Los sentimientos tienen historia. Entenderlos es una tarea que puede abordarse sociológicamente desde un registro que dé cuenta de los cambios: cambios de la situación política, cambios de la perspectiva colectiva; es decir, una nueva mirada sobre una situación que no se modificó. Dicho al revés, un cambio en la perspectiva mayoritaria también contiene un cambio de la situación política.
En todos los casos estas modificaciones admiten mediciones, más o menos rigurosas, que la sociología política contabiliza mediante una batería de encuestas comparadas; estas comparaciones, a lo largo de un cierto tiempo, permiten observar una nueva tendencia. Trampa, gritan tirios y troyanos, oficialistas y opositores, los resultados de las encuestas están predeterminados por los que las pagan, y nadie paga a un encuestador que explica reiteradamente que el candidato en cuestión es un bagre incapaz de mover el amperímetro.
Los encuestadores lo saben, trazan un puente entre lo comunicable al cliente, y la necesidad de conservar un cierto prestigio público. Para que se entienda, no mienten, pero dibujan una parte que sólo en el mejor de los casos resulta una suerte de verdad potencial. Por ejemplo, qué pasa si el comportamiento de la franja que todavía no definió su orientación electoral se vuelca hacia el candidato en cuestión, en una proporción más favorable a la del resto del electorado. Esa zona gris, en un muestreo integrado por muchos millones de indecisos que finalmente no votan, admite ese comportamiento profesional sin vulnerar técnicamente la objetividad metodológica. Claro que finalmente la ciudadanía vota, y en ese punto todas las gambetas y virtuosismos profesionales terminan jugándose a suerte y verdad. Por eso, los encuestadores -para no ser devorados por el mercado- unos segundos antes de la recta final suelen decir la intragable verdad. Si aciertan, siguen en carrera; si fallan, vuelcan.
En ese punto estamos. A la calle no se le escapa que se produjo un viraje en la opinión pública, y que este viraje está determinado por el comportamiento de la “oposición” en el Congreso. Si se quiere la decisión del presidente del Senado de convocar a sesiones mediante una solicitada pública, remite del peor modo a esta restallante novedad: el creciente pantano opositor.
Con los vestidos sin breteles de algunas señoras y con determinadas estrategias políticas suceden cosas parecidas. Se cae, se cae, se cae grita la tribuna ante el generoso escote de Demi Moore. Los más avispados saben que sólo se trata de una hábil estratagema publicitaria, que el vestido se sostiene perfectamente, y que la posibilidad de que la diva quede despechugada ante las cámaras más que un accidente requiere un cambio de guión.
De lo contrario se frustrarán feo; como los especialistas en campañas fuertes lo saben, no tiran del piolín en demasía. Es que si lo hacen obtienen un efecto indeseable, ya que los observadores pasan de la babeante admiración al más enconado resentimiento. Entonces, para evitar semejante desplazamiento hacen saber que se trata de una broma, que ese desnudo de la señora Moore se verá en… ( y ponen el nombre de la película) y obtienen el máximo rédito esperable sin quebrantar el pacto de lectura compartido.
La oposición parlamentaria ni actuó ni actúa de ese modo. Y claro, está pagando las consecuencias. Recapitulemos: el 28 de junio de 2009 el oficialismo recibió una paliza electoral: perdió en todas las grandes ciudades; tras disfrutar de un nivel de respaldo envidiable e ininterrumpido vio la otra cara de la política: un electorado que viraba sin contemplaciones. El motivo era claro: la derrota en el conflicto campero. Derrota que impuso una problemática doble: primero lo obvio, perder no suele ser beneficioso para nadie, y segundo, perder un conflicto (con movilización y corte de ruta, con un enorme impacto inmediato -el temor al desabastecimiento alimentario-), al que se sumó un militante respaldo mediático que avivó los peores disvalores del ciclo menemista. De modo que los poseedores de miles de hectáreas en la Pampa Húmeda recibieron, de los que no poseen una maseta en parte alguna, una inenarrable solidaridad política y electoral.
La oposición se puso a gritar a voz en cuello: se cae, se cae, se cae, mientras invitaba al oficialismo a elegir entre el hara kiri público y el bochorno privado, entre renunciar y ser depuesto por un Parlamento que ya no respondía a las indicaciones de Balcarce 50. Esa y otras letanías se escucharon sin excesivas variantes en los medios masivos de comunicación. Hasta que se votó en el Congreso la ley de medios audiovisuales, y la amplificada tropa opositora comprobó que carecía del caudal de votos requeridos para derrotar la propuesta oficialista.
No importa, sostuvieron, eso sólo sucede porque los nuevos diputados y senadores no ingresaron en el nuevo Congreso. Y finalmente llegó diciembre del 2009 y entraron, modificaron la composición de las comisiones parlamentarias y creyeron que el cielo ya les pertenecía. Tanto que se dieron el lujo de respaldar a un presidente del Central que les creyó, y por tanto decidió no entregar una fracción de sus reservas para la constitución de un fondo para el desendeudamiento.
El destino del golden boy no resultó demasiado glamoroso, y su sucesora conoció un vía crucis que merece una lectura prudente. Arrancó peor que el Patito Feo y terminó como una heroína con capital político propio. Por cierto, no se trata de la peripecia personal de Mercedes Marcó del Pont, sino del cambio de opinión de la compacta mayoría.
Un descubrimiento a voces recorre todos los andariveles de la política nacional, una nueva mayoría detesta más, pero mucho más, a la oposición que al oficialismo, en consecuencia la gestión K incrementó su capital político a dos puntas: decrecimiento de la oposición, revalorización del oficialismo. Con un agregado: no sólo no está dicha la última palabra, sino que los cambios sucesivos dependerán exclusivamente de los resultados.
Comentario