Lo que nadie había previsto y hubo también que improvisar fue uno de esos problemas derivados del éxito. Belgrano penó y penó, pero al final batió a los godos en Tucumán. San Martín penó menos, que era un profesional, pero los llenó de dedos en San Lorenzo y en Chile. Y ahí vino la pregunta: ¿qué hacemos con los prisioneros? Que eran unos cuantos, contando con lo que era el ejército del Rey en todas nuestras ciudades, que fue desarmado y confinado.
La solución fue dura, la creación del primer campo de concentración de nuestro país, en medio de la nada de la vieja provincia de Buenos Aires, la que terminaba en el río Salado.
Para 1816, los españoles avanzaban fuerte en un contraataque continental. La declaración de independencia fue un desafío, no una conclusión, y el Directorio de Juan Manuel de Pueyrredón endurece la mano con “los delincuentes que abundan en el pays”, como dice con Y el acta de la época. Además de delincuentes comunes, había desertores en cantidad, que ya habían empezado las levas. Y prisioneros realistas.
La decisión es llevarlos a la frontera sur, lejos de toda posibilidad de rescate por mar o por tierra. Se elige un paraje muy duro cerca de la laguna Kakel Huincul, hoy un paraje muy bonito en el departamento de Maipú. A los prisioneros de rigor, españoles o realistas, se los lleva más allá, a los bajos salobres del río Salado, en tierras áridas y llenas de brusquillas, un arbusto espinoso y pelón. El campo, un fortincito de palo a pique y adobe, pasa a llamarse como Las Bruscas, por el arbustito. En 1817 le cambian el nombre a Santa Elena, pero nadie da bola.
Las Bruscas no era como lo que se vio después, cuando los mismos españoles inventaron el “campo de reconcentración” en Cuba para quitarle apoyo a los rebeldes de fin de siglo, arreando poblaciones enteras adentro de una alambrada. En nuestro primer campo de prisioneros no había cercas por que no había dónde huir. Eran leguas y leguas hasta la costa, leguas y leguas hasta el ejército realista más cercano. Lo único que quedaba cerca era la frontera con los indios independientes, que no sentían mayor aprecio por los godos.
Al llegar, los prisioneros se encontraban que ni celdas había y que se tenían que construir sus ranchos con lo que hubiera a mano. La comida era pésima, carne de yegua la más veces, y la aguada más cercana estaba a unos buenos kilómetros, chapotendo en barriales salobres llenos de cañas. Nadie recibía uniformes de presidiario, nadie recibía ropa alguna, y en cosa de semanas la población carcelaria estaba en harapos.
Félix Luna cuenta la saga de un oficial aragonés, Faustino Ansay, que llegó a Buenos Aires como un joven alférez y para 1810 era coronel y jefe de la frontera sur de Mendoza. Ansay y otros oficiales y funcionarios españoles trataron de ocultar las noticias de la Revolución y de evitar un cabildo abierto. Los realistas esperaban que Santiago de Liniers tuviera éxito en Córdoba con su contrarrevolución y los rescatara, pero el que llegó primero fue un oficial enviado desde Buenos Aires que metió preso a medio mundo, empezando por Ansay.
El coronel, ya cincuentón, iba a pasar las de Caín en los siguientes doce años. Primero le embargaron todo lo que tenía, lo subieron a un caballo y lo mandaron esposado a Buenos Aires, lo que tomó semanas. En el fuerte lo recibió un edecán de Cornelio Saavedra, que le sacó unos pesos y unas joyas que había alcanzado a esconder. Esperó en el calabozo la condena, que fue de diez años de confinamiento en el fin del mundo, o sea Carmen de Patagones, con un estipendio equivalente a un tercio de su sueldo de coronel. Ansay suspiró aliviado, porque no lo iban a fusilar y porque al fin le sacaron los grilletes.
En febrero de 1811, la partida llegó al Río Negro, donde los recibieron bien y se enteraron que los oficiales podían comer con el presidiario en jefe todos los días. Nadie los encerró y hasta les decían vuesamercé, a la antigua. Así pasó un añito tranquilo, hasta que un día llegó un bergantín británico, el Amazonas, y los españoles lo coparon y bien armados ocuparon Carmen de Patagones. Para más suerte, enseguida llegó otro velero, el Queche, cuyo capitán ingenuamente desembarcó, sólo para perder su comando.
Los fugados llegaron sanos y salvos a Montevideo, baluarte realista, donde los recibieron como héroes y hasta les pagaron los dos años de salarios que les debían. Ansay fue designado jefe de la fortaleza del Cerro y se lució con sus incursiones nocturnas para robar ganado y alimentos para la ciudad sitiada. Pero para mediados de junio de 1814, Alvear rindió la ciudad y el coronel volvió a ser prisionero. Para ese entonces, los patriotas conocían las aventuras del aragonés y lo detestaban, con lo que el coronel fue mandado inmediatamente a Buenos Aires. Tras una breve entrevista con el director supremo Gervasio de Posadas, que se ve que quería conocerlo, pasó un mes en el calabozo
De ahí fue a parar a San Miguel de la Guardia del Monte, donde ya se concentraban quinientos prisioneros realistas, luego a Río Cuarto y después a Córdoba, donde había cien prisioneros más, estos traídos de Chile. Los maltratos eran constantes, como las amenazas de muerte y los insultos. En junio de 1816, llegó la orden de trasladar a los prisioneros a Las Bruscas, lo que tardó cincuenta días en carreta.
Al llegar se encontraron con más realistas presos y se pusieron a hacer sus ranchos. Los guardias rotaban cada mes y eran cada vez más violentos, y en sus memorias Ansay recordó los palos en el lomo que les dedicaron sus guardias del regimiento de Pardos y Morenos, especialmente rencorosos con los españoles. El único contacto con el exterior era coimeando a los guardias por algún alimento o una carta, y alguno que otro prisionero pudo hasta comprar un caballo y fugarse. Nadie se molestaba en ir a buscarlo, que el desierto y los mapuches se encargaban, pero el castigo para los que quedaban era ejemplar. Por cada fugado se elegía un prisionero que era llevado a Buenos Aires cubierto de cadenas y puesto a trabajar arreglando calles, todavía encadenado y sometido a la burla pública.
Ansay, enfermo, logró que lo trasladaran a un hospital en la capital en 1820. Con ayuda de “una dama” a la que no mencionó por nombre, logró fugarse, subirse a un barquito y llegar a Colonia del Sacramento, en ese momento ocupada por los portugueses. Menos de un año después estaba de vuelta en Zaragoza.
El campo de Las Bruscas llegó a tener más de mil prisioneros y era tan famoso que hasta en Perú maltrataban a los prisioneros patriotas para retribuir la cortesía. El gran alivio de los confinados era que los distribuyeran como esclavos a las estancias cercanas o los pusieron a trabajar en obras públicas, con suerte en la cercana y naciente Dolores. Era duro, pero se comía mejor y no te daban palos.
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