Por: Cecilia González
La improvisación no suele ser un don de los políticos. Y el presidente argentino Alberto Fernández no es la excepción. En pleno recibimiento de su colega español Pedro Sánchez, no tuvo mejor idea que repetir el lugar común de que los argentinos descienden de los barcos, lo que revivió una polémica siempre latente en el país sudamericano.
Porque en Argentina, con más fuerza en Buenos Aires, parte de la población está convencida de que vive en un país descendiente exclusivamente de europeos. Es muy común que hablen de sus padres, madres o abuelos llegados durante el siglo pasado desde España o Italia. En las casi dos décadas que he vivido aquí, me he acostumbrado a que de vez en cuando algún argentino me diga que admira que nosotros hayamos tenido a los mayas o a los aztecas, porque en Argentina “no hubo indígenas” de culturas avanzadas. Si acaso, dicen, “hay en el norte, pero son muy pocos”.
Esta convicción tan arraigada invisibiliza a los 34 pueblos indígenas argentinos –que, a pesar de históricos intentos de exterminio, sobreviven–, a las comunidades afrodescendientes, a los mestizos. A la diversidad.
Esta convicción tan arraigada invisibiliza a los 34 pueblos indígenas argentinos –que, a pesar de históricos intentos de exterminio, sobreviven–, a las comunidades afrodescendientes, a los mestizos. A la diversidad.
Fortalece así el ideario de una nación blanca excepcional en América Latina. Es una falsa premisa que abona al racismo y a la discriminación que persisten en la región.
La desafortunada cita, que Fernández adjudicó al poeta mexicano Octavio Paz pero en realidad era una canción del Lito Nebbia, provocó airadas reacciones externas porque mencionaba que “los mexicanos vienen de los indios y los brasileños, de la selva”, pero quienes se ofenden en esos países bien podrían hacer una autocrítica sobre la concepción y trato hacia sus poblaciones indígenas. Más allá del gastado discurso de supuesto orgullo por el “crisol de razas”, estos pueblos todavía están muy lejos del reconocimiento y el respeto a sus derechos.
En Argentina, como es costumbre, estalló la impostada indignación opositora. De manera paradójica, los mismos que durante el Gobierno de Mauricio Macri estigmatizaron a los mapuches y, en el colmo del absurdo, los acusaron de ser terroristas, anarquistas y separatistas entrenados en Venezuela y Cuba financiados por ingleses, las FARC, la guerrilla kurda y ETA, mostraban su horror por el pifie presidencial. Unos, más preocupados por haber “ofendido” a México y a Brasil o por “la ignorancia” de Fernández. Otros, con un repentino y desconocido fervor hacia los pueblos originarios.
Sólo faltó que Patricia Bullrich –la dirigente que usa y abusa políticamente de cualquier tema que afecte al Gobierno peronista– viajara a alguna comunidad a sacarse fotos con indígenas para mostrarles su “apoyo”. Pero tanto no podía exagerar.
O quizá sí. Como Macri, el expresidente que durante una Cumbre en Davos también llegó a decir que todos los sudamericanos descendían de Europa y que, en plena sobreactuación, se disculpó con Jair Bolsonaro por los dichos de Fernández. Seguro no sabe que líderes indígenas ya denunciaron al presidente brasileño ante la Corte Penal Internacional de La Haya. Lo acusan de crímenes de lesa humanidad por los asesinatos, la persecución y el daño ambiental a sus territorios que padecen de manera permanente.
Y entonces, ¿de dónde “vienen”?
Más allá de estereotipos, lugares comunes y percepciones, el último censo realizado en Argentina (2010) reporta que el 2,4 % de la población se reconoce como perteneciente o descendiente de un pueblo indígena, y el 0,4 %, como afro. Los datos duros parecerían confirmar el prejuicio del origen naviero.
Sólo que, cinco años antes, un estudio del Servicio de Huellas Digitales Genéticas de la Universidad de Buenos Aires ya había descubierto que el 56 % de la población tiene antepasados indígenas. Así lo demostraba un análisis de 12.000 muestras de ADN. El 10 %, además, era indígena puro. La sorpresa fue total, pero ni así se derrumbaron los mitos europeizantes repetidos por el presidente.
Un estudio del Servicio de Huellas Digitales Genéticas de la Universidad de Buenos Aires ya había descubierto que el 56 % de la población tiene antepasados indígenas. Así lo demostraba un análisis de 12.000 muestras de ADN. El 10 %, además, era indígena puro. La sorpresa fue total, pero ni así se derrumbaron los mitos europeizantes repetidos por el presidente.
“Fue posible reinterpretar conceptos, como el del origen estrictamente europeo de los argentinos, que demostraron ser erróneos a la luz de la información genética analizada”, explicó Daniel Corach, prestigioso científico y uno de los autores del Mapa Genético Argentino. En un artículo, precisó que la población que llegó primero a este territorio descendía de inmigrantes asiáticos que ingresaron a América hace más de 20.000 años. Cuando arribaron los conquistadores españoles, había unos 30 grupos étnicos.
Los colonizadores también trajeron a esclavos africanos. Así, durante los casi tres siglos de dominación española la población local se compuso de indígenas, mestizos (nativo americano y europeo), mulatos (africano y europeo), zambos (nativo americano y africano), europeos, criollos (descendientes de europeos nacidos aquí), africanos y afro descendientes. Había heterogeneidad.
El germen de la idea de que los argentinos “vienen de los barcos” fueron las oleadas migratorias promovidas por gobiernos argentinos, en los siglos XIX y XX, que permitieron recibir a unos 3,5 millones de ciudadanos europeos con el fin de “poblar” el país.
Los pueblos originarios, mientras tanto, ya habían sufrido la Campaña del Desierto, como se bautizaron los intentos de exterminio. Los sobrevivientes fueron ignorados por los recién llegados, pero sus descendientes aquí siguen, en pie de lucha.
Resistencia
“Lo que bajó de los barcos fue el genocidio”. Así de contundente es Moira Millán, weychafe (guerrera) mapuche y referente del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir, que el mes pasado realizó una histórica caminata hacia Buenos Aires en la que participaron luchadoras de 36 naciones originarias.
“Nunca, jamás ningún gobierno ha asumido la verdad: que la plurinacionalidad de los territorios se ha sostenido a pesar de los intentos genocidas y nuestra existencia ha perdurado como provocación a sus intentos fallidos de blanquear el componente poblacional de los territorios invadidos”, explica en un texto escrito a propósito de la desafortunada frase presidencial que reafirma el espíritu europeísta de Argentina.
“Desprecia lo indígena porque le plantea umbrales epistemológicos incomprensibles para una lógica atrapada en el reduccionismo existencialista. ¿Cómo pueden entender nuestro mundo vinculado a raíces profundas en territorios milenarios, quienes tienen sus pies navegando en las aguas lejanas de otro continente? ¿Cómo pueden amar con la misma entrega que nosotras, mujeres indígenas, la tierra que pisan?”, cuestiona.
Si los argentinos vienen de los barcos, advierte Millán, “entonces tendrán derechos sobre los mares y nosotras, las naciones indígenas, sobre los territorios”.
Si los argentinos vienen de los barcos, advierte Millán, “entonces tendrán derechos sobre los mares y nosotras, las naciones indígenas, sobre los territorios”.
El negacionismo como política de estado ha sido y es genocida, insiste, a pesar de que la omisión o negación de un conflicto ni lo desaparece, ni lo resuelve, sólo lo profundiza.
Por eso, considera que Argentina tendrá que replantear su relación con las naciones indígenas a las que ha invadido: “No se puede seguir sosteniendo la absurda narrativa de que Argentina se constituye sólo de los que descendieron de los barcos, porque llegará el día en que ese Estado que nos niega, que nos obliga a vivir nuestra identidad de manera clandestina, que nos despoja de todo derecho, nos verá unidos como pueblos y organizados como naciones milenarias, recuperando lo que nos ha sido arrebatado”.
Después de lo ocurrido esta semana, la transformación de esos vínculos parecería una tarea todavía más necesaria y, sobre todo, urgente.
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