Buenos Aires // 162 heridos, 64 detenidos y un pueblo conmocionado es el balance, todavía muy provisional, porque, al filo de la medianoche, seguían llegando, cacerolas en mano, miles de personas a la plaza del Congreso donde los diputados, desde las 14 horas y previsiblemente hasta el amanecer, discutían la ley de reforma de previsional que, de salir adelante, supondría una merma significativa de las ya exiguas pensiones jubilatorias.

La reforma previsional forma parte del paquete de políticas de ajuste que el presidente argentino, Mauricio Macri, pretende sacar adelante después de que, en las elecciones legislativas del pasado mes de octubre, la victoria de Cambiemos -la coalición oficialista- le diese números más holgados en las cámaras legislativas. Pero el pueblo argentino no se lo va a poner fácil.

Desde el domingo por la noche estaba vallado el Congreso y cerrado al tráfico. A las 12 horas, y pese a las dificultades de movilidad que impidieron la llegada a multitud de manifestantes, miles de argentinos comenzaron a marchar hacia la sede parlamentaria. Pronto comenzaron los altercados. Las cámaras de televisión registraron el actuar de un grupo de violentos -algunos, señalados por los manifestantes como infiltrados- y varios policías fueron heridos. Pero lo cierto es que una amplísima mayoría marchó pacíficamente contra la reforma.

Como la semana anterior, cuando las calles porteñas vivieron tres jornadas seguidas de intensas movilizaciones, la respuesta policial fue brutal. Balas de goma y gases lacrimógenos, corridas, uso de pintura para identificar a las y los manifestantes; incluso utilizaron gases en el metro. Una “cacería”, según el testimonio que muchos activistas dejaron en las redes sociales sobre estas protestas, que se saldaron con decenas de heridos y detenidos escogidos al azar.

Así lo narra una manifestante: “Nos encerraron en el subte, nos gasearon. Nos quedamos adentro, ahogados. La estación se llenó de policías de la ciudad. Discuto con una que, como todos sus colegas, no tenía identificación. Me dice que tenemos que salir porque está la línea interrumpida. “¡¿Salir a Saenz Peña?!” Le digo yo horrorizada. Hace 5 minutos estaban reprimiendo justo ahí. “Vos me garantizás que no me baleen ahí arriba? ¡Nos estás entregando!”, le grito. Estar ahí abajo era ahogador, insoportable. Decidimos arriesgarnos y salir. Arriba era una verdadera escena post apocalíptica. La avenida de Mayo vacía, muy poca gente caminando anonadada, papeles y botellas en la calle, un gas que te apretaba la garganta y te ardía en los ojos”.

Al final de la tarde, poco a poco, la normalidad iba volviendo a las calles porteñas, y los manifestantes, que se habían escondido en bares, casas de amigos o sedes de organizaciones, volvían a casa. Pero apenas unas horas después, al filo de las diez de la noche, la gente volvió a salir a la calle. Esta vez, espontáneamente, autoconvocados en cada barrio, con las cacerolas en la mano. Y así el pueblo volvió a concentrarse frente a un Congreso donde los diputados seguían debatiendo la reforma de la ley.

Escalada de violencia policial

La represión policial fue en ascenso creciente desde el lunes 11 de diciembre, cuando los porteños comprobaron que el centro había sido tomado por la Gendarmería, una fuerza de seguridad repetidas veces cuestionada por sus métodos violentos -y que hasta ahora no se había visto en el centro porteño, aunque sí en las villas y en el conurbano bonaerense- y que responde a las órdenes de la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Entre el 11 y el 13 de diciembre, Buenos Aires acogía la Cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y, como es ya habitual en este tipo de encuentros, las organizaciones sociales habían convocado una Cumbre de los Pueblos contraria a la globalización capitalista. El martes marcharon y, a pesar de ser pocas columnas y totalmente pacíficas, fueron reprimidas con contundencia por la Gendarmería.

Al día siguiente, el miércoles, el centro porteño seguía militarizado. Un día después estaba prevista la votación de la reforma de la ley previsional, y organizaciones como la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) y Barrios en Pie habían convocado movilizaciones que fueron masivas. La represión fue contundente, no ahorró balas de goma ni el uso de perros. Pero era sólo el aperitivo de la batalla campal que se libró el jueves, cuando manifestaciones masivas se convocaron el día y hora de la votación. La presión de las calles fue tal que se suspendió la votación -hasta ayer lunes-, pero, horas después, la Gendarmería seguía disparando balas de goma y gases pimienta, aunque la gran mayoría de los manifestantes se había desconcentrado. La desproporción de la represión, que dejó decenas de heridos y detenidos, fue cuestionada incluso dentro de las filas de Cambiemos, la coalición a la que pertenece Mauricio Macri. Por eso, ayer fue la Policía de la ciudad la encargada del dispositivo de seguridad. El resultado fue, igualmente, una batalla campal.

Desde el lunes, la ciudad había permanecido militarizada, con la disculpa de la Cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que albergó la capital porteña entre el 11 y el 13 de diciembre. El centro de la ciudad fue literalmente tomado por los efectivos de la Gendarmería, que responde a las órdenes de la cuestionada ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Y las semanas precedentes ya habían saltado las alarmas cuando, en una decisión inédita, las autoridades argentinas negaron la entrada al país a las personas que llegaban para formar parte de la Cumbre de los Pueblos que, en paralelo a las reuniones de la OMC, reunió en Buenos Aires a cientos de activistas y académicos.

Represión y extractivismo

Los hechos se suceden, además, con gran celeridad. Los argentinos no habían terminado de asimilar la aparición del cuerpo sin vida de Santiago Maldonado el 17 de octubre, 80 días después de su desaparición durante la represión de una protesta de la comunidad mapuche en Chubut, cuando el 25 de noviembre murió a causa de una herida de bala, disparada por la espalda de las fuerzas de la Prefectura Naval en Bariloche, el joven mapuche Rafael Nahuel. “Lo que le sucedió a Santiago es una forma de amedrentar, para impedir que se apoye la lucha mapuche. Esto se relaciona con el avance de las fronteras extractivas -el agronegocio, la mina, el fracking-, en el marco de una economía globalizada que recluye a América Latina al papel de explotar y exportar sus recursos naturales”, sostiene la activista Graciela Rodríguez, participante de la Red de Género y Comercio, y enfatiza la voluntad del gobierno de debilitar la protesta social infundiendo miedo.

En tanto sus territorios son ambicionados por las corporaciones extractivistas, las comunidades indígenas y campesinas son las más afectadas por lo que la académica y activista Verónica Gago califica de “nueva caza de brujas”. Gago apunta a la raíz de una disputa que cuenta cinco siglos, pero que se recrudece con la actual dinámica global de financiarización de la economía: el avance sobre el territorio, amparado por el racismo, que aparece “como organizador de una nueva economía de la violencia”. Sólo así se hace posible “que el Estado fusile a un pibe mapuche de 22 años por la espalda y que la vicepresidenta Gabriela Michetti hable de la nueva doctrina de seguridad nacional que otorga ‘el beneficio de la duda’ a las fuerzas de seguridad”. En otras palabras: la desvalorización del pueblo mapuche permite calificar de “terroristas” a quienes defienden sus tierras ancestrales y unos modos de vida autónomos. Pero ese discurso instalado que legitima la violencia estatal avanza ahora contra las clases medias y trabajadoras capitalinas.

En la memoria de muchos están el 19 y 20 de diciembre de 2001: los duros días de movilización social que terminaron con una cuarentena de muertos y un presidente, Fernando de la Rúa, saliendo en helicóptero de la Casa Rosada, mientras una multitud furiosa gritaba: “¡Que se vayan todos!” Aquella crisis siguió a la debacle económica provocada por políticas neoliberales similares a las que pretende consolidar Cambiemos. 2001 fue, también, una demostración de fuerza popular. Ayer, de la mañana a la noche, una multitud, en la capital porteña pero también en otras ciudades del país, manifestó con claridad que el pueblo argentino no está dispuesto a permitir que sus derechos sean avasallados. Ni va a dejarse robar la calle.