Por Alina Manrique /
Fuentes: La barra espaciadora -Foto: Prensa Latina
El objetivo común no puede ser regresar a la vida que llevábamos. La pandemia suponía un punto de inflexión, un giro radical en ciertos aspectos de nuestra convivencia, aunque no todos tengan que ver con medicamentos ni vacunas.
“Este país no tiene memoria. Mañana volverán a gritarme, si no puedo ayudarlos, ‘por mí tragas’, ‘yo te pago el sueldo’, y cosas por el estilo”.
Lo dijo con tanta seguridad que no me atreví a cuestionarlo en voz alta. Pero pensé que con más de un millón de vidas perdidas en todo el planeta y un tercio de la población mundial en confinamiento por varios meses, el 2020 quedaría en nuestra memoria como un año de reinicio. Y que ese contradictorio concepto de la “nueva normalidad” significaba que volveríamos a hacer lo mismo, pero con componentes nuevos. Con las lecciones aprendidas.
Me equivoqué. Más allá de la indolencia del Gobierno con los médicos posgradistas y con los profesores -que presionaron en las calles hasta conseguir una respuesta decente- me asombra la voracidad con la que los ecuatorianos parecen haber emprendido esta reactivación. En Guayaquil (sí, la ciudad que fue asolada por el nuevo coronavirus en marzo y abril) ya circulaban más de 400 mil vehículos antes de que finalizara el estado de excepción. Es decir, más del 80% del parque automotor, cuando solo debía circular el 50%.
Esta ansiedad por volver a la vida de antes, la de los conciertos, la de los partidos de fútbol y las playas abarrotadas, nos ha hecho caer en una amnesia colectiva cada vez más palpable. Primero, nos caló demasiado hondo la narrativa de la incertidumbre, la del miedo al enemigo invisible, que nos hizo no pedir respuestas a quienes debían darlas. Hoy, la narrativa que consumimos a diario es la del sálvese quien pueda. Tal y como antes.
El objetivo común no puede ser regresar a la vida que llevábamos. La pandemia suponía un punto de inflexión, un giro radical en ciertos aspectos de nuestra convivencia, aunque no todos tengan que ver con medicamentos ni vacunas.
La soledad de la mascarilla iba a incentivar nuevas formas de conectar con otros y con nosotros mismos cuando el contacto físico y las sonrisas son escasos. Debíamos ganar en esas pequeñas muestras de respeto por el tiempo y el espacio de los otros (los ciclistas, los usuarios del transporte público) y, si por lo menos alguna vez nos acordamos de quienes viven en zonas en guerra, entre la incertidumbre y la escasez, habríamos aprendido algo.
¿Qué pasó con los debates que íbamos a poner sobre la mesa, como ciudadanos partícipes de una democracia normal?: La protección de los datos personales en plataformas digitales, las profundas desigualdades sociales (de género, de las personas con discapacidad, de las personas afro y las comunidades LGBTI), el acceso a internet, la eficiencia del teletrabajo, la nutrición consciente impulsada por políticas gubernamentales, las áreas verdes para el ejercicio y la convivencia entre los actores de las zonas urbanas y rurales.
Todos son temas colectivos, porque este mundo y este país lo compartimos. Al menos eso no podemos olvidarlo.
Fuente: https://www.labarraespaciadora.com/editorial/el-pais-de-la-mala-memoria-opinion/
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