¿Resulta acaso sorprendente que la derecha argentina sienta una cierta inquietud existencial al ser identificada precisamente como de derecha? ¿Está sucediendo un reacomodamiento de piezas en el mapa político de la oposición que parece haber descubierto que la defensa cerrada de las corporaciones económico-mediáticas ya no rinde el rédito esperado? ¿Resulta, tal vez, impresentable quedar pegado a las vicisitudes del inefable Mauricio Macri, que su antiguo socio y colega de herencias busca separarse ostentosamente acusándolo de “derechoso”? Extrañas parábolas que fueron iniciadas, no por De Narváez o algún otro de los peronistas disidentes, sino por Ricardo Alfonsín que, lanzado a la carrera presidencial, percibió que el pequeño Cobos se estaba volviendo cada vez más pequeño y que hacía falta regresar al ilusionismo socialdemócrata para volver a la mística extraviada de los orígenes.
El hijo del padre, hábil a la hora de captar el cambio de atmósfera, hace borrón y cuenta nueva respecto de sus votos nada progresistas en los últimos dos años (votó en contra de todas las leyes de avanzada que se presentaron en el Congreso de la Nación, desde la reestatización jubilatoria, la recuperación de Aerolíneas Argentinas hasta llegar, por supuesto y como gran coronación, al rechazo de la ley de servicios audiovisuales); su objetivo, ahora, es construir su candidatura desde la perspectiva de alguien que se presenta como un genuino exponente del progresismo argentino (de ese que lleva dentro suyo un antiguo gorilismo y que suele desconfiar de la falta de prolijidad del plebeyismo populista, de un progresismo aferrado a lo políticamente correcto, al life style y al sacrosanto temor que desde siempre le han causado las multitudes). Incluso el Grupo Clarín, casi al borde del precipicio y sin saber de qué modo salir de su propio atolladero causado por sus oscuridades impresentables, últimamente se le ha dado por describir las atrocidades cometidas durante la dictadura videlista, focalizando en torturas y desapariciones y como adelanto de un improbable mea culpa.
Nadie quiere, en estos días que corren, salvando los editoriales del siempre liberal-conservador diario de los Mitre, definir su identidad política acercándose peligrosamente a la derecha de la pantalla. Nadie quiere, en estos días de festejos y alegrías heredadas del Bicentenario y que se continúan en estas semanas mundialistas en las que la selección argentina amenaza con transformar en mito a Maradona de la mano de Messi y de un equipo que venía de punto y en un par de partidos ha pasado a ser banca incluso contra gran parte de la prensa nacional, ser presentado como un animal de derecha.
Nadie, en especial aquellos que pelean por una suerte de candidatura peronista neoliberal, desea que les recuerden su ostensible inclinación hacia el poder concentrado y hacia las recetas conservadoras (Macri, de todos ellos, es el que lleva la delantera en una carrera de la que nadie quiere ser el ganador, porque la meta es ser identificado como el heredero de Menem).
Con diversos grados de astucia, y en eso De Narváez demuestra que aprende rápido y que tiene alrededor suyo a un ejército de asesores que permanentemente le susurran cosas al oído, los impresentables de un peronismo prostibulario se afanan por demostrar que ellos nada tienen que ver con ese fantasma horrible que viste los ropajes de la derecha. El problema es que nadie parece creerles porque la foto, por sí sola, es más que elocuente allí donde se presentan juntos Eduardo Duhalde, Rodríguez Saa, Ramón Puerta, De Narváez, Juan Carlos Romero, Felipe Solá y, como haciéndose el distraído, el enigmático y siempre escurridizo ex piloto de Fórmula 1 muy acostumbrado a bajarse del auto antes de llegar a la meta.
Lo cierto es que esta truope que se asemeja a una tienda de los milagros, a la que también hay que agregar al entrerriano Busti y al chubutense Das Neves, sabe que tiene que desmarcarse del espectro que la acosa, un espectro que los lleva directamente hacia lo peor de la última década y que los muestra ocupando sin mediatintas el costado derecho de la política argentina, en especial allí donde el kirchnerismo se ofrece como el heredero de las tradiciones nacional populares del peronismo y desde el radicalismo, y tal vez en alianza con el socialismo santafesino y algo de lo que quede de la coalición cívica, amenaza con expropiar el imaginario progresista y republicano que tanto atrae a la clase media.
Los “federal-peroconservadores” intuyen que los tiempos actuales no llevan los aires de la restauración ni que resulta conveniente, al menos por ahora, mostrarse como lo que efectivamente son y representan.
No deja de ser interesante y algo extraño que al gobierno de Cristina Fernández se lo empiece a correr por izquierda cuando, como sucedió hasta ahora, se lo hizo por derecha y en consonancia con los intereses económicos más concentrados.
Los radicales, pese a las declaraciones inoportunamente reaccionarias y prejuiciosas de Sanz al afirmar que la asignación universal lo único que había logrado es aumentar el consumo de paco y el juego de azar entre los pobres y a la figura cada vez más conservadora de Cobos, parecen haber encontrado en Ricardo Alfonsín la figura que los puede colocar en el andarivel democrático y progresista, ese que parecieron haber olvidado y que, con olvidos de por medio, intentan recuperar en concordancia con socialistas y seguidores de Carrió (la gente de Proyecto Sur no parece estar dispuesta a jugar ese juego de engaños y de diluciones y preferirá, quizás, insistir con Pino Solanas en la soledad de su candidatura). Su jugada es astuta aunque dependerá de la memoria que tenga una parte significativa de la clase media a la hora de elegir repetir más de lo mismo y sabiendo que los radicales han llevado al país hacia el precipicio cada vez que fueron gobierno desde la recuperación de la democracia.
Lo positivo de la emergencia de Alfonsín en detrimento de la de Cobos es que ofrece la oportunidad de que la batalla electoral tienda a girar hacia carriles en los que los adversarios buscarán mostrarse, cada uno, como el mejor exponente de un proyecto de transformación y redistribución en el país. Eso incluso acelera lo que ha caracterizado al kirchnerismo que ha optado, en casi todas las oportunidades, por la profundización y no por el repliegue ante los avances de las corporaciones y de la oposición en esos momentos difíciles que se abrieron desde el voto no positivo del pequeño señor Cobos.
De todos modos, el camino hacia octubre de 2011 es demasiado largo y siendo Argentina un país tan complejo y laberíntico, tan zigzagueante y caprichoso, es aventurado imaginar que el actual escenario se mantenga intocado. Lo que sí parece ser evidente, si se sostiene el crecimiento de Ricardo Alfonsín, es que el mayor desafío al que se enfrentará el kirchnerismo no vendrá desde el seno del peronismo, no será un desafío marcado por la impronta de un neomenemismo o de un conservadurismo duhaldista, sino que adquirirá los rasgos de una alianza neoprogresista heredera, aunque bajo otras circunstancias históricas, de aquella otra alianza que llevó al gobierno a De la Rúa y al Chacho Alvarez con los resultados conocidos y sufridos.
Un progresismo vacío, retóricamente republicano y muy débil ante los poderes económicos se enfrentará al único gobierno democrático que después del 55 logró mantener su modelo pese a los claros avances destituyentes a los que tuvo que enfrentarse a partir de la rebelión gauchócrata. Será cuestión de seguir de cerca este duelo que, por esas extrañas parábolas de la realidad nacional, encuentra a los adversarios tratando de mostrarse como los más consecuentes en la búsqueda de un proyecto progresista.
Lo que al menos sí se sabe es que uno está en el gobierno afanándose por profundizar políticas que mejoren la distribución y el trabajo, a la vez que continúen en la senda de políticas de memoria y justicia, en medio de una brutal crisis económica mundial, y los otros han tratado de bombardear sistemáticamente ese camino aunque ahora se envuelvan en ropajes progresistas.
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