Los militares daban los golpes en defensa de la democracia, nunca por la tiranía. Ellos se consideraban más democráticos que los gobiernos que desalojaban, que habían sido elegidos por el voto ciudadano. No eran los únicos que pensaban así, porque también había un consenso extendido en la sociedad civil, que acompañaba. El golpe contra Perón fue festejado como un triunfo de la libertad, los golpistas se llamaron “la Libertadora”. Cuando voltearon a Illia, ni siquiera lo defendieron los radicales, que además le pusieron ministros al nuevo gobierno militar. Lo del ‘76, del “somos derechos y humanos” y “por algo habrá sido”, es más conocido por más reciente.
Esa idea -sentarse encima de la democracia para defenderla- nunca funcionó. En realidad ese argumento, que fue decisivo durante varias décadas, echó para atrás el reloj de la cultura ciudadana argentina. Salió un país más respetuoso de la fuerza que de lo institucional. Importa la fuerza, muy atrás el contenido, y muchísimo menos lo institucional, que son las reglas de juego, el marco de convivencia.
Con los últimos movimientos y sacudones, la oposición pasó a controlar ahora todos los resortes del Senado, de manera tal que ni siquiera los proyectos del Poder Ejecutivo tendrían dictamen favorable en las comisiones. Es decir: será muy difícil que las propuestas del Ejecutivo lleguen al recinto. Lo mismo sucede en Diputados. La oposición preside la mayoría de las comisiones y tiene mayoría incluso en aquellas donde dejó la presidencia al oficialismo. Pero además tiene al vicepresidente de la Nación, que a su vez es la cabeza de la oposición. El jueves, uno de los titulares de primera plana del diario La Nación reconocía con cierto alivio que ahora hay “una ingobernabilidad menos pavorosa”. “Pavorosa” sería con grandes movilizaciones de protesta en la calle, marchas de los movimientos sociales, de los desocupados o de la CGT pidiendo aumentos salariales o trabajo. “Menos pavorosa” es, para La Nación, la pérdida del Congreso y del presidente del Banco Central por parte de un gobierno que se niega a realizar ajustes para pagar la deuda.
La oposición -desde el menemismo hasta un ala de izquierda que la conforma- asegura que lo hizo porque este gobierno no respeta las instituciones. O sea, se sentaron sobre las instituciones para defenderlas. Es difícil que de ese argumento salga más institucionalidad.
Los grandes medios, que a través de sus analistas incitaron a esta actitud, muestran a la oposición como reaccionando frente al discurso presidencial de apertura de sesiones ordinarias del Congreso, donde Cristina Fernández de Kirchner anunció que había anulado el decreto de creación del Fondo del Bicentenario y al mismo tiempo informó de otros dos decretos cuya finalidad también era utilizar reservas del Banco Central para pagar deuda externa. Desde el punto de vista institucional, tampoco fue muy elegante. El oficialismo, a su vez, asegura que lo hizo porque la oposición le iba a cerrar todas las puertas en el Parlamento. Y tiene razón, porque el acuerdo opositor para copar Diputados y el Senado ya estaba de mucho antes.
En este caso, la oposición dice que llegó a esa medida porque durante mucho tiempo el oficialismo tuvo mayoría propia y no negoció con las minorías. Apuntaron además que el oficialismo no reconocía el resultado de las urnas del 28 de junio del año pasado. Tiene razón en la primera parte, en cuanto a la poca vocación negociadora que ha mostrado el oficialismo. Pero no en la segunda, porque el oficialismo fue la primera minoría en la elección, lo cual no fue respetado en la distribución de responsabilidades parlamentarias.
El heterogéneo bloque opositor se homogeneizó en las primeras decisiones: el rechazo del pliego de Mercedes Marcó del Pont para presidir el Banco Central y la anulación de los decretos, más la remanipulación de las comisiones para incorporar a Carlos Menem. Estas medidas le dan la razón al Gobierno cuando afirma que no tenía margen de negociación. Por lo menos con las fuerzas que vienen trabajando juntas, ya sea el peronismo “disidente” de Carlos Menem o Francisco de Narváez, el PRO de Macri, o la UCR y la CC, que votan juntos y coincidieron en estrategias mediáticas y judiciales.
En el oficialismo se cuidan de separar la idea de negociación de la de cogobierno, que rechazan, y dan como ejemplo la discusión por las retenciones, en la que ante cada concesión que hacía, la oposición le corría el arco. No querían negociar, sino eliminar las retenciones. Y al igual que ahora, legisladores de izquierda que rechazaban al oficialismo porque uno de sus exponentes era el senador Roberto Urquía, propietario de una importante aceitera, terminaron votando junto a Urquía contra el Gobierno. El hecho de fuerza es importante y no el contenido cuando se ponen de acuerdo agrupaciones tan opuestas. La mayoría de ellas plantea la rediscusión del presupuesto para modificar partidas para pagar la deuda, lo cual quiere decir ajustes, despidos y salarios abajo. Y otra parte, más pequeña, reclama no pagar la deuda que se revele ilegítima e ilegal. Desde posiciones tan opuestas, sin embargo se buscan coincidencias. En términos de estrategia política, no se trata de la derrota o el triunfo de una idea o una propuesta, sino del triunfo o la derrota del Gobierno. En realidad, derrotada la propuesta de pagar con reservas, la alternativa que quedaría sería la de pagar con ajuste. La propuesta de Proyecto Sur termina siendo funcional a los neoliberales. Votar en contra del Gobierno a cambio de una comisión investigadora y una promesa es simplemente apoyar la propuesta de sus aliados de la oposición conservadora que, con denuncias penales, parecen empujar el escenario hasta el punto del juicio político. Que un sector de la izquierda se preste otra vez a una maniobra que ya tiene antecedentes contra gobiernos que han tratado de aplicar reformas o cambios resulta sorprendente por la repetición de viejas posiciones.
Seguirles el hilo a las justificaciones es como el cuento de la buena pipa y se puede llegar hasta el origen del Universo. Las consecuencias de esa lógica entre oficialismo y oposición es un país que por primera vez en mucho tiempo no tiene graves problemas económicos, pero que está en permanente crisis política. La discusión sobre lo que debe reconocer cada parte es interminable, pero un gobierno que mantiene la primera minoría no tendría que soportar la presión de un vicepresidente que se pasó a la oposición y no renuncia, o de amparos judiciales que son tomados por jueces evidentemente interesados en incidir en la política. No existen tiempos normales en estos tribunales, donde los jueces apuran o atrasan los trámites según su conveniencia. No son denuncias de delitos o acciones groseras contra la ley. Se trata de discusiones de tipo político o económico sobre las reservas y la deuda, donde los jueces fallan como si fueran una autoridad en la materia, economistas o dirigentes políticos. Por supuesto que los fallos ni siquiera apuntan a los temas de fondo sino a cuestiones menores de procedimiento. Por más que pongan el grito en el cielo y se rasguen las vestiduras, es imposible no ver que desde que empezó la polémica por las reservas, las decisiones de estos jueces elegidos por la oposición tienen consecuencias esencialmente políticas y que lo hacen a conciencia. Y resulta aún menos transparente la defensa corporativa que hacen algunos de sus colegas, en vez de llamarles la atención. Si los jueces quieren intervenir en política, lo lógico es que cuelguen las togas y se afilien a un partido. Cuando la oposición diseñó esta estrategia, Pino Solanas, como parte de ese diseño, también fue con su denuncia. A los radicales y los macristas les dieron trámite enseguida. Pino tuvo prensa, pero poca suerte con su juez. A la oposición le interesa que Pino tenga prensa y levante la mano contra el Gobierno, pero los proyectos de Pino le interesan menos que los del Ejecutivo. Y un veterano como Pino lo sabe.
En la historia democrática ha habido gobiernos que quedaron en situación de desventaja bastante peores que el actual después de elecciones legislativas. Y sin embargo, no hubo trabas parlamentarias ni judiciales para sus medidas de gestión. En ninguno de esos momentos, la oposición, la mayoría de las veces peronista, tomó el poder y la mayoría en todas las comisiones de ambas Cámaras. Incluso en esos momentos se respetaron reglas de juego que a partir de ahora será muy difícil recomponer. Y son las reglas de juego que permiten gobernar. A partir del antecedente que se planteó en estos días, los futuros gobiernos deberán recomponer una ética parlamentaria quebrada.
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