Diez años después de haber aprobado una nueva Constitución mediante referéndum popular, Ecuador ha entrado en un periodo de vacancia constitucional. Aunque parezca inverosímil, los nueve jueces de la Corte Constitucional fueron cesados definitivamente el pasado de 31 de agosto y sus reemplazos tan solo serán designados dentro de 60 días. Mientras tanto, la máxima instancia de interpretación de la Constitución está paralizada. ¿Qué implicaciones tiene esto para la institucionalidad democrática y la garantía de derechos? ¿Cómo se dio paso a esta situación?
El pasado 4 de febrero, mediante una Consulta Popular no carente de contradicciones, el pueblo ecuatoriano dio paso a la conformación de un Consejo de Participación y Control Social Transitorio (CPCCS-t) encargado de evaluar y, de ser el caso, cesar en funciones a las autoridades designadas por sus antecesores. Para sus críticos –entre los que se incluye la Comisión Interamericana de Derechos Humanos–, las “amplísimas facultades” conferidas a este Consejo ponen en riesgo la separación de poderes y la independencia judicial. A la fecha, el CPCCS-t ha cesado a más de 25 autoridades y designado 12 encargados, mediante procesos que han estado en el ojo del huracán debido a sus inconsistencias legales. Entre ellos se incluye la decisión de cesar en funciones a los jueces de la Corte Constitucional, lo cual excede a todas luces el mandato popular y constituye una violación expresa al estado de derecho.
La Constitución prevé canales explícitos para la destitución de los jueces de la Corte Constitucional, esto a fin de preservar la independencia absoluta de este órgano. En su artículo 431, la Carta Magna señala que dichos magistrados no podrán ser destituidos por los poderes que los designaron y que, de ser el caso, su destitución será decidida por las dos terceras partes de la propia Corte. No obstante, el CPCCS-transitorio se arrogó la potestad de destituir en tanda a todos los jueces de la Corte Constitucional y declarar sus cargos vacantes durante 60 días. Más allá de que no tenían potestad para tomar semejante decisión, lo que procede en tal caso es que los suplentes asuman el cargo hasta la designación definitiva de los nuevos magistrados. Esto último no ocurrió. Todo resulta aún más burdo si consideramos que, mientras tanto, el poder transitorio se autoproclama poder constituyente.
La importancia de la Corte Constitucional radica en que se trata del máximo de interpretación de la Constitución y de los tratados internacionales de derechos humanos, cuyas decisiones tienen carácter vinculante. Su rol es fundamental pues está a cargo de precautelar que las acciones de los poderes públicos no atenten contra la Constitución y los derechos de los ciudadanos. Es decir, durante la declarada vacancia constitucional no será posible iniciar acciones públicas de inconstitucionalidad contra actos normativos o administrativos. Al contrario, quedamos a merced del Ejecutivo y el Legislativo. Entre otros, no existirá control de constitucionalidad previo frente a declaratorias de estado de excepción o la ratificación de tratados internacionales. Además de que se paraliza el órgano encargado de dirimir conflictos de competencias entre las funciones del Estado. ¿Dónde queda la separación de poderes y el sistema de contrapesos propio de toda democracia?
Más allá del daño a la institucionalidad que esto implica, la carencia de una Corte Constitucional debe leerse como una estocada contra el carácter garantista de la Constitución ecuatoriana, redactada en la ciudad de Montecristi y aprobada mediante referéndum en 2008 con más del 60% de votos a favor. La Constitución de Montecristi fue pensada de tal manera que se garantizara un amplio catálogo de derechos fundamentales, mismos que rigen la relación entre el Estado y sus mandantes. Ahora, como ciudadanos, ¿a quién acudiremos para iniciar acciones extraordinarias de protección contra sentencias que atenten contra nuestros derechos? Atender estos procesos es competencia de la Corte. El estado constitucional de derechos y justicia se diluye si las instancias encargadas de efectivizarlo quedan acéfalas.
Sin duda, lo acontecido en Ecuador sienta un precedente fatídico para las democracias de todo el continente. No podemos pretender que nuestras instituciones se consoliden si seguimos jugando al “borrón y cuenta nueva” con cada régimen. Menos aún, si las pugnas políticas atenta contra los procedimientos establecidos en la Constitución y las normativas vigentes. En el caso ecuatoriano, instancias como la Corte Constitucional fueron pensadas para que trasciendan a los gobiernos de turno y funjan como garantes del pacto social nacido del proceso constituyente de 2008. Hoy, los poderes de facto han optado por paralizar este órgano y diluir el “espíritu de Montecristi”, que no es otra cosa que la voluntad popular.
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