Por: Pablo Gandolfo
No hay error ni mala praxis: Milei ejecuta conscientemente una catástrofe social por vía de una estanflación inducida. El poder económico busca desarmar el poder de veto parcial que, con debilidades y retrocesos, el pueblo argentino ha sabido conservar durante medio siglo.
En cada rincón de Argentina una conversación se repite millones de veces, en todas las ciudades y también en los pueblos, siempre acompañada de gestos de asombro: «compré esto y me salió tanto». La Confederación Argentina de la Mediana Empresa difundió esta semana que el índice de ventas minoristas se derrumbó un 28,5% en los dos meses de gobierno de Javier Milei. En alimentos la caída fue aún peor, del 37,1%, y en medicamentos, del 45,8%.
El Fondo Monetario Internacional cambió el signo a su previsión para el 2024 argentino, de un crecimiento proyectado del 2,8% del PBI a una caída del mismo número. ¿Cómo se explica un cambio tan grande? ¿Tan malos son los técnicos del Fondo? ¿Por qué el propio FMI, que apoyaba sin entusiasmo el programa que iba a permitir un crecimiento, ahora apoya con algarabía un programa tan lesivo? No es un error: de eso se trata el plan, un plan que favorece los intereses que el Fondo defiende, intereses que están en contra de los intereses del país.
En los últimos 60 días, los combustibles aumentaron más del 140%. El precio del litro de nafta cuesta veinte centavos de dólar más caro en Argentina que en Estados Unidos. Ese incremento no tiene como contrapartida un aumento análogo de los costos. Es una rentabilidad extraordinaria que se embolsan las petroleras, dinero que se saca del bolsillo de todos los que van a cargar un tanque para trasladarlo a las cuentas de las empresas de hidrocarburos.
La morosidad en el pago de expensas, un rubro que afecta principalmente a la mal llamada «clase media» (mayoritariamente clase trabajadora) se encuentra en niveles récord. Las tarjetas de crédito, cuya utilización crece cuando el salario no alcanza para llegar a fin de mes, fueron beneficiadas con la «liberalización» de los intereses punitorios, que llegan al 500%. Otra mano que entra en el mismo bolsillo y lo traslada ahora a las bóvedas de los bancos.
Detrás de uno de los hits del presidente paleolibertario —«no hay plata»— se escondía una verdad distinta: sus jefes creían que la plata estaba en las manos equivocadas. Desde entonces vagones rebosantes de dinero salen todos los días del bolsillo de los jubilados y de los cuentapropistas, de los trabajadores en blanco y de los informales y, aumentos de precios mediante, van a las cajas fuertes para luego continuar su viaje a las cuentas offshore de las empresas del agronegocio, la energía, los servicios públicos, las prepagas y muchas otras.
En números redondos, 4 millones de personas —sobre un total de 6— perciben la jubilación mínima. Al tipo de cambio oficial, hoy equivale a 123 dólares. Esa cifra alcanza para comprar 7 kilos de café o 5 litros de aceite de oliva. Si el jubilado en cuestión tuviera la mala idea de tener perro, su haber solo permitiría comprar 1,3 bolsas de 18 kilos de un alimento de primera calidad.
En medio de la catástrofe social que transita el país y que Milei procura agravar (no por error, sino por definiciones ideológicas funcionales al sector mas concentrado del capital), el alimento para los animales no parece ser el ejemplo más significativo. Sin embargo, lo es por un detalle: Argentina no produce alimentos para 400 millones de personas, como se suele repetir. Pero sí produce comida para animales, ya sea en forma de forrajes o como insumos para alimento balanceado. Los alimentos para mascotas son poco más que soja, maíz, trigo, arroz y harina de huesos. Todas cosas que el país produce más que lo que necesita, y otras que eran desperdicios a las que se le encontró una utilidad. Entonces, ¿por qué algo tan sencillo sale tan caro?
Desde que asumió el gobierno, y como parte de un paquete de medidas pro monopolios —no promercado—, Javier Milei derogó regulaciones que limitaban las exportaciones de alimentos. Eso redunda en una menor oferta en el mercado nacional y en que las empresas puedan realizar el sueño eterno de la oligarquía terrateniente ahora reencarnada como «agronegocio» (la confluencia de los dueños de la tierra y del capital financiero internacional): alinear los precios nacionales con los internacionales. Se alinean los precios, no los salarios. Un alimento cuesta hoy en Buenos Aires lo mismo que en Madrid, pero los salarios alcanzan para comprar mucho menos.
El poder de compra de un trabajador argentino que cobra 400 euros compite «libremente» con el poder de compra de un trabajador francés que cobra 3500. ¿Quién de los dos se quedará con ese kilo de carne de las mejores vacas de la pampa? La apertura de exportaciones generó un récord en la producción de leche en polvo para ser vendida al exterior. Brindan quienes repiten el mantra acerca de lo bueno que es exportar. Exportar es bueno para quién se queda con esos dólares. Para el resto de los argentinos, la consecuencia es nefasta. La leche fluida, por ejemplo, no solo disminuyó su oferta sino que además aumentó su precio un 35% durante enero.
En alimentos y en petróleo, Argentina se autoabastece y tiene un excedente que se exporta. Alinear los precios nacionales con los internacionales no es una necesidad ni se trata del orden natural de las cosas, tal como pretenden los liberales de todas las cepas virósicas que contagian esa enfermedad intelectual. No utilizar esos dos vectores de competitividad en el marco de una estrategia de desarrollo nacional —es decir, alinear esos dos sectores con los precios internacionales en lugar de apalancarse en ellos para dotar de competitividad a otros— tiene como resultado necesario que una fracción creciente de la sociedad argentina sea estructuralmente marginalizada. Un proceso que registra una ampliación constante desde hace 47 años.
Para poder disfrutar de ese ordenamiento excluyente, el sector más beneficiado debe tomar medidas precautorias. Evitar que los pobres corten calles o, llegado al límite, salgan a robar. Necesitan que el Estado los asista, distribuya comida y que subsidie esto y aquello. Como esa asistencia tiene un costo, mas temprano que tarde pondrán el grito en el cielo: «¿Por qué alimentamos vagos?». Cuando el humor social, pacientemente trabajado por los medios de comunicación masivos como la gota que horada la piedra, llega a ese punto, crece el clamor para que la zanahoria sea reemplazada por el palo.
Allí radica la función política del actual gobierno: pegar y también matar, disciplinar, consolidar un 40% de exclusión y que las víctimas no se quejen, que no corten calles, que solo roben en los lugares permitidos por la policía. Esa es la utopía del capital concentrado nacional y extranjero: un 40% afuera y que no estorben, que permitan que el 1% que se beneficia de ese estado de situación tenga los menores contratiempos en el disfrute de sus riquezas.
Hasta hace dos meses atrás, las organizaciones sociales sabían que 1 millón de personas comían en comedores populares. Al día de hoy no hay cifras confirmadas pero tampoco dudas de que ese número creció mucho, al compás de la ejecución de la catástrofe social planificada. Desde que asumió Javier Milei, se cortó la entrega de alimentos para los comedores. Durante la semana pasada, los movimientos sociales en los que se organiza el sector que bordea la subsistencia fueron al Ministerio de Capital Humano (sí, todo es capital) para reclamar por los alimentos que no llegan a los comedores populares.
La ministra Sandra Petovello se apersonó en la puerta e hizo gala de la banalidad del mal. Como este plan necesita debilitar a las organizaciones para que no haya capacidad de resistencia, dijo que ya no atenderá colectivos sino individuos: «Chicos, los que tienen hambre vengan de a uno, que les voy a anotar el DNI». Ciclópea tarea para una ministra en un país donde la pobreza amenaza con alcanzar el 60%. El columnista de El cohete a la luna, Oscar Campana, se tomó la molestia de calcular el largo de esa fila y el tiempo que le llevaría atenderla: 11.275 kilómetros —la fila podría arrancar en Buenos Aires y terminaría en Vancouver, Canadá— y demandaría 684 años.
Para ilustrar el absurdo proferido, durante este lunes algunas organizaciones hicieron caso a la ministra. La hilera contabilizaba más de 3 kilómetros. Y por supuesto, no los atendió. Pero sí recibió a los representantes de una iglesia evangélica a la que otorgó 170 millones de pesos destinados a asistencia social. Lo que le importa no es entregar el dinero a colectivos o a individuos, sino usarlo para debilitar y desorganizar: que el dinero sirva para facilitar el ajuste. Entregarlo a organizaciones que hagan caridad pero no cuestionen el robo y el saqueo que su gobierno motoriza es considerado una buena forma de gastarlo.
El complemento de esta línea de acción es el despliegue represivo que realizó la ministra de seguridad Patricia Bullrich (que, entre sus muchas adicciones, incluye la de comprar juguetes caros y novedosos en Israel) en las afueras del Congreso mientras se trataba la ahora caída Ley Ómnibus. El Estado, que ya no gasta en zanahorias, ahora gasta en palos y balas de goma. Agustín Laje, un intelectual orgánico de este proyecto que podemos definir como fascismo de mercado —disfrutó de una beca para estudiar contraterrorismo en Washington—, lo enfatizó en un vivo por redes sociales:
Aplaudimos a cada policía que usó su escopeta, sus armas y balas de goma para impactar sobre la piel de estos delincuentes. Y los animamos a que sigan haciéndolo. Lo que merecen son balazos. Respaldemos a nuestra policía. Aplaudámoslos. Que usen sus balas de goma y que les revienten la piel a estos malditos golpistas.
Para tener éxito, Milei necesita calibrar de manera muy precisa el equilibrio de tres factores: la planificación del hambre, el grado de la respuesta represiva y el consenso social ante esa respuesta. En ello jugará su suerte en los próximos meses. La miseria masiva era un dato dado antes de la llegada de este gobierno; la gravedad de la crisis, también. El elenco actual apunta a multiplicarlo, y solo resta conocer su alcance. Esa miseria necesita una grado de represión, y la represión necesita también un grado de consenso. En esos dos factores la incógnita es grande.
¿Cuánta represión? ¿De qué tipo? ¿Cual es el mecanismo efectivo para el ejercicio de la violencia? ¿Solo a través de las fuerzas de seguridad? ¿O acaso hay plafón para poner en marcha un mecanismo protofascista a partir de bandas civiles como sugirió Mauricio Macri? ¿Esas bandas, si fuera posible crearlas, en qué sector social se apoyarían? ¿Conviene aplicar una represión preventiva, un show como el montado por Bullrich durante tres días de la semana pasada, para atemorizar y evitar así que una movilización escale? ¿En qué momento esa represión se puede volver contraproducente y multiplicarla? En medio de estas preguntas, no parece casual que el blanco privilegiado de los balazos de goma en Plaza Congreso hayan sido 32 periodistas. ¿Acaso la ministra Bullrich ordenó dispararles directamente?
Uno de los campos de batalla de esa lucha se da en la franja social que se ubica entre los dos extremos, en especial en los grandes centros urbanos: aquellos que objetivamente son perjudicados por este plan de gobierno pero que, permeados por la acción paciente de los aparatos ideológicos de la clase dominante, asumieron como propios los valores, las concepciones, las ideas y toda una cosmovisión que produce una subjetividad desalineada con el lugar objetivo que ocupan en la sociedad.
La precondición necesaria para que este experimento depredatorio tuviera lugar es una suerte de lobotomía social lograda a partir de una utilización bien planificada de los medios de comunicación masiva y las redes sociales. Allí radica el elemento consensual del ajuste y la represión, el otro gran interrogante que condiciona la estabilidad del gobierno y del proyecto oligárquico-estadounidense. Este límite a su viabilidad se producirá cuando la panza choque con la cabeza, y el interrogante es cuánto tiempo le llevará al estómago reencausar un cerebro desalineado.
Mientras Javier Milei visita Israel, la mejor escuela de fascismo que se consigue en este tiempo, su mentor mediático Alejandro Fantino, realizó su aporte al operativo de relegitimación de las Fuerzas Armadas realizando una inusual entrevista al Jefe del Estado Mayor Conjunto, Brigadier Xavier Julián Isaac. Más significativo, la Vicepresidenta Victoria Villarruel agrega condimentos a la misma receta y no pierde oportunidad para visitar un cuartel.
¿Llegado el caso, será factible utilizar nuevamente a las Fuerzas Armadas para ejercer violencia en contra de la población a la que deben defender, tal como hicieron entre 1930 y 1976, y que los condujo a la ignominia, al desprecio social, al enjuiciamiento y a la cárcel? ¿Las Fuerzas Armadas volverán a hacer lo mismo y volverán a defender el derecho extranjero a saquearnos? ¿Privilegiarán nuevamente los intereses foráneos sobre los nacionales para garantizar que el perrito faldero de Elon Musk le entregue nuestro litio y nuestros satélites? ¿Empuñarán otra vez los fusiles en contra del pueblo y la nación que juraron defender? Para asegurarse de que así sea, Estados Unidos confirmó que enviará de visita al portaviones USS George Washington.
Las coordenadas para enfrentar esta contraofensiva están trazadas. La amplia unidad social que se verifica en estos días, que va desde el peronismo y la CGT hasta las izquierdas en todas sus variantes, es condición necesaria para que la capacidad de veto parcial del pueblo argentino hacia los planes del capital concentrado continúe ejerciendo su poder. El mantenimiento y fortalecimiento de esa amplia unidad tendrá dos condiciones: en primer lugar, la existencia de diálogo sincero y voluntad política por parte de los actores centrales de la oposición; en segundo lugar, dejar de lado cualquier vicio vanguardista, reflejo que suele empañar las acciones de la izquierda.
A su vez, si la unidad social es condición necesaria para la defensiva, la unidad política es imprescindible para trascender las limitaciones que hemos arrastrado durante estas cinco décadas. Mientras no la logremos, aunque podamos construir la capacidad para limitar el saqueo, no tendremos la fuerza suficiente para revertirlo. Y este tipo de unidad necesita de un balance y una autocrítica de lo realizado hasta ahora por parte de todos. Mientras primen el posibilismo de un lado y el vanguardismo del otro, no habrá avance posible.
Muy a su pesar, Javier Milei podría llegar a ser el encargado de abrirnos la puerta hacia una nueva oportunidad histórica. Este tipo de ocasiones no se presentan todos los días, y cuando se las deja pasar sobreviene un largo período de aletargamiento. De la resistencia a las políticas ultraderechistas del nuevo gobierno deberá nacer también el germen de una construcción alternativa.
Comentario