…. más allá de la obligatoriedad del voto. Una buena parte lo hace en forma bastante activa en actos barriales o movilizaciones partidarias. La ciudadanía se involucra en la política, porque a pesar de sus vicios de clientelismos, punterismos y oportunismos, experimenta que es el camino por el que algunas cuestiones vitales pueden resolverse, aunque tantas otras queden pendientes.
Es la política real que vivencia el pueblo en cada circunstancia, con más o menos protagonismo. La que se concreta en cada lugar y momento histórico. Por lo tanto, imperfecta, limitada, relativa, incompleta, parcial. Con todas estas características la política es el instrumento que canaliza necesidades o demandas de los distintos sectores de la sociedad.
Es decir, mediación por la que se hacen realidad, a través de decisiones de gobierno, reivindicaciones que satisfacen necesidades en orden a mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Este es el sentido y la finalidad de la política. Desde su etimología la política está relacionada a los derechos ciudadanos.
Tomar decisiones de gobierno es ejercer el poder desde el Estado. Sin poder y sin Estado no hay política. Quienes obtienen o se hacen del poder -o mejor, lo ejercitan para llegar a la administración del Estado-, direccionan los beneficios hacia los intereses sociales que expresan o representan. El poder ha sido demonizado, sobre datos ciertos de la realidad, como oportunidad de corrupción y abusos, e instrumento de dominación.
Entre estas realidades, existen experiencias positivas de ejercicio del poder del Estado a favor de los intereses populares. La ciudadanía acaba involucrándose en las opciones partidarias porque relaciona los actos electorales con su calidad de vida. Y sabe que desde instancias decisivas del Estado puede modificar favorablemente su vida, si se participa en la decisión para que las políticas que se implementen queden establecidas como “políticas de estado”, es decir integrales, permanentes y con recursos necesarios para llevarlas a la práctica.
Las prácticas políticas de la democracia neoliberal acentuaron el descrédito de la política como instrumento de transformación social. La precarización laboral y las urgencias de la cotidianeidad apartaron a la ciudadanía de la participación. Las jóvenes generaciones se refugiaron en ámbitos como la militancia social; mientras, en otras personas se imponían los valores de la autosatisfacción y el individualismo.
Habiendo padecido estos efectos de los procesos políticos argentinos de las últimas décadas, apreciamos con optimismo el reverdecer de la política. Aunque con limitaciones para instalar una cultura que supere la fragmentación popular, esta nueva realidad se asienta en el mejoramiento de las condiciones sociales que experimentan algunos sectores populares, especialmente por el impacto de ciertas decisiones del Gobierno.
Las dificultades y contradicciones que se perciben en el actual proceso, con actores e intereses diversos y contrapuestos, sirven para comprender que la política, como mediación humana y social, es siempre relativa. Nunca absoluta. Por eso se torna negativa cuando es autoritaria. Admitir esta dialéctica de la política permite entender los procesos en su complejidad, con sus limitaciones; y valorarlos en sus diferentes dimensiones.
Las luchas por el manejo del poder político en el contexto de la disputa de intereses están en la base de las luchas por los derechos humanos. En el origen de las violaciones a los derechos humanos está la lucha política por el poder del Estado para mantener y acrecentar los beneficios de los sectores dominantes.
La gravedad de las violaciones a los derechos humanos expresa el nivel y desarrollo del conflicto social. Los movimientos y organizaciones populares que participaron de la disputa por el poder del Estado para instaurar un modelo de sociedad más inclusivo y justo, se enfrentaron a los poderes dominantes dispuestos a impedir cualquier tipo de cambios.
A partir de la reacción ciudadana -de pequeños pero perseverantes grupos resistentes, especialmente de familiares- ante aquellas tremendas violaciones ocurridas con el terrorismo de estado de 1976, los derechos humanos se incorporaron al discurso y la acción política. El ataque a los derechos básicos de la vida y la libertad centró el reclamo en estos derechos.
Y aunque las primeras luchas antidictatoriales aparecían como “despolitizadas” al responder a esas urgencias del momento, las agudas características de las violaciones a los derechos humanos, por su crueldad y su masividad, no podían explicarse sin que afloraran la identidad política de las víctimas y los trasfondos económicos y sociales del proceso vivido. Esto fue visibilizando el carácter eminentemente político de la lucha. No se trataba de la obra de malvados demonios, ni de una represión sin sentido.
La aplicación del terrorismo de estado respondía a la realidad de las luchas populares tanto en nuestro país como en otras latitudes latinoamericanas, en el marco de la doctrina de la seguridad nacional diseñada por el imperialismo norteamericano. La implantación del terror era imprescindible para la desarticulación de las organizaciones políticas, sindicales, estudiantiles, revolucionarias, etcétera, que mostraban un protagonismo creciente en el cuestionamiento al sistema de explotación capitalista y en la disputa del poder político del Estado para el cambio por un sistema que se definía como socialista, aunque se manifestaran variantes.
Si bien la relevancia de lo último debería matizarse, lo real es que sin un férreo control social de los sectores populares movilizados era imposible la imposición del modelo neoliberal de Martínez de Hoz. Aún así surgieron las nuevas resistencias obreras en plena dictadura, no siempre valoradas en su magnitud y generalmente silenciadas por la prensa.
Las necesidades vitales y las aspiraciones de dignidad que no pudieron aniquilar de la vida de los pueblos, impidió la anulación de esa capacidad siempre presente que emerge de las cenizas. Las parciales y quizás desconectadas experiencias de resistencia fueron avivando el fuego de la vida.
En el contexto político neoliberal de dictadura genocida y democracia condicionada las reflexiones sobre los derechos humanos fueron abarcando e integrando los derechos que motivaron las luchas por las transformaciones sociales y sustentan como memoria las nuevas construcciones políticas.
Por eso afirmamos que “derechos humanos” es el nuevo nombre de la justicia social. Es el carácter netamente político de la lucha por los derechos humanos. Porque no es posible avanzar en mejores condiciones de vida digna para las mayorías empobrecidas, no se puede instalar la vigencia de los derechos humanos de estos sectores, si no es en el marco de la lucha política. Y esto en concreto significa disputa de espacios de poder de las organizaciones populares (en movimientos y partidos) canalizando sus demandas en proyectos políticos, que concretan sus reivindicaciones y protegen sus intereses desde la administración del Estado.
Para esto ha sido fundamental ir estableciendo los derechos humanos como política de Estado. Y en ese marco poner fin a la impunidad, anulando los impedimentos legales que imposibilitaron el juzgamiento y la condena de los autores del terrorismo de estado. Los avances en este aspecto han permitido dimensionar las tramas de complicidades de instituciones y sectores sociales que hicieron posible la ejecución de los crímenes por parte de las Fuerzas Armadas, lo que también indica la complejidad política de los intereses en juego.
En la consolidación de este proceso de justicia, puede afirmarse la calidad institucional de la democracia, mediante la implementación de políticas perdurables que aseguren la justicia y el bienestar de la ciudadanía, poniendo en el centro de las acciones del Estado las urgencias y necesidades de los más empobrecidos. Esta política es la que conecta el ayer del estado terrorista con el hoy de un estado democrático en construcción.
Es necesario para ello que los derechos humanos atraviesen todas las políticas de Estado. La transversalidad debe expresarse en los criterios aplicados a la hora de elaborar planes, programas, organigramas y presupuestos en todas las áreas de gobierno. Arrinconar los derechos humanos en las violaciones del pasado es negar las memorias de luchas de tantos y tantas argentinos/as que apostaron a la justicia social.
Fuente original: www.prensared.com.ar
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