Por: Pedro Brieger
La historia latinoamericana hasta abril de 2002 enseñaba que, una vez derrocado el presidente, su destino era la muerte.
Hace 20 años, en abril de 2002, un golpe de Estado derrocó al presidente de Venezuela Hugo Chávez. En cierta medida se puede decir que fue el último golpe de Estado latinoamericano al estilo de aquellos del siglo XX, cuando un grupo de civiles y militares se ponía de acuerdo para derrocar un presidente electo democráticamente, se producía una ruptura institucional, se cerraba el Parlamento y asumía el poder alguien que no había sido elegido en las urnas.
Eso fue exactamente lo que sucedió. Pero con un final diferente a todos los otros golpes cívico-militares conocidos. Lo derrocaron el 11 de abril y tres días después, en la madrugada del 14 y rodeado de una multitud que lo aclamaba, Chávez retornó al Palacio presidencial de Miraflores.
Desde el momento en que Chávez ganó las elecciones en diciembre de 1998, los dos grandes partidos políticos tradicionales -el socialdemócrata Acción Democrática (AD) y el socialcristiano Comité de Organización Política Electoral Independiente -conocido como COPEI- junto a empresarios, los más importantes medios de comunicación y el gobierno de Estados Unidos, fueron tejiendo una red conspirativa para provocar la caída de Chávez.
Los sectores que habían gobernado Venezuela durante 40 años se negaban a reconocer que Chávez había arrasado en las elecciones y tenía un inmenso apoyo popular. Para sorpresa de muchos asumió jurando por lo que definió como “la moribunda constitución” de 1961, y de inmediato comenzó con la titánica tarea de transformar las estructuras políticas y sociales de un país definido como la “Venezuela saudí” por su riqueza petrolera. Sin embargo, la mayoría de la población era pobre.
Para implementar su proyecto necesitaba una nueva constitución, la que fue redactada en 1999 por la Asamblea Nacional Constituyente y aprobada por mayoría en un referéndum a menos de un año de haber asumido la presidencia.
En la Casa Blanca comprendieron rápidamente que también había una nueva política exterior independiente de los Estados Unidos. Entre otras acciones Chávez se propuso darle mayor entidad al conjunto de países productores de petróleo y -claro está- sus vínculos con Kaddafi en Libia y Saddam Hussein en Irak no fueron bien vistos en Washington porque los afectaba de manera directa.
Por otra parte, Chávez manifestaba su simpatía con la revolución cubana, condenó la invasión a Afganistán en 2001 y cuestionó el gran proyecto regional de Washington que era el ALCA, el Área de Libre Comercio para las Américas. A la Casa Blanca no le faltaban motivos para deshacerse de un presidente que había llegado al poder en pleno auge del llamado “Consenso de Washington” y que cuestionaba las políticas neoliberales que abrazan casi todos los gobiernos de la región, encabezados por Argentina, México y Perú.
Un año antes del golpe el subsecretario de Estado para el Hemisferio Occidental, Peter Romero, había afirmado que Chávez tenía el “derecho de viajar a donde quiera y decir lo que quiera, pero lo que diga tendrá consecuencias en términos de la percepción estadounidense”. El mensaje no podía ser más claro.
Las internas dentro del movimiento que lideraba Chávez y el cerco internacional alentaron a los sectores opositores a implementar su objetivo de derrocarlo. En febrero de 2002 el Washington Post reprodujo declaraciones de un funcionario del Departamento de Estado que pronosticaba que “si Chávez no arregla las cosas pronto, no terminará su período”. En paralelo, funcionarios del Fondo Monetario Internacional (FMI) afirmaban que “no tendrían problemas” en respaldar económicamente a un eventual “gobierno de transición”.
El problema de índole político interno radicaba en la debilidad y desprestigio de los dos grandes partidos que gobernaron Venezuela desde el famoso acuerdo de gobernabilidad de 1958, conocido como el “Pacto de Punto Fijo”. Justamente, el ascenso meteórico de Chávez fue producto, entre otros motivos, de la gran corrupción que envolvía a Acción Democrática (AD) y a COPEI, y del despilfarro de los millones de dólares que ingresaron por los precios del petróleo.
Aunque en los últimos años se ha difundido la versión de que Venezuela era un país rico y desarrollado antes de Chávez, lo cierto es que los altos ingresos por las regalías del petróleo no “derramaban” hacia la mayoría de la población. Esto fue reconocido incluso por un editorial del Washington Post -posterior al fallido golpe de 2002- que afirmaba que 80% de la población era pobre. Este dato es clave para comprender porqué Chávez se había convertido en una figura popular por fuera de los partidos políticos tradicionales.
De hecho, en diciembre 2001, en una entrevista, Chávez señaló a la cúpula empresarial de Fedecámaras (Federación de las Cámaras de Comercio) como el aglutinador de la oposición porque los partidos políticos habían perdido toda credibilidad. “Dónde están los partidos de oposición? -preguntaba- ¿Dónde están los liderazgos de oposición que puedan nuclear a estos grupos? Simplemente no existen y entonces ellos están asumiendo este papel”.
El 11 de abril de 2002 hubo una serie de hechos violentos en Caracas. Al día siguiente, el general Lucas Rincón anunció que le habían pedido la renuncia al presidente Chávez y que éste la había aceptado, lo que provocó mucha confusión en las propias filas chavistas. Era mentira. Lo habían detenido y trasladado fuera de Caracas.
La historia latinoamericana hasta abril de 2002 enseñaba que, una vez derrocado el presidente, su destino era la muerte (Salvador Allende, Chile 1973), la prisión (Estela Martínez de Perón, Argentina 1976) o el exilio (Goulart, Brasil 1964), sólo para mencionar algunos ejemplos de la larga lista de golpes cívico-militares
Por ese motivo, todos quienes apoyaron el golpe lo celebraron abiertamente sin ningún tipo de pudor, convencidos de que la historia se repetiría. A nadie se le cruzó por la cabeza que podía fracasar el derrocamiento de Chávez porque, además, contaban con el apoyo de la televisión, la radio, los diarios y -no menos importante- el guiño de Washington. Y su odio hacia Chávez los intoxicó con su propia propaganda creyendo que todo Venezuela se levantaría contra el presidente.
Más aún, estaban tan seguros del triunfo que ni ocultaron que lo habían estado preparando durante meses. El diario El Nacional, uno de los principales referentes del golpe, festejó el día que cayó Chávez y aliviado afirmó que “afortunadamente, no se tiene que partir de cero. Varias instituciones se han venido preparando con seriedad y persistencia, a través de métodos multidisciplinarios, y existen proyectos y estudios que permiten ponerlos en práctica con la urgencia que todos compartimos”.
Además, contaban con el apoyo de Estados Unidos que se reflejaba en algunos de los diarios más influyentes. El Washington Post, en su edición del sábado 13 reconoció que “miembros de la diversa oposición del país han estado visitando la embajada de Estados Unidos en las últimas semanas, esperando obtener ayuda para derrocar a Chávez. Los visitantes incluían a miembros activos y retirados del ejército, dirigentes de los medios de comunicación y políticos de la oposición”.
El editorial del New York Times seguramente tranquilizó a los golpistas: “Con la renuncia ayer del presidente Hugo Chávez, la democracia venezolana ya no está amenazada por un pretendido dictador”. Y el Chicago Tribune se mostró exultante el domingo 14 al afirmar que “no se da muy a menudo que una democracia se beneficia de una intervención militar que expulsa a un presidente electo”. Por su parte, menos de ocho horas después del golpe, la respetada consultora Merrill Lynch emitió el comunicado titulado “Lucrar con la transición” donde señalaba que el panorama para las inversiones en Venezuela había mejorado.
Quienes perpetraron el golpe consideraron que estaban dadas todas las condiciones para destruir al chavismo. Y así fue como el viernes 12 de abril a la tarde rubricaron con su firma el llamado “Acta de Constitución del Gobierno de Transición Democrática y Unidad Nacional” para designar a Pedro Carmona -presidente de Fedecámaras- como nuevo presidente de Venezuela. Este, inmediatamente disolvió la Asamblea Nacional y derogó la constitución aprobada por el voto popular. El 13 de abril el opositor diario 2001 tituló “viva la libertad”. El golpe había triunfado.
Pero los golpistas no tomaron en cuenta un factor fundamental: el apoyo popular a Chávez. Miles de personas salieron a las calles en varias ciudades ante el llamado de las radios comunitarias y alternativas para defender al presidente y las cacerolas se hicieron oír con fuerza el viernes 12 a la noche en los barrios populares.
El sábado 13 ya varios medios de comunicación internacionales informaban que Chávez no había renunciado sino que había sido detenido. Después de horas de incertidumbre en las propias filas de quienes habían proclamado a Carmona y la continuidad de las manifestaciones a favor de Chávez el propio Carmona se percató que no tendría poder para sostenerse y renunció. En la madrugada del domingo 14 de abril Chávez regresó al Palacio de Miraflores mientras a su alrededor coreaban “volvió, volvió”.
Por primera vez en la historia de América Latina y el Caribe fracasó un golpe de Estado cívico-militar. Tal vez la principal enseñanza para cualquier gobierno que se diga “popular” y pretenda tocar intereses de los más poderosos es que la movilización popular es clave para mantenerse en el poder.opular es clave para mantenerse en el poder.
Comentario