El correísmo ha venido para quedarse. El pueblo ecuatoriano ha decidido marchar mayoritariamente por la senda de su década ganada.
Alfredo Serrano y Javier Jiménez
Rafael Correa vuelve a ganar las elecciones en Ecuador, pero esta vez lo hace por goleada. El Presidente es reelecto por un histórico 56,5% en primera vuelta (con el 95% de papeletas escrutadas).
Seis años después de haber ganado las elecciones a fines de 2006, Correa no muestra desgaste alguno en el apoyo electoral, sino todo lo contrario: suma a muchos más votantes para la Revolución Ciudadana. Este respaldo, además, goza de una vasta representación territorial: Correa gana en 23 de las 24 provincias existentes en el país. A esto cabe agregar que la abstención también alcanza un valor histórico, el 18,6%; el valor más alto desde el retorno de la democracia en 1979. Y por si fuera poco, Alianza País obtiene por primera vez una previsible mayoría en la Asamblea.
En esta elección, Correa ha logrado constituir la hegemonía electoral necesaria para profundizar el proceso de cambio y seguir transformando estructuralmente en armonía con respuestas eficaces a las demandas coyunturales. No hay ninguna duda, en Ecuador ha surgido una nueva identidad política: el correísmo, que modifica el campo de la praxis política en este país después de la larga y triste noche neoliberal. Este desplazamiento de eje político en Ecuador se inscribe en un cambio del orden geopolítico en la región a favor de las mayorías populares.
El correísmo ha logrado asentar las bases para transitar de un Estado aparente hacia un Estado democrático e integral. Se ha transformado el Estado dotándole de músculo institucional. El discurso que comenzó como propuesta ‘forajida’ (alter ego de los movimientos indignados de la periferia europea) se plasmó en una nueva Constitución que incorpora un título con el significativo rótulo de ‘Soberanía Económica’, y que finalmente ha fraguado en una política que se traduce en aquello que el pueblo demanda: redistribución del excedente económico para saldar significativamente el endeudamiento social heredado; “el capital al servicio del ser humano y no al revés”, como suele recalcar el reelecto Presidente en sus discursos.
El correísmo constituye otra forma de hacer política. Los objetivos son tan simples como difíciles de alcanzar: control (con mayor inversión pública) de los sectores estratégicos, nuevas reglas para que el pueblo ecuatoriano goce de sus excedentes, una inserción regional inteligente y soberana en el mundo, democratización de una educación superior de mayor calidad, un salto notable en materia de ciencia y tecnología y una política tributaria que recauda mucho y equitativamente.
El correísmo ha logrado resignificar desde lo público el objetivo de la eficiencia disputando el sentido monopólico procedente de la economía privada. La gestión eficiente es concebida como un nuevo tiempo de la política. No hay revolución para el buen vivir si no se hacen bien las cosas desde la gestión pública. Este es un rasgo que sirve como ejemplo para todos los procesos de cambios en la región.
El correísmo ha venido para quedarse. El pueblo ecuatoriano ha decidido marchar mayoritariamente por la senda de su década ganada. La mayoría de la oposición partidaria sigue siendo fiel a los poderes económicos sin entender que hay un cambio de época en buena parte de América Latina. El discurso neoliberal sólo tiene respaldo electoral muy ideologizado que representa a un porcentaje menor de la sociedad.
El posneoliberalismo en Ecuador es un hecho: el correísmo ha alterado las relaciones de poder, en términos fácticos, pero también en el imaginario y en lo simbólico. Son muchos los desafíos pendientes y el correísmo cuenta con cuatro años más. Anoche ya sonaba Víctor Jara en los festejos de la victoria electoral; buenos acordes para seguir ilusionando el proyecto.
(*) Alfredo Serrano Mancilla es Coordinador América Latina CEPS. Javier Jiménez López es Máster en Derecho Tributario.
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