Por: Leandro Morgenfeld
Kissinger fue clave en la relación del imperialismo estadounidense con las dictaduras militares en el Cono Sur. Documentos desclasificados siguen precisando su rol en la cruzada anticomunista de EEUU.
«El país que encontré no es el que publicita la prensa internacional. Su situación es malentendida en Europa y los Estados Unidos […]. El Mundial ha proyectado una excelente imagen de la Argentina hacia el mundo. Es obvio que el país ha obtenido un notable progreso en un lapso muy corto».
Henry Kissinger, revista Somos, N. 92, Buenos Aires, 23 de junio de 1978
Introducción
Kissinger jugó un rol central en la elaboración de la política exterior estadounidense y, en particular, en el vínculo con las dictaduras en el Cono Sur. En el caso de la Argentina, no sólo cuando se produjo el golpe del 24 de marzo de 1976, y él encabezaba el Departamento de Estado, sino en los primeros tiempos del gobierno de James Carter (1977-1981), a pesar de que ya no era funcionario.
Si bien se ha escrito mucho sobre la relación entre la dictadura argentina y el gobierno estadounidense, la reciente desclasificación de nuevos cables diplomáticos permite entender mejor cuáles fueron las distintas líneas en disputa y cómo actuaron antes, durante y después del golpe. Hubo una gran primera desclasificación y entrega de documentos en 2002[2], tras la cual se sumaron la que prometió Obama cuando visitó la Argentina en marzo de 2016 (Nahón, 2016; Morgenfeld, 2018)[3] y, por último, las entregas realizadas por Trump, la última de las cuáles se produjo el 12 de abril de 2019, con más 43.000 fojas nuevas.
Como señala Marcos Lohlé, sobre las más de 59.000 fojas de documentos desclasificados desde 2002:
Contar tantos años después con el contenido de aquellos testimonios y de conversaciones mantenidas entre altos responsables de los dos países, facilita conocer cómo funcionó el sistema de decisiones que produjeron aquellos hechos, muchos que históricamente fueron negados. La transcripción de dichas conversaciones, muchas veces textual, con sus argumentos, aceptaciones y negaciones, cruzada con la evolución que tuvieron esos mismos hechos que conocemos a partir del relato de las víctimas o sus familiares, resulta de un inestimable valor para la justicia, y como ejercicio de Memoria en la reconstrucción histórica que realizan familiares, investigadores, periodistas y especialistas en estudios sobre violaciones a los derechos humanos (Lohlé, 2019).
La Casa Blanca, tras haber apoyado el golpe de Augusto Pinochet contra Salvador Allende, que generó rechazo en muchos países del continente, intentó recomponer las relaciones con América Latina (Rabe, 2012). Nixon y Kissinger, quien en septiembre de 1973 fue nombrado secretario de Estado —aunque ya desde 1969 se desempeñaba en el estratégico cargo de consejero de Seguridad Nacional[4]—, lanzaron un Nuevo Diálogo con la región. Durante el gobierno de Isabel Perón, la relación bilateral fue contradictora. Desde la Casa Rosada se enviaron señales a Washington para mejorar el vínculo, a la vez que se anunciaron ciertas políticas nacionalistas que afectaban importantes negocios estadounidenses. El Fondo Monetario Internacional (FMI) y la banca estadounidense retuvieron créditos destinados a la Argentina que ya habían sido aprobados, hasta asfixiarla financieramente, en las semanas previas al anunciado golpe de Estado (Morgenfeld, 2012b).
El vínculo bilateral dio un giro desde marzo de 1976 cuando, luego de la asunción de Jorge Rafael Videla, se conoció el nombramiento como ministro de economía de José Alfredo Martínez de Hoz, con fluidos vínculos con David Rockefeller —hermano menor del vicepresidente Nelson— y la gran banca estadounidense. El dictador proclamó rápidamente su alineamiento con Occidente y la lucha contra el comunismo, siguiendo la Doctrina de Seguridad Nacional. Sin embargo, tras los primeros meses desde que usurparon el poder, los roces con la Casa Blanca estuvieron a la orden del día, y se incrementaron cuando asumió Carter, en enero del año siguiente.
La figura de Kissinger es clave para entender el rol de Estados Unidos, antes, durante y después del golpe. Los nuevos documentos desclasificados por Estados Unidos desde 2016 arrojan más luz sobre el apoyo de Kissinger a la dictadura, incluso después de haber abandonado el Departamento de Estado, y en particular en el momento de su visita al país en 1978 (Anderson, 2016; Ruiz, 2017; Verbitsky, 2017; Morgenfeld, 2018; Lohlé, 2019; Esquivada, 2019).
Kissinger y la relación argentino-estadounidense antes del golpe
Ni bien asumió, en 1969, Nixon procuró recomponer la relación con América Latina y resolvió enviar al gobernador de New York y ex rival en la interna republicana, Nelson A. Rockefeller, a visitar los países de la región. El viaje, que abarcó 20 países latinoamericanos, generó múltiples protestas y hechos de violencia, que recordaban la dificultosa gira de Nixon por la región en 1958, cuando era vicepresidente (Morgenfeld, 2013 y 2018). Rockefeller elevó un informe tras su periplo, en el que recomendaba que su país disminuyera las restricciones a la ayuda exterior hacia la región y que les otorgara, a los países latinoamericanos, preferencias especiales para acceder con sus exportaciones al mercado estadounidense. Más allá de que Nixon prometió tener en cuenta las demandas planteadas por los gobiernos latinoamericanos, las emanadas del Informe Rockefeller y también las del National Security Study Memorandum N. 15 (julio de 1969, bajo el comando de Kissinger), en realidad la asistencia económica hacia la región se redujo significativamente: en 1971, por ejemplo, fue de sólo 463 millones de dólares, 50% menos que el promedio de la década anterior (Selser, 1971: 117). En el medio de una profunda crisis económica —que llevó a la devaluación del dólar— para Nixon y Kissinger, más allá de las expresiones públicas, América Latina no estaba entre sus prioridades.
En la Argentina, en tanto, después de 7 años de dictadura y 18 de proscripción, volvió el peronismo al poder, tras lo cual se tensaron las relaciones con Washington[5]. Ya en su discurso de asunción, el presidente Héctor Cámpora disparó sus críticas contra el sistema interamericano liderado por Estados Unidos:
…la Organización de los Estados Americanos (OEA) sufre una profunda crisis. Lo que ocurre, en el fondo, es que no ha servido a los fines de la Liberación de nuestros Pueblos, sino que por el contrario ha contribuido a mantenerlos en la dependencia y en el subdesarrollo. Surgida en los momentos álgidos de la guerra fría, ni siquiera se justifica ahora dentro de ese contexto, que debe considerarse totalmente superado por la nueva perspectiva internacional de la coexistencia pacífica y el multipolarismo creciente. Todo indica, como acabamos de señalar, que los problemas latinoamericanos deben ser solucionados en nuestra propia sede…[6]
En esa misma línea, en junio de 1973, en Lima, Argentina planteó que era necesario reestructurar la OEA, debido a que Estados Unidos había alentado la balcanización americana y a que no había confluencia de intereses entre las transnacionales estadounidenses y los países latinoamericanos. El representante argentino, Jorge Vázquez, exigió la revisión del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y pidió también la reincorporación de Cuba, expulsada una década atrás:
La presencia de este pacto militar con una superpotencia como los Estados Unidos constituye un factor de desequilibrio que origina situaciones de sojuzgamiento incompatibles con los principios enunciados en el instrumento constitucional de la Organización de los Estados Americanos. […] El resultado ha sido una cadena de omisiones y abusos que no podemos callar: episodios como el desembarco en la Bahía de los Cochinos, intervención armada en Santo Domingo y la expulsión del gobierno cubano, integran una historia sombría ante la cual sólo cabe avergonzarse.[7]
Además, reconoció los derechos de Panamá sobre el canal interoceánico, ocupado por Estados Unidos desde principios del siglo XX. Esta posición marcadamente anti-estadounidense generó simpatías en América Latina, lo que llevó al gobierno de Nixon a reaccionar con cautela. La respuesta de Washington llegó recién días más tarde, negando que Estados Unidos tuviera las pretensiones hegemónicas denunciadas por Argentina.
El diputado Raúl Lastiri, durante su breve mandato como presidente interino (junio-octubre de 1973), intentó una ligera moderación del perfil confrontativo de su antecesor, aunque las tensiones bilaterales perduraron: Argentina reingresó al Movimiento de los Países No Alineados en septiembre de 1973 —en el que se planteó la reivindicación de Malvinas—, criticó la doctrina estadounidense de seguridad hemisférica y rompió el bloqueo económico que afectaba a Cuba desde hacía más de una década. Durante este gobierno de transición, el ministerio de economía siguió a cargo de José Ber Gelbard, impulsor de los acuerdos comerciales con la isla caribeña y de la profundización de la apertura hacia el Este. En ese breve lapso, en la agenda de las relaciones bilaterales se destacaron cuatro temas: la crítica del encargado de negocios estadounidense a tres proyectos de ley que afectaban las inversiones de su país, el anuncio de Gelbard del otorgamiento de un crédito de 200 millones de dólares a Cuba para comprar automóviles —que rompía por primera vez el embargo establecido en 1962—, la decisión del general Carcagno, jefe del ejército, de retirar la misión militar estadounidense que ocupaba dependencias del Comando en Jefe de su fuerza, y la expansión de las actividades guerrilleras, que incluían el secuestro de directivos extranjeros (Escudé y Cisneros, 2000).
El 12 de octubre de ese año, Perón asumió su tercera presidencia. Si bien mantuvo ciertos límites a los intereses estadounidenses —establecidos en la nueva ley de inversiones extranjeras—, moderó la confrontación y planteó la necesidad de un entendimiento con Estados Unidos, en función de su política de atracción de capitales de las potencias del llamado mundo libre:
Llegado a la presidencia, Perón procuró mantener respecto de Estados Unidos una actitud equidistante que permitiera aumentar el margen de maniobra externo de la Argentina, pero sin llegar al extremo de la confrontación como había ocurrido durante el gobierno de Cámpora. La gestión peronista no dejó de plantear sus diferencias con Washington, pero lo hizo a través del previo consenso con otros países latinoamericanos «críticos» respecto de la política norteamericana, en temas tales como la reincorporación de Cuba o las cuestiones comerciales pendientes entre Estados Unidos y los países de la región (Escudé y Cisneros, 2000).
Profundizando los vínculos con Europa Occidental, a la vez, Perón pretendía conservar cierta autonomía respecto de Estados Unidos. Sin embargo, en este período no faltaron los gestos positivos hacia Washington. Uno de ellos fue la firma en mayo de 1974 de un convenio para la lucha contra el narcotráfico, entre el ministro López Rega y el embajador Robert C. Hill. En el mismo se afirmaba el vínculo entre terrorismo y narcotráfico, en línea con la estrategia de guerra contra las drogas iniciada por la Administración Nixon.
Esta política hacia Estados Unidos coincidió con el anuncio de Kissinger de un Nuevo Diálogo con América Latina, en la Conferencia de Tlatelolco, que reunió a los cancilleres americanos en febrero de 1974. El gobierno de Nixon, para intentar morigerar la reacción anti-estadounidense en el continente, que se había profundizado luego del derrocamiento de Allende, prometió abordar el problema del canal de Panamá y revisar medidas comerciales y financieras que afectaban a los países latinoamericanos, en un contexto de crisis económica internacional y caída de la demanda europea de bienes primarios. Una vez más, se desplegaba una combinación de garrotes y zanahorias. La CIA participó activamente en el derrocamiento en Chile del primer gobierno socialista electo en América y también en el golpe de Estado en Uruguay. Meses después, la Casa Blanca prometía una nueva etapa en la relación con su patio trasero. Lo hacía en un momento de relativa debilidad, producto de su retirada poco honrosa de Vietnam, de la crisis económica y luego del estallido del escándalo Watergate, que terminaría con la renuncia de Nixon.
En octubre de 1973, Kissinger se entrevistó con el canciller Vignes. Expuso las concesiones económicas que estaban dispuestos a realizar en el marco del Nuevo Diálogo y destacó la importancia de Argentina para que la iniciativa llegara a buen puerto, lo cual llevó a su par argentino a pretender erigirse como vocero de América Latina con el aval de la Casa Blanca. En forma similar a lo que había ocurrido con la Alianza del Progreso una década antes, el Nuevo Diálogo nunca fue más allá de la retórica y las promesas, tendientes a aplacar la renovada yanqui-fobia regional. A pesar de ser un gobierno republicano, la doble estrategia de concesiones y presiones no parecía ser muy distinta a la desplegada una década atrás por sus antecesores demócratas, luego de la revolución cubana (Morgenfeld, 2012a):
A partir de la renuncia de Nixon y la asunción de Gerald Ford a la Casa Blanca en agosto de 1974, quedó claro que el «Nuevo Diálogo» era una promesa retórica, vacía de contenido. Ford justificó las actividades de la CIA en el derrocamiento del izquierdista Salvador Allende en Chile e hirió de muerte el «Nuevo Diálogo» cuando aprobó la ley de Comercio Exterior (Trade Bill), que contenía una serie de medidas proteccionistas que discriminaban varios productos exportables latinoamericanos (Escudé y Cisneros, 2000).
Las promesas hechas luego de la gira de Rockefeller, un lustro antes, fueron, entonces, tiradas por la borda.
Durante la primera etapa de la vuelta del peronismo, se profundizó la apertura hacia el Este, iniciada anteriormente:
Fue recién durante el final del gobierno de la Revolución Argentina cuando bajo la dirección del general Alejandro A. Lanusse se inició el proceso llamado de ruptura de las «barreras ideológicas», barreras que tan rígidamente se habían mantenido durante la gestión de los generales Juan C. Onganía y Roberto M Levingston. En junio de 1971 la Argentina y la Unión Soviética suscribieron un Acuerdo Comercial por tres años que establecía la aplicación de la cláusula de la nación más favorecida y una atención muy especial para los productos manufacturados. Si bien sus términos eran exclusivamente económicos, es indudable que el acuerdo del año 1971 tuvo una significación política. Pero será sin duda el año 1974 el que marcará un hito histórico en las relaciones argentino-soviéticas. Ese fue el momento del gran cambio en las tradicionalmente distantes y recelosas relaciones entre Buenos Aires y Moscú; el comienzo de una vinculación comercial que, por razones quizás ajenas a la voluntad de las partes, transformaría a la Unión Soviética en el principal cliente de la Argentina (Lanús, 1984: 110).
Más allá del giro impulsado por Cámpora, Gelbard y Leopoldo Tettamanti —secretario de Relaciones Económicas Internacionales—, el canciller Vignes, desde su asunción, se había opuesto a ese aspecto central de la nueva inserción internacional argentina. Sin embargo, no logró evitar, por ejemplo, la misión comercial que viajó en mayo de 1974 a la Unión Soviética, Polonia, Hungría y Checoslovaquia. Esa orientación se plasmó, un año más tarde, en el inicio de las negociaciones para la firma de un acuerdo entre la Argentina y el Consejo de Ayuda Mutua Económica (COMECON). Estos vínculos económicos y políticos con el bloque socialista generaban pocas simpatías en Washington.
Muerto Perón, su esposa Isabel, ahora a cargo de la presidencia, debió enfrentar una creciente crisis económica, que no hizo sino horadar su frágil base política. Necesitado su gobierno de créditos internacionales, la relación con Washington y con los organismos financieros fue clave. La política exterior se mostró sumamente contradictoria. Hubo un anuncio de nacionalización de las bocas de expendio de combustible, pertenecientes a la anglo-holandesa Shell y la estadounidense Esso, que chocaba con la orientación liberal del Acta Automotriz y con la retracción en relación con la actitud confrontativa respecto a la OEA iniciada durante la gestión de Cámpora. Las contradicciones de la política hacia Estados Unidos se enmarcaban en los propios vaivenes de una política exterior errática:
En síntesis, el nivel de gestión de la política exterior del gobierno de Isabel evidenció las dificultades propias de un régimen constitucional que venía arrastrando serios problemas de funcionamiento desde mucho antes de la asunción de la viuda de Perón a la presidencia. Por cierto, el alto grado de conflictividad facciosa en el seno del partido gobernante —expresado en la violencia política—, la falta de estabilidad política y económica y la capacidad de veto de los grupos de presión —sindicatos, empresarios, sectores agropecuarios, Fuerzas Armadas— no fueron condicionantes exclusivos del período de gobierno de Isabel Perón. Muy por el contrario, estuvieron presentes desde el inicio mismo del régimen, en mayo de 1973, hasta su implosión casi tres años después. No obstante, dichos problemas de origen en la gestión del régimen político interno y en la política exterior de dicho régimen, la capacidad de liderazgo y de arbitraje de Juan Perón permitió moderar sus negativos efectos en la política interna y exterior, hasta su muerte en julio de 1974 (Corigliano, 2007: 76).
Vignes operó para que el embajador argentino en Washington, Alejandro Orfila, fuera nombrado nuevo secretario general de la OEA:
En mayo de 1975, la posición crítica del gobierno argentino ante el rol de la OEA dio indicios de revertirse. Esta actitud estuvo vinculada a la expectativa del canciller Vignes de poder asumir un papel de intermediario entre Estados Unidos y los países de la región partidarios de las reformas del sistema panamericano, y a la posibilidad de que el hasta entonces embajador argentino en Washington, Alejandro Orfila, fuera elegido secretario general de la OEA. El gobierno y los medios de prensa que respondían al partido gobernante festejaron la elección de Orfila en marzo de 1975, en la errónea creencia de que la presencia de una figura argentina con buena imagen en la Casa blanca sería condición suficiente para atraer respaldo político e inversiones de Washington (Escudé y Cisneros, 2000).
En pocos meses, Argentina pasó, entonces, de una suerte de impugnación del organismo, denunciándolo como un instrumento de la política imperialista estadounidense, a negociar para lograr la elección de un diplomático local como máxima autoridad de ese organismo regional. Pero ese inmenso gesto hacia Washington —que resultó beneficioso para el Departamento de Estado, que buscaba distender las relaciones interamericanas— no logró el apoyo político y financiero esperado. La gran banca estadounidense y el FMI retuvieron créditos ya aprobados para la Argentina en los meses finales del caótico gobierno de Isabel Perón, para alentar su agonía e impulsar a los sectores golpistas. Más allá de ciertas prevenciones de diplomáticos estadounidenses y del Capitolio, dominado por los demócratas desde 1975, Kissinger[8] alentó la toma del poder por parte de las fuerzas armadas.
Kissinger y Videla en 1976
El golpe del 24 de marzo de 1976 produjo un giro en la relación con Estados Unidos. No hubo intervención directa de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), como en el caso chileno, pero sí un apoyo político, económico, diplomático y militar a la dictadura. El anuncio del plan de Martínez de Hoz, el 2 de abril, llevó a la Administración Ford a otorgar ayuda financiera a la Junta Militar encabezada por Videla. En los meses siguientes, fluyó también la asistencia militar. El ministro de economía, según la Casa Blanca, era una garantía para los intereses económicos estadounidenses en la región. Y el gobierno de facto, una garantía para el combate contra la subversión. Las fuerzas armadas, después del auge de luchas populares inaugurado por el Cordobazo y del traumático retorno del peronismo, daban seguridades a Kissinger de mantener al país en el rumbo occidental, cristiano y anticomunista. La Junta Militar parecía ser un resguardo para la seguridad nacional de Estados Unidos. Esto era música para los oídos de la administración republicana, a pesar de las voces en el congreso y en el propio Departamento de Estado que tempranamente cuestionaron la violación sistemática de los derechos humanos en Argentina. El gobierno encabezado por Videla, por su parte, quería evitar esas críticas y era consciente de que, siendo un año de elecciones presidenciales en Estados Unidos, se tornaba difícil para la Casa Blanca apoyar públicamente y sin matices a una junta militar responsable de una cruenta represión interna.
Dos días después del golpe se reunieron Kissinger y William D. Rogers, subsecretario de Estado, y debatieron sobre Argentina y la postura que debía tomar la Casa Blanca frente al golpe. Mientras Rogers anticipaba que se derramaría mucha sangre y aconsejaba no apresurarse, Kissinger planteó que los golpistas necesitaban del estímulo estadounidense y no quería dar la idea de que serían hostigados por Washington. Como bien recuerda Jon Lee Anderson en un reciente artículo, Kissinger fue casi inmediatamente advertido por su subalterno:
«Pienso que tendremos que esperar un grado de represión bastante alto, probablemente una gran cantidad de derramamiento de sangre en la Argentina dentro de muy poco tiempo. Pienso que van a aplicar mano muy dura no ya para con los terroristas sino también con los disidentes gremiales y partidos políticos». A lo que Kissinger le contestó: «Entonces tendremos que apoyarlos en todas las posibilidades con que cuenten […] porque realmente los quiero apoyar. No deseo aparecer como que los EEUU los estén acosando…» (Anderson, 2016).
Estas dos posiciones resumían el debate dentro del Departamento de Estado:
Desde el 24 de marzo de 1976 quedaron expresadas dos posturas en el Departamento de Estado respecto al gobierno argentino. A aquellos que apoyaron decididamente la política de la dictadura se opuso la de quienes planteaban que no debían repetirse los errores cometidos en los casos chileno y uruguayo, que le valieron, al Departamento de Estado, quejas del Congreso y la opinión pública (Mazzei, 2013: 22).
En un libro publicado hace casi una década, Marcos Novaro (2011) cuestiona la idea del fuerte apoyo del gobierno de Estados Unidos al golpe, y plantea que, ya bien por la experiencia adquirida tras los golpes en Chile y Uruguay, ya bien porque pocos meses después habría elecciones presidenciales —donde el tema del apoyo a las dictaduras latinoamericanas fue parte del debate entre Ford y Carter—, prevaleció una postura más bien prescindente:
Argentina fue, ya entre 1975 y 1976, un caso aparte en el Cono Sur, tanto debido a la complejidad de los conflictos políticos que la atravesaban, como a la virulencia que había alcanzado en ella el fenómeno de la violencia política, y al menos así fue tratada por parte de una porción de la diplomacia norteamericana; lo que implicó que, más allá de las preferencias pro militares y anticomunistas que la guiaban (especialmente intensas en el caso de su jefe, el secretario de Estado Kissinger), esta mantuviera una actitud que en términos generales podemos denominar «prescindente» frente al golpe de Estado… (Novaro, 2011: 23).
A nuestro juicio, Novaro se circunscribe a las posiciones dentro del Departamento de Estado y soslaya, en cambio, el boicot financiero del FMI al gobierno de Isabel Perón en los meses previos al golpe, y el flujo de créditos que se dio a la Junta Militar en sus primeras semanas. Además, no toma en cuenta que, más allá de las posiciones diferentes en el Departamento de Estado —por ejemplo, las fuertes divergencias entre Kissinger y el propio embajador en Buenos Aires, Robert C. Hill—, en realidad terminó prevaleciendo la posición del jefe de la cancillería estadounidense. Escudé y Cisneros, a diferencia de Novaro, resaltan el fuerte apoyo estadounidense al golpe:
…la emergencia de un gobierno autocrático en la Argentina fue percibida como una salida «necesaria» al caos generado por el gobierno de Isabel Perón. Así, desde Washington, medios de prensa y organismos oficiales emitieron evidentes gestos de la posición favorable de la administración Ford hacia el nuevo gobierno argentino. Un cable proveniente de la capital norteamericana informó acerca de la «buena disposición» con que el Fondo Monetario Internacional saludaba al régimen militar argentino, mencionándose la posibilidad de que el gobierno de Videla obtuviese un crédito stand-by por 300 millones de dólares. A su vez, el propio gobierno de Ford recomendó el envío a los militares argentinos de 49 millones de dólares en concepto de asistencia militar para el año 1977. Por cierto, estos gestos demostraron la positiva repercusión que en las autoridades y los hombres de negocios norteamericanos tuvo el plan liberal del ministro Martínez de Hoz, que apuntaba a la apertura financiera y la atracción del capital extranjero. Desde la óptica de la administración Ford, la política económica de Martínez de Hoz era una «garantía de los intereses de la política económica exterior de los EE.UU.» y el gobierno de Videla constituía «un factor de perfecta estabilización» después de «las luchas con características de casi guerra civil» en los años de las administraciones peronistas (Escudé y Cisneros, 2000).
Ya en junio, por ejemplo, la CIA tenía conocimiento de la existencia del Plan Cóndor, la coordinación represiva con las dictaduras de Argentina, Chile, Bolivia, Perú y Paraguay para el asesinato secreto de perseguidos políticos (Verbitsky, 2017; Lohlé, 2019; Londoño, 2019). Sin embargo, ambas tendencias en el Departamento de Estado caracterizaban a Videla como la línea moderada dentro de la Junta Militar que gobernaba Argentina y eran renuentes a atacarlo directamente, supuestamente para no fortalecer su desplazamiento por parte de la línea dura.
Desde nuestra perspectiva, más que concluir que, a diferencia de los casos de Chile o Uruguay, en el caso argentino primó la política de hands off —de prescindencia o de distancia—, en realidad ocurrió algo similar que una década atrás. En 1966, a pesar de las simpatías para con Onganía, el reconocimiento diplomático de su gobierno se demoró unos días, a diferencia de lo que había ocurrido dos años antes con el golpe contra Joao Goulart en Brasil. Como señalamos en un trabajo anterior (Morgenfeld, 2014), eso respondía a la necesidad de «guardar las formas», o sea de no contradecir tan abiertamente la prédica democrática que acompañaba la Alianza para el Progreso. Lo mismo puede decirse respecto al golpe de 1976. Más que una política de no intromisión, lo que hubo fue un doble discurso por parte de Kissinger, planteando el público la preocupación por la violación de los derechos humanos, y en privado avalando el terrorismo de estado, ya conocido por el Departamento de Estado semanas después del golpe. En las entrevistas entre Kissinger y Guzzetti, en junio y octubre de 1976, el primero respaldó el terrorismo de Estado y hasta sugirió que «hicieran lo que tuvieran que hacer lo más rápidamente posible».
La primera reunión entre los dos jefes de las cancillerías se produjo en Santiago de Chile, el 10 de junio de 1976. En 2004 se desclasificaron las 13 páginas del Memorándum de esa conversación, en la que el secretario de Estado le dijo a su par argentino:
Estamos siguiendo de cerca los eventos en Argentina. Esperamos que al Nuevo gobierno le vaya bien y tenga éxito. Vamos a hacer lo que podamos para que tenga éxito […] Nosotros sabemos que Uds. están atravesando por un período difícil. Resulta un tiempo curioso toda vez que se juntan actividades terroristas, criminales y políticas, sin una separación clara entre sí. Comprendemos que deben ustedes adoptar una posición de autoridad bien clara […]. Si existiesen cosas que deben ser hechas, deberán ustedes hacerla rápidamente[9].
Cuatro meses más tarde, el 7 de octubre, Kissinger se reunió nuevamente con el almirante Guzzetti en el famoso hotel Waldorf Astoria de Nueva York, ocasión en la que volvió a manifestarle al canciller su apoyo:
Nuestra actitud básica es que estamos interesados en que tengan éxito. Tengo una visión a la antigua de que los amigos deben ser apoyados. Lo que no se entiende en EE.UU. es que ustedes tienen una guerra civil. Leemos sobre los problemas de los derechos humanos, pero no el contexto. Cuánto más rápido tengan éxito, mejor (Rosales, 2003).
Estos dichos de Kissinger se conocieron por la desclasificación de documentos diplomáticos impulsada por organismos de derechos humanos y por el National Security Archive desde hace dos décadas y gracias a la ley de libertad de información. Estas transcripciones de las reuniones entre los cancilleres —y también con el secretario de Estado interino Charles Robinson— hicieron explícito el apoyo de la Casa Blanca a la represión ilegal que se estaba desarrollando en la Argentina desde el 24 de marzo.
Guzzetti salió eufórico de la reunión con Kissinger, declarando que contaban con el apoyo de Washington. Esto fue sistemáticamente negado por el secretario de Estado para el Hemisferio Occidental, Harry Shlaudeman («Guzzetti escuchó lo que quiso escuchar»)[10]. Pero los cables[11] confirman que el enviado de Videla efectivamente había recibido el aval explícito de la máxima autoridad del Departamento de Estado:
Carlos Osorio, director del Proyecto de Documentación de la Argentina, del National Security Archive, dijo a LA NACION que los nuevos documentos «no dejan la menor duda de que había dos líneas: una, la oficial y otra, la que mantenían en reserva, como fue el mensaje directo y claro de parte de Kissinger a los militares argentinos. Los militares interpretaron perfectamente lo que habían escuchado», señaló el experto que trabaja en la desclasificación de documentos. Indicó que los nuevos memorándum [2003] no se habían incorporado en la entrega que hizo el Departamento de Estado en agosto del año pasado [2002] y que por ello la historia estaba inconclusa (Rosales, 2003).
Según reportó el propio embajador Hill, esto fue interpretado por el gobierno como una luz verde para avanzar con el terrorismo de estado. Y esta línea política perduró, más allá de las voces disidentes:
El agravamiento de la situación de los derechos humanos multiplicó los reclamos de los congresistas norteamericanos y de una segunda línea del Departamento de Estado que impulsaban sanciones económicas y militares hacia la Argentina. No obstante, se impuso la postura de Kissinger de no importunar a las dictaduras latinoamericanas, consideradas aliadas en la lucha de Occidente contra el Comunismo (Mazzei, 2013: 22-23).
Kissinger era por entonces cada más duramente presionado por el congreso estadounidense, crítico del férreo apoyo que venía otorgando a las dictaduras del Cono Sur desde su asunción como secretario de Estado. Poco antes del recambio político de enero de 1977, el Subcomité sobre Organizaciones Internacionales del Congreso de los Estados Unidos – conocido como Subcomité Fraser[12], que desde 1973 venía haciendo audiencias sobre la situación de los derechos humanos en distintos países de América Latina- invitó a una serie de testigos a declarar sobre el caso de Argentina. Según un documento desclasificado en 2019, esto generó la ira del embajador Hill:
No ha ayudado a nuestros esfuerzos el hecho de que, entre los cinco testigos convocados por el Subcomité Fraser a los que se mencionó en los telegramas de referencia A y B (Rodolfo Puiggrós, Juan Gelman, Gustavo Roca, Lucio Garzón Macedo y Roberto Pizarro), los cuatro primeros son todos miembros o ex miembros del Partido Comunista argentino o del ERP. ¿Son estos testigos objetivos?[13]
Tras criticar esa selección de testigos —indicando que darían argumentos a la junta militar respecto a que las críticas a las violaciones de derechos humanos eran parte de una campaña comunista internacional— el cable de Hill cierra pidiendo al Departamento de Estado que alentara al Subcomité Fraser a convocar a «un puñado de argentinos que, aunque profundamente comprometidos con la defensa de los derechos humanos, no estén tan identificados con la izquierda radical como para perder toda credibilidad como testigos».[14]
Poco antes de la reunión con Guzzetti en New York, Kissinger enviaba a Hill directivas sobre el Plan Cóndor:
… Henry Kissinger envió instrucciones precisas a su embajador en Buenos Aires a través de un telegrama secreto que lleva por título «Plan Cóndor». El 23 de agosto de 1976, Kissinger le pide al embajador Robert Hill que hable con Jorge Rafael Videla el presidente argentino y que le diga que los Estados Unidos se encuentran preparados para intercambiar información sobre la actividad terrorista en cualquier lugar del mundo. El telegrama secreto contiene también instrucciones concretas para sus representaciones en Santiago de Chile, Asunción, La Paz y Montevideo. En el último párrafo, llama la atención que Kissinger alerte sus embajadores, advirtiéndoles que en ningún caso una agencia estadounidense puede señalar individuos para que sean asesinados (Lohlé, 2019).
Este cable, entre otros, confirma la activa participación de Estados Unidos en el plan regional de persecución y exterminio de opositores a las dictaduras. Días después del envío de estas instrucciones, el 21 de septiembre, el ex canciller de Salvador Allende, Orlando Letelier, era asesinado mediante una bomba, en Washington DC, por Michael Townley, agente de la CIA, quien recibía también órdenes del General Pinochet.
Kissinger tras abandonar el Departamento de Estado: la visita de 1978, antes de la CIDH
La situación comenzó a cambiar recién en enero de 1977, cuando los demócratas volvieron al poder. Durante la presidencia de Carter (1977-1981), uno de los ejes de su política exterior fue denunciar la violación de los derechos humanos en determinados países. El flamante mandatario desplegó esta política, en el marco de una estrategia para recomponer la hegemonía norteamericana a nivel global, circunstancia que explica, en parte, la mayor hostilidad de Washington hacia la dictadura argentina. Desde distintos estamentos del gobierno de Carter se condenaron las flagrantes violaciones de los derechos humanos por parte del régimen encabezado por Videla y, desde 1978, se suspendió la ayuda militar a la Argentina (Rapoport y Spiguel, 2005: 57). Claro que había, al menos en Washington, una doble vara. Mientras se sancionaba la represión en Argentina, no se hacía lo propio con la dictadura de Pinochet en Chile, ni había una condena al Plan Cóndor, en el que participaba la propia CIA. Desde la asunción de Carter hubo un giro, desde una óptica supuestamente realista, defendida por Kissinger para justificar sus alianzas con dictadores sudamericanos, hacia una concepción más idealista o principista. Argentina se transformó en un caso testigo para entender los alcances y límites de este viraje de la política exterior estadounidense en general, y de la política hacia América Latina en particular[15].
La posición de Kissinger frente a las dictaduras en la región —en particular el apoyo a Pinochet— fue clave para alentar a los golpistas argentinos en 1976, y luego para sostenerlos en el tiempo, a pesar de las presiones internas y de la oposición que planteaban los demócratas, de cara a las elecciones de noviembre de ese año. Incluso en 1978, cuando arreciaban en Estados Unidos las críticas a Videla por las violaciones de derechos humanos, Kissinger visitó la Argentina, donde se jugaba el Mundial de Fútbol.
Antes de aterrizar, el ex jefe de la cancillería estadounidense declaró ante los periodistas que lo acompañaban: «Siempre quise conocer la Argentina. Por fin llegó la hora de concretar ese anhelo. Por lo pronto, veo que Buenos Aires es, sencillamente, deslumbrante» (Sagaian, 2018). Estuvo en el país durante cinco días, presenciando partidos del Mundial en los estadios de River Plate y de Rosario Central, pero también participando en reuniones, comidas, visitas a instituciones como el Consejo Argentino de Relaciones Internacionales (CARI), en charlas y entrevistas con militares, empresarios, intelectuales y funcionarios de la dictadura, como Martínez de Hoz, quien lo llevó de visita a una estancia en Tandil (Martínez de Hoz, 2014).
Hasta acompañó a Videla a visitar el vestuario visitante, en el polémico partido en el que la selección local terminó venciendo por 6 a 0 a Perú —debía hacerlo por al menos cuatro goles, para avanzar en el torneo—. Así lo recordó en marzo de 2018 el ex jugador peruano José «El Patrón» Velásquez, titular en aquel famoso partido, quien reveló, ante al diario peruano Trome, que hubo cosas raras —como la inclusión en el equipo titular del arquero argentino naturalizado peruano Ramón Quiroga, pese a la oposición de sus compañeros—:
«Videla entró al vestuario con el secretario general de Estados Unidos, Henry Kissinger, supuestamente a desearnos suerte. ¿Qué tenían que hacer ahí? Fue como una manera de presionarnos, para ver a los que se habían vendido». Esta versión fue ratificada por otro integrante de esa selección peruana, Germán Leguía, en declaraciones a Radio Programas de Perú: «Videla entró con Kissinger, nos habló de los hermanos argentinos, nos leyó un comunicado de Morales Bermúdez (dictador de Perú en esa época). Que siempre hemos colaborado, que nos han defendido… Te estaba diciendo que si Argentina no salía campeón reventaba todo» (Hein, 2018).
La presencia del influyente Kissinger en el país, y acompañando al presidente de facto argentino en pleno Campeonato Mundial de Fútbol, implicaba un claro apoyo, que pretendía contrarrestar las presiones de Derian, promoviendo su pérdida de influencia en Washington. La tenaz funcionaria terminaría tiempo después teniendo que alejarse del gobierno (Schmidli, 2013).
El respaldo que implicó esta destacada visita se refleja en los memos emitidos por la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires, desclasificados recientemente: «Kissinger aplaudió los esfuerzos de la Argentina en la lucha contra el terrorismo», señala uno de los comunicados emitidos por el embajador estadounidense Raúl Castro, luego de un almuerzo entre Videla y el ex Secretario de Estado:
Mi principal preocupación es que Kissinger repitió varias veces su satisfacción por la acción desarrollada por la Argentina en pro de aniquilar el terrorismo y que este reconocimiento tal vez haya calado muy profundamente en el pensamiento de quienes lo habían invitado. […] Existiría un cierto grado de peligro de que los argentinos puedan utilizar estas declaraciones laudatorias emitidas por Kissinger como justificativo para endurecer aún más su posición con respecto a los derechos humanos.[16]
En otro de esos comunicados de la embajada estadounidense se señala un apoyo todavía más explícito por parte de Kissinger, en ocasión de la reunión que mantuvo en el CARI: «El gobierno de la Argentina había hecho un trabajo excelente aniquilando a las fuerzas terroristas»[17].
Una vez más, como en 1976, Kissinger avaló el terrorismo de Estado, a pesar de que ya no era funcionario y de que un sector del gobierno de Carter pretendía modificar su política de alianza con la dictadura argentina. Claramente su objetivo era boicotear ese giro parcial en la relación con la dictadura argentina. Y lo hizo poco antes de otra visita clave, la de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en 1979. La visita de Kissinger fue criticada también por Robert Pastor, funcionario del Consejo de Seguridad Nacional, quién escribió en un cable –desclasificado en 2016-: «Los elogios [de Kissinger] al Gobierno argentino en relación a su campaña contra el terrorismo fueron la música que el Gobierno argentino ansiaba escuchar».[18]
Carter ejerció presión sobre Videla de distintas formas: no vendiendo armamentos, limitando la provisión de bienes estratégicos e impulsando una misión de la OEA que llegó al país a recoger acusaciones sobre el terrorismo de Estado. Hubo una negociación entre el gobierno argentino y el Departamento de Estado para aceptar la llegada de esta delegación a cambio de que no realizara un informe demasiado duro contra la Junta Militar (Novaro, 2011: 117-155). Sin embargo, el documento que produjo la CIDH tras la visita dejó muy mal parado al gobierno e incrementó las presiones externas e internas. De todas formas, la gran banca privada, liderada por David Rockefeller, siguió financiando a la Junta, y lo propio ocurrió con el Tesoro estadounidense. De esta forma, continuaron fluyendo los créditos hacia la Argentina. Los contactos de Martínez de Hoz con el gran capital estadounidense, entonces, limitaron las sanciones esbozadas por Carter. Además, en 1979 triunfó en Nicaragua la Revolución Sandinista, con lo cual Washington incrementó la política dura e injerencista, con la excusa del combate contra el comunismo ahora en América Central. En consecuencia, se fortalecieron las críticas estadounidenses al énfasis de Carter en el tema de las violaciones de los derechos humanos por parte de las dictaduras aliadas. La guerra fría, argumentaban los halcones, obligaba a soslayar los excesos de los gobiernos militares en la cruzada contra el peligro rojo.
La visita de la CIDH se concretó entre el 6 y el 20 de septiembre de 1979[19]. Diversas corporaciones se plegaron a la posición oficial de la Junta Militar y respaldaron su accionar en una solicitada, que pretendía contrarrestar las denuncias de los organismos de derechos humanos. La Sociedad Rural Argentina, el Rotary Club de Buenos Aires, el Centro de Exportadores de Cereales, la Cámara Argentina de Frigoríficos, la Federación de Cámaras de Exportadores de la República Argentina, el Centro Argentino de Ingenieros, la Cámara Argentina de Productos Avícolas, la Unión General de Tamberos, el Consejo Empresario Argentino y el Consejo Publicitario Argentino, entre otras entidades, respaldaron públicamente la «lucha antisubversiva» encarada a partir de marzo de 1976. También la denominada «Agrupación Democrática Argentina» repudió el accionar de la CIDH.
Estas expresiones acompañaron la campaña gubernamental que llamaba a la población civil a manifestarse bajo la consigna «Los argentinos somos derechos y humanos». Pese a esta táctica de la dictadura cívico-militar, la visita, esperada por los organismos de derechos humanos, logró dejar asentadas miles de denuncias[20].
Este intento de Videla de «lavarse la cara» ante Estados Unidos y el resto del mundo fue aprovechado por algunos dirigentes de partidos políticos, y también con los sectores de las fuerzas armadas que desaprobaban la táctica de haber aceptado esta visita. Más allá de las intenciones de Videla, la llegada de la CIDH provocó una movilización muy importante, que escapó al control militar y amplificó en el exterior las denuncias por el terrorismo de estado. No casualmente poco después, en octubre de 1980, Adolfo Pérez Esquivel recibiría el Premio Nobel de la Paz y se multiplicarían las presiones internacionales por las sistemáticas violaciones de derechos humanos en Argentina. Internamente, marcó también el inicio de una creciente movilización popular contra la dictadura, que se manifestaría también en la activación sindical, a través del llamado a huelgas y la masiva movilización de marzo de 1982, poco antes del inicio del conflicto de Malvinas.
Tras la vuelta a la Casa Blanca de los republicanos, estos criticaron el supuesto oprobio al que Carter había sometido a la Junta Militar argentina. Durante el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989), el tema de los derechos humanos volvería al terreno de la quiet diplomacy que había cultivado Kissinger: las «observaciones» sobre esta temática sensible debían plantearse a través de canales reservados, no públicos. Dos meses después de asumir, Reagan anunció planes para convencer a los legisladores de derogar la prohibición de vender armamentos y suplementos militares a la Argentina, y en julio de 1981 se terminó con la política de votar en contra de los créditos solicitados por la Casa Rosada en las instituciones financieras internacionales, basada en el tema de los derechos humanos. La línea de Kissinger volvía a imponerse.
Conclusiones
En cuanto a la ponderación de figuras diplomáticas y hacedores de las relaciones internacionales, existe un extendido consenso acerca de la enorme relevancia de Kissinger, quien, al día de hoy, con 97 años, sigue siendo una figura de consulta clave de la Casa Blanca y se ha reunido en más de una ocasión con Donald Trump. Incluso todavía es una voz muy escuchada en el ámbito de los analistas internacionales[21]. En diversos trabajos se analizó el rol que cumplió en la consolidación de las dictaduras del Cono Sur en los años setenta. En el caso específico que abordamos en este texto, y gracias a nuevos documentos diplomáticos desclasificados desde 2016, podemos comprender mejor el papel clave que jugó en dos coyunturas distintas: cuando transitaba sus últimos meses como secretario de Estado, en 1976, y dos años más tarde, cuando hizo valer su influencia para contrarrestar la política exterior de Carter, en particular una de sus líneas, la que encabezaba la secretaria de Derechos Humanos Derian. La tensión y disputa existente entre esas dos líneas para orientar la política exterior de Carter fue aprovechada por la Junta Militar encabezada por Videla, para evitar sanciones y lograr apoyo internacional, en un momento en que empezaban a arreciar las críticas por el terrorismo de estado implementado en Argentina.
A principios de los años setenta, Estados Unidos recrudeció su cruzada anticomunista y contraria también a los nacionalismos en la región. La Casa Blanca, tras haber apoyado el golpe de Pinochet contra Allende, generó rechazo en muchos países del continente. Luego de esta acción, Nixon intentó recomponer las relaciones con América Latina. Kissinger prometió un Nuevo Diálogo con América Latina, que entusiasmó al canciller argentino Vignes, quien se (auto) vislumbraba como un posible mediador entre sus pares de la región y la Casa Blanca. Tras la asunción de Cámpora, se prefiguraba una profundización de la política exterior con tendencia autónoma vinculada a la Tercera Posición (Míguez, 2018). Hubo críticas a la OEA, intentos de romper el bloqueo económico a Cuba, revisar el TIAR y plantear un vínculo más intenso con los países latinoamericanos. Desplazados Cámpora y su canciller, Juan Carlos Puig, durante la gestión de Vignes al frente del Palacio San Martín hubo elementos contradictorios en la relación con Washington y tensiones con otros funcionarios influyentes del gobierno, como el ministro de Economía Gelbard (Vignes, 1982). Ya durante el mandato interino de Lastiri, se morigeraron los choques con la Casa Blanca. Cuando asumió Perón, si bien se mantuvieron los principios de la Tercera Posición, se moderó el enfrentamiento con Estados Unidos, en función del objetivo de atraer al país capitales de ese origen y conseguir mejor acceso al mercado estadounidense para las exportaciones argentinas (tal fue el planteo en el encuentro continental de Tlatelolco, México, en febrero de 1974).
Durante el gobierno de Isabel Perón, y en medio de una profunda crisis económica, la relación bilateral fue contradictoria. Se enviaron señales a la Casa Blanca para mejorar el vínculo —así puede leerse la elección del argentino Orfila al frente de la OEA, luego de que el gobierno argentino hubiera repudiado ese organismo y amenazado con abandonarlo—, a la vez que se anunciaron ciertas políticas nacionalistas que irritaron a Washington. Kissinger, si bien debía cuidar las formas, vio con buenos ojos la llegada al poder de los militares y les facilitó cobertura diplomática y apoyos políticos internos. El vínculo bilateral dio un giro radical desde marzo de 1976. Cuando se conoció el nombramiento del ministro de economía, Martínez de Hoz, con fluidas relaciones con David Rockefeller y la gran banca estadounidense, se sumó el sostenimiento financiero. Videla proclamó rápidamente su alineamiento con Occidente y la lucha contra el comunismo como eje de su gobierno, siguiendo los mandatos de la Doctrina de Seguridad Nacional, lo cual le valió el apoyo de Kissinger. Más allá del acercamiento, hacia el final de la presidencia de Ford, los choques con Washington reaparecerían tras la asunción de Carter, cuando los derechos humanos pasaron a ser uno de los ejes de la política exterior estadounidense y una recurrente fuente de conflicto con la dictadura argentina.
Kissinger fue una pieza clave en el vínculo de Estados Unidos con las fuerzas golpistas en la Argentina, antes, durante y después del 24 de marzo. Y, como mostramos en este artículo, siguió ejerciendo presiones a favor de la dictadura al menos hasta 1978, cuando ya no dirigía el Departamento de Estado y un sector del mismo pretendía sancionar al gobierno militar argentino por las reiteradas violaciones a los derechos humanos. Los documentos desclasificados recientemente aportan novedosas evidencias de la gran influencia de Kissinger, incluso en el breve período en el cual el grupo comandado por Derian tuvo mayor influencia en Washington. Esto muestra la complejidad de los canales diplomáticos, a través de los cuales, por vías formales (en el caso de Kissinger hasta 1976) e informales (ya como ex Secretario de Estado), se expresaban las distintas líneas que pugnaban en Washington para dirimir la orientación de la política estadounidense hacia las dictaduras del Cono Sur, en este caso la Argentina. También observamos cómo operó la Junta militar que entonces gobernaba el país para para aprovechar esas disputas en función de consolidar y legitimar el golpe, primero, y luego de evitar o minimizar las sanciones, después. Las dos entrevistas de Kissinger con Guzzetti en 1976 aportaron al primer objetivo, mientras que su visita en el marco del Mundial de Fútbol permitió lo segundo, anticipándose a la polémica llegada de la CIDH. Incluso en su visita a Buenos Aires, declaró en entrevista con el periodista Bernardo Neustadt que la exitosa represión estatal podía ser un ejemplo para otros países: «No creo que, de ninguna manera, el terrorismo sea un problema argentino. Creo que es un fenómeno internacional. Y la guerra o la lucha que la Argentina tuvo que librar contra el terrorismo es de importancia. No solamente para la Argentina sino para muchos otros países».[22]
El trabajo con la documentación diplomática desclasificada en los últimos años permite profundizar ese conocimiento y matizar la interpretación que subraya la supuesta prescindencia del gobierno estadounidense frente al terrorismo de estado desplegado por la dictadura argentina. Más allá de las dos orientaciones contradictorias que coexistían en Washington, la que terminó imponiéndose es la que propiciaba Kissinger. Como bien documenta Schmidli (2013) cuando analiza el rol de los derechos humanos en la política exterior estadounidense, que permitió modificar la dirección que los halcones impusieron en el Departamento de Estado desde que la doctrina de la seguridad nacional se estableció en los inicios de la guerra fría, el alcance de ese giro, durante la primera mitad de la Administración Carter, fue limitado y breve (Morgenfeld, 2015). En el ascenso, auge y posterior declinación de Derian parece graficarse la fugacidad del lugar destacado que supieron ganar las consideraciones de los derechos humanos en la política trazada por el Departamento de Estado. Sin lugar a dudas, la dictadura supo, durante el Mundial de Fútbol y como bien lo advirtiera el embajador Castro en los cables recientemente desclasificados, aprovechar los vínculos con Kissinger para debilitar lo más posible el ímpetu de ese fugaz giro. El ex secretario de Estado despejó el frente externo de Videla, a la vez que contribuyó a desgastar al grupo que comandaba Derian en el Departamento de Estado.
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Notas
[1] El presente artículo es producto de una investigación en el marco de los proyectos PUE-CONICET: «El estado argentino y sus gestores: trayectorias, identidades y disrupciones, 1852/3-2010. De lo disyunto a lo complejo», PIP-CONICET: «Los condicionantes domésticos de la inserción internacional argentina. Presiones, debates y movilizaciones en torno a la política exterior desde la década de 1960 a la actualidad» y UBACYT: «Política exterior, inserción económica internacional y movilización popular (1966-2016)».
[2] La primera desclasificación se produjo luego de una solicitud por parte de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y el CELS el 16 de agosto de 2000, en ocasión de la visita a la Argentina de la secretaria de Estado Madeleine Albright. Luego el CELS realizó un convenio con la ONG estadounidense National Security Archives –liderada por Carlos Osorio-, especializada en la investigación sobre materiales públicos compartimentados (Verbitsky, 2017). Los documentos desclasificados están disponibles en: <https://nsarchive.gwu.edu/>. Las traducciones de los mismos al español en este artículo son propias.
[3] Sobre los documentos desclasificados por la Administración Obama, Horacio Verbitsky, presidente del CELS, señala críticamente: «La segunda tanda de documentos desclasificados sobre el periodo de la última dictadura argentina no se aparta de una pauta férrea: cuando hay algún elemento significativo sobre cuestiones operativas de la represión, la fuente son las embajadas estadounidenses en distintos países de la región o el Departamento de Estado en Washington, que pese a su nombre se encarga de las relaciones exteriores. Desoyendo el pedido de los organismos argentinos defensores de los Derechos Humanos, comunicado tanto al gobierno argentino como al estadounidense, hay muy pocos documentos de origen militar, de seguridad nacional o inteligencia. Y los pocos que aparecen de la CIA y del Consejo de Seguridad Nacional contienen evaluaciones académicas sobre lineamientos políticos, cuyo interés cuatro décadas más tarde sólo alcanza a los especialistas» (Verbitsky, 2017).
[4] En diciembre de 1973, además, Kissinger recibió el Premio Nobel de la Paz, tras negociar el alto al fuego en Vietnam. Había sido clave, por otra parte, en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con la China de Mao.
[5] Para un balance de la política exterior en el período 1973-1976, véase Míguez (2018).
[6] Citado en La Opinión, Buenos Aires, 26 de mayo de 1973, p. 4.
[7] Discurso del subsecretario Vázquez en sesión plenaria. Tercera Asamblea General de la OEA. Citado en Lanús (1984: 167).
[8] Incluso un memorándum suyo, de diciembre de 1973 ya alertaba que el verdadero riesgo para los intereses estadounidenses en la región no era el comunismo y los grupos insurgentes, sino los gobiernos nacionalistas, impulsores del estatismo y del nacionalismo económico. CIA RECORDS. Memorandum from Henry Kissinger, The White House, for The Director of Central Intelligence «Key Intelligence Questions FY 1974», National Security Council, December 10, 1973. LOC-HAK-453-3-9-6. Citado en Míguez (2018: 43).
[9] El documento completo puede consultarse en Osorio y Costar (2004).
[10] Véase la transcripción del cable completo en <https://nsarchive2.gwu.edu/NSAEBB/NSAEBB104/Doc9%20761022.pdf>.
[11] La transcripción completa de los mismos puede consultarse en Osorio y Costar (2003). Allí también están los cables de las conversaciones previas, de septiembre y octubre, entre el embajador Hill, el ministro Guzzetti y el dictador Videla.
[12] Donald Fraser era el representante demócrata por Minnesota, que impulsó ese subcomité.
[13] Citado en Esquivada (2019).
[14] Citado en Esquivada (2019).
[15] Sobre la política de derechos humanos de Carter y el vínculo Argentina-Estados Unidos durante la dictadura, se recomienda el libro de William Michael Schmidli (2013), reseñado críticamente en Morgenfeld (2015). Reconstruye allí la amplia tarea de Franklin A. «Tex» Harris, funcionario en la embajada en Buenos Aires, quien se transformaría en un gran aliado de la Subsecretaria de Derechos Humanos Patricia Derian para presionar en Estados Unidos en pos del recorte de la ayuda económica y la asistencia militar a la Junta Argentina. Esta ofensiva, sin embargo, se topó con una enorme oposición por parte de la burocracia en Washington, la cúpula empresarial, funcionarios de alta jerarquía de la Administración Carter, el Departamento de Defensa y los medios de comunicación conservadores. Schmidli describe la gran batalla que se dio en torno al voto estadounidense negativo para otorgar créditos a la Argentina en las instituciones financieras internacionales, como el Banco Interamericano de Desarrollo o el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, que forzaron a Videla, por ejemplo, a aceptar la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en septiembre de 1979. Este incremento de la presión sobre la Junta —que se produjo también en un encuentro personal entre Carter y Videla en Panamá—, fue pasajero. En Washington, las críticas de los líderes empresarios, medios conservadores y sus representantes en el Congreso llegaron a su punto máximo, argumentándose que esta política principista enarbolada por Derian y sus acólitos perjudicaba la economía estadounidense: «Exacerbadas [esas críticas] por el creciente déficit en la balanza de pagos y el resurgimiento de la tensión en la guerra fría, hacia la segunda mitad de la presidencia de Carter la agenda de los derechos humanos iría debilitándose en el rubro de las prioridades de la política estadounidense» (Schimidli, 2013: 155). Harris chocó sistemáticamente con su superior, el embajador en Buenos Aires, Raúl Castro, partidario de apoyar a la facción «moderada» de Videla y Viola. Entrevista a Harris realizada por el autor en Buenos Aires, el 26 de marzo de 2016, en ocasión de la visita de Obama a la Argentina.
[16] Document 03 Department of State, «Henry Kissinger Visit to Argentina», Cable Confidencial, 27 de junio de 1978. Disponible en: <https://nsarchive.gwu.edu/dc.html?doc=3010640-Document-03-Department-of-State-Henry-Kissinger>.
[17] Ididem.
[18] Document 04 National Security Council, «Kissinger on Human Rights in Argentina and Latin America», Cable Confidential, 11 de julio de 1978. Disponible en: < https://nsarchive.gwu.edu/briefing-book/southern-cone/2016-08-11/declassified-diplomacy-argentina>.
[19] La delegación de la CIDH la integraban su presidente, el venezolano Andrés Aguilar, el costarricense Luis Timoco Castro, el estadounidense Thomas Farer, el colombiano Marco Monroy Cabral, el brasilero Carlos Alberto Dunshoe de Abranches, el salvadoreño Francisco Bertrand Galindo y el chileno Edmundo Vargas Camaño. En Buenos Aires, se entrevistaron con la Junta Militar, y también, entre otros, con María Estela Martínez de Perón, Lorenzo Miguel y Jacobo Timerman. Ver «Comisión de Derechos Humanos ¿Qué buscan?», Somos 1979 (Buenos Aires), Nº 155, 7 de setiembre, pp. 4-9. Citado en Cisneros y Escudé (2000: 295).
[20] «Cuando el telón comenzó a levantarse» en Página/12 1999 (Buenos Aires) 29 de agosto. Para un análisis más amplio de las reacciones que suscitó esta visita, véase Míguez y Morgenfeld (2017).
[21] Véase, a modo de ejemplo, su análisis del nuevo orden mundial tras la pandemia del COVID-19 (Kissinger, 2020).
[22] Entrevista de Bernardo Neustadt a Henry Kissinger, Tiempo Nuevo, Buenos Aires, 25 de junio de 1978. Transcripta en «Puse un Kissinger en mi vida», en REVISTA EXTRA, AÑO XIV. Nº 157, Buenos Aires, julio 1978. <http://www.bernardoneustadt.org/contenido_547.htm>.
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