Boric en Chile o la participación de Podemos en el Gobierno español, se inscriben en esta misma lógica y vuelven a confirmar que no hay «posibilidad de utilizar en sentido revolucionario» el estado burgués o algunas de sus instituciones, así sean las más «democráticas», como los parlamentos. Parafraseando a Rosa Luxemburgo en su discusión con E. Bernstein, quienes optan por el camino parlamentario no eligen una vía más pacífica hacia el mismo objetivo que los revolucionarios, sino que, en lugar de luchar por una sociedad nueva, tienen por objetivo hacer cambios superficiales a la vieja.

Los «frentes amplios» o los «cordones sanitarios» para frenar a la derecha reproducen esta lógica con resultados igualmente catastróficos. En Francia, por ejemplo, el Nuevo Frente Popular de Jean-Luc Mélenchon aceptó la estrategia del «frente republicano» en las legislativas de 2024. Pero, pese a haber sacado la mayor cantidad de votos (aunque sin conquistar la mayoría), Macron terminó formando un gobierno que, con el apoyo de la extrema derecha de Marine Le Pen, está llevando adelante un ajuste brutal contra los trabajadores y los sectores populares.

Tesis IV

Lucha de clases, revueltas y revoluciones. Tomando como punto de referencia la crisis capitalista de 2008, podemos contar al menos tres oleadas de lucha de clases más o menos extendidas internacionalmente, aunque con distintos motores y diversos grados de intensidad. La primera, consecuencia casi inmediata de la Gran Recesión, tuvo como punto más álgido la Primavera Árabe, las huelgas generales en Grecia y el surgimiento de los «indignados» en el Estado español. La segunda, con características más «revueltísticas», se inició con la rebelión de los chalecos amarillos en Francia y siguió con el levantamiento de octubre de 2019 en Chile, el de Ecuador y la lucha contra el golpe de Estado en Bolivia. Cuando esta oleada estaba tomando una dinámica de mayor radicalidad, fue interrumpida por la pandemia.

Las consecuencias de la guerra de Ucrania y la pandemia dieron lugar a una tercera oleada con un componente más obrero que las anteriores, como muestra el proceso de huelgas y organización sindical en Estados Unidos, el surgimiento de la llamada «Generación U» (por union [sindicato]). Esta tercera oleada también encontró expresión en las rebeliones inéditas en países fuertemente endeudados contra los gobiernos que aplican planes de austeridad del FMI, como sucedió en Kenia, o en rebeliones juveniles que lograron incluso tumbar gobiernos y abrir la posibilidad de intervención del movimiento obrero, como ocurrió en Bangladesh. También se reflejó en cambios políticos profundos producto del procesamiento de experiencias de la lucha de clases, como la llegada de un «gobierno de izquierda» en Sri Lanka.

En estos años, además, se desarrollaron a nivel internacional grandes movimientos como el de mujeres, movimientos antirracistas y movimientos ambientalistas juveniles. Desde la extrema derecha, estos movimientos han sido ubicados como blanco contra el cual polarizar y generar «batallas culturales», mientras que desde diferentes variantes «progresistas» se ha buscado su institucionalización. Probablemente, lo más novedoso y destacado sea el movimiento en solidaridad con el pueblo palestino protagonizado fundamentalmente por el movimiento estudiantil de los países centrales, que enfrentó (y sigue enfrentando) una dura represión y persecución de los gobiernos cómplices del genocidio del Estado de Israel. Este movimiento ha desarrollado una impronta antimperialista que no se veía desde la lucha contra la guerra de Vietnam.

En síntesis, lo que tenemos es una situación fluida con coyunturas cambiantes en la que destacan fenómenos políticos y de la lucha de clases novedosos, que objetivamente son una contra tendencia al ascenso de la extrema derecha.

Se podría argumentar que ninguno de estos acontecimientos llegó a plantear la posibilidad concreta de una revolución obrera que ponga verdaderamente en peligro el poder burgués. Es cierto que estos procesos fueron contenidos por una combinación de represión y desvío, en la mayoría de los casos con la colaboración de sus direcciones políticas. Pero también es cierto que las clases dominantes no han logrado resolver a su favor la relación de fuerzas por un período histórico y que sus propias divisiones y crisis alentarán nuevos embates de la lucha de clases.

La hipótesis estratégica de la revolución social

En la actual coyuntura prima el ascenso de la extrema derecha, que electoralmente se erigió como vector del descontento de amplias capas sociales, incluidos sectores populares en los que su discurso demagógico antielitista y antipolítico cala particularmente hondo. Este fenómeno expresa (aunque no de manera directa sino con múltiples contradicciones) los intentos cesaristas de la burguesía para revertir a su favor la relación de fuerzas y así poder avanzar en una liquidación de conquistas que le permita rebanar una tajada mayor de la torta.

Pero, a pesar de estos avances, ni la propia derecha —y menos aún la burguesía— considera que ya ha ganado la partida. Como vemos, por ejemplo, en la emergencia del movimiento estudiantil en la Argentina en defensa de la universidad pública contra el ataque brutal del gobierno de Milei, las batallas decisivas están aún por delante, en el sentido de un enfrentamiento de clases más radical que desborde los límites «normales» de la legalidad burguesa.

Si dejamos de lado a la llamada «izquierda conservadora» y a las corrientes tipo «rojipardas» o neoestalinistas que se apropian de algunas demandas de la extrema derecha como las políticas restrictivas a la inmigración y las combinan con la defensa del estado benefactor para disputarle electoralmente sectores atrasados y conservadores, hoy en la izquierda hay dos «hipótesis estratégicas».

Una es la que podríamos llamar de los «frentes antifascistas», que con la lógica malmenorista propone coaliciones (electorales) con sectores del centro burgués para obturar la llegada de la extrema derecha al gobierno. Con ello, posterga para un futuro indeterminado la lucha anticapitalista. Como ejemplos podemos citar el «frente amplio» del PT en Brasil del que participa el PSOL, o el «antitrumpismo» en Estados Unidos. Pero esta estrategia conduce a la desmoralización y facilita el avance de la derecha que, como se ha visto en múltiples experiencias en los últimos años, incluso perdiendo las elecciones, termina imponiendo su agenda y corriendo el mapa político a su favor.

La otra hipótesis estratégica es la que sostenemos desde la izquierda revolucionaria, como hacemos desde el Frente de Izquierda en Argentina. Esta postura plantea que la única forma efectiva de enfrentar y derrotar a la extrema derecha es desde una perspectiva anticapitalista y de independencia de clase, impulsando un frente único y la autoorganización obrera y popular para preparar el camino para la lucha por el poder obrero y la construcción de una sociedad socialista.