Por Ángel García
Progresismo con mentalidad de colonia
Un viejo refrán reza que la cobardía siempre será causa de las injusticias.
Ante la ofensiva imperialista contra la Revolución Bolivariana, algunos gobiernos de la región ―como los de Cuba, Bolivia y Nicaragua― han resistido a las seducciones, chantajes y amenazas del imperialismo y han reconocido el triunfo chavista. Mientras otros, en cambio ―como Brasil y Colombia― se apresuran a claudicar y rendirse a los designios del imperialismo, sumándose al coro que cuestiona la legitimidad de las elecciones del pasado 28 de julio. Estos últimos han asumido posiciones funcionales a los planes estratégicos de un imperio en crisis, desesperado por recuperar su erosionada hegemonía.
Que el imperialismo norteamericano, sus aliados europeos, sus instituciones, sus think tanks y sus medios de comunicación griten «¡Fraude!» ante las elecciones venezolanas del pasado 28 de julio, no es sorpresa para alguien. Que estén en marcha conspiraciones golpistas desde la extrema derecha y con el total respaldo de los Estados Unidos ―y hasta con el apoyo de despreciables personajes como Elon Musk―, también era de esperarse. Es el guion que el imperio siempre ha aplicado y aplicará a países que no se subordinan a sus designios, especialmente si tienen petróleo, litio u oro. Golpes duros, golpes blandos, lawfare, guerra psicológica y mediática, desestabilización, intervención militar directa, etc., son los componentes de un largo menú de tácticas para lograr los tan anhelados cambios de régimen en naciones que desafían la hegemonía imperialista de Occidente.
Ahora bien,
que algunos gobiernos latinoamericanos — supuestamente progresistas — se hayan sumado al coro de quienes, durante décadas, han conspirado contra la Revolución Bolivariana, más allá de ser un acto vergonzoso, raya con la traición. Brasil y Colombia se han unido, en sintonía con el Departamento de Estado y la OEA, al reclamo de que se presenten las actas electorales para reconocer los resultados como legítimos y a Nicolás Maduro como presidente de Venezuela.
México, que inicialmente se sumó al pedido de Colombia y Brasil de la presentación pública de las actas electorales, rápidamente se fue deslindando de las posturas injerencistas tanto de Petro y Lula como de la OEA, declarando que no se «dejará acarrear» por quienes cuestionan los resultados oficiales.
Este progresismo miope ignoró que señalar las elecciones como fraudulentas era el primer e imprescindible paso en la maniobra de golpe de Estado que estaban fraguando la contrarrevolución local junto con Washington. Eso es algo especialmente lamentable para Brasil, que ha sufrido dos golpes de Estado (1964 y 2016), ambos con la mano sucia del imperialismo. Lula en particular ha sufrido este tipo de maniobras cuando fue encarcelado por medio de una judicialización sustentada en mentiras como parte una operación clásica de lawfare.
Pero
Lula y Petro han llegado a proponer «un gobierno de transición y nuevas elecciones», una oferta que ha sido avalada por Joe Biden. La sugerencia de Lula a Maduro en pos de que convoque a nuevas elecciones para «resolver la crisis del país» ignora por completo que dicha crisis es promovida, incentivada y financiada por agentes externos, principalmente los Estados Unidos.
Lula ha dicho que Nicolás Maduro le debe «una explicación a todo el mundo». En cambio, cuando en las elecciones de Brasil de 2022 Bolsonaro cuestionó los resultados electorales y lo acusó de fraude, el gobierno chavista no le dijo a Lula que «le debía una explicación al mundo». Nadie le exigió a Lula mostrar actas en 2022. Eso es porque en el sistema electoral brasileño, muy inferior al venezolano, tales actas no existen y las máquinas de votación solo muestran un comprobante del resultado, un sistema que muy fácilmente podría sufrir de un hackeo.
Por su parte, Gustavo Petro ha invocado la experiencia del Frente Nacional (1958–1974), el pacto de cogobierno entre las oligarquías de los partidos conservador y liberal, que devino una especie de dictadura de facto y dio origen a la lucha armada en Colombia. Dijo: «un acuerdo político interno en Venezuela es el mejor camino de paz».
Ahí está Petro, dando lecciones de paz en una Colombia donde el paramilitarismo se ha repotenciado en todo el país en los últimos dos años, donde las disidencias de las FARC no paran de asesinar a líderes y lideresas sociales, donde las negociaciones de paz con el ELN están congeladas hace meses, y donde los Estados Unidos, su ejército y sus agencias de inteligencia hacen lo que les da la gana.
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En marcado contraste con las posturas y propuestas de Petro y Lula, el presidente de México, López Obrador, ha reprochado la idea de nuevas elecciones o de «gobierno de transición». Ha reiterado la postura de «no meter las narices» en la situación de Venezuela, e insistido en que ni la OEA ni los Estados Unidos son autoridades electorales de Venezuela.
¿Dónde está la indignación de Petro y Lula ante un Volodomir Zelensky cuyo gobierno formalmente terminó el 20 de mayo 2024, suspendió elecciones y se mantiene como presidente? Eso, sin mencionar que Zelensky ilegalizó a 11 partidos políticos en 2022. ¿O la indignación ante el gobierno de Dina Boluarte en Perú, que llegó al poder por medio de un golpe de Estado en contra de Pedro Castillo, quien lleva ya más tiempo en prisión que el ejercido como presidente?
Washington quiere evitar una resolución doméstica a la crisis política interna de Venezuela, crisis que ellos mismos ayudaron a generar. Brasil y Colombia le hacen la segunda, actuando en congruencia con los intereses imperiales.
Las posiciones de Brasil y Colombia frente a Venezuela son sintomáticas de la política ambivalente de los actuales gobiernos progresistas, los cuales han caído en un complejo dilema. Por un lado, tienden a aliarse con el emergente eje geopolítico euroasiático ―China-Rusia―, al tiempo que mantienen relaciones de subordinación con el imperialismo estadounidense. Quieren estar bien con Dios y con el Diablo, algo que nunca sale bien.
Petro y Lula ilustran mejor esta tendencia ambivalente. Ambos son partidarios de la idea de que el ejército norteamericano brinde apoyo militar para «ayudar a cuidar la Amazonía». En el caso de Colombia, Petro no ha cuestionado la presencia de bases militares yanquis en su territorio nacional. Todo lo contrario, él plantea permitir que los Estados Unidos utilicen la isla Gorgona — un santuario ecológico — como una base para operaciones navales y, recientemente, aceptó que la Policía de Nueva York (NYPD, por sus siglas en inglés) instalase una oficina en Bogotá.
Los designios estratégicos de Washington
Nuestra América es el espacio vital de recomposición de la hegemonía del imperialismo estadounidense. Es su «retaguardia estratégica» desde que, en 1809, Thomas Jefferson declaró que su país «necesitaba un hemisferio» para estabilizarse, prosperar y asegurar su grandeza.
Ahora que el imperio siente los efectos de la pérdida de influencia y poder en otras partes del mundo — como Eurasia, Asia Occidental y África — y ve menguar su poderío mundial, busca consolidar su control y dominio sobre su «patio trasero», reforzando su Doctrina Monroe, en versión 5G. Por eso hay una «concentración de fuego» imperialista en contra de Nuestra América, que se experimenta con desestabilizaciones de espectro completo, como los golpes duros y blandos, lawfare, guerra mediática e intentos de cambio de régimen, como se está ensayando con la Revolución Bolivariana.
El caso de la actual ofensiva imperialista contra Venezuela, poco tiene que ver con un veredicto electoral y mucho más con el deseo del imperio de apropiarse de sus recursos estratégicos, principalmente petróleo y minerales.
Estratégicamente, los Estados Unidos hacen todo lo posible para resistir a la emergencia del nuevo mundo multipolar; y eso pasa por sabotear y frenar la consolidación de bloques y alianzas del Sur Global, como los BRICS, la CELAC, el ALBA y UNASUR, que desafían las imposiciones de Washington. El asedio de Venezuela debe ser entendido como un intento del imperio de fragmentar y fracturar las integraciones regionales del emergente ordenamiento geopolítico global. Venezuela está en la fila de países que quieren formar parte de los BRICS y, si su membrecía es aprobada, los BRICS controlarían el 77 % de la producción petrolera del mundo.
Auge y ocaso de la Doctrina Monroe
Por Claudio Katz
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El imperio en decadencia padece de un modelo económico que no le permite una reactivación para poder competir con China o Rusia, ambas, economías en ascenso. Esto es porque desde finales de los años 1970 la pirámide económica de los Estados Unidos se ha invertido. Antes tenía una sólida base productiva-manufacturera y en la cima de esa pirámide se posicionaban las ganancias financieras derivadas de las inversiones en la base productiva. En la actualidad, la cima de productos financieros ―como bonos, acciones, derivados y títulos de deuda― es mucho mayor que la base, ya casi inexistente gracias a décadas de desindustrialización. Una reactivación económica en esas condiciones es muy difícil, por no decir imposible.
Por tanto, el imperialismo está en la búsqueda permanente de una base real de commodities para su economía, como las tierras negras de Ucrania, el uranio de Níger, el litio de Bolivia, el cobalto de la República Democrática del Congo y los 300 mil millones de barriles de petróleo de Venezuela. Y también vendrán por los 14 mil millones de barriles de petróleo del Presal, de Brasil.
Retomar derroteros estratégicos
La función histórica del progresismo ha sido la de contener la crisis del capitalismo y su democracia liberal, no de transformarla. Por ello se dedica a administrar el sistema existente, negociando y conciliando con todos: burguesía y pobres, imperialistas y neocolonias. No profundiza las reformas o desafía las injustas estructuras socioeconómicas de nuestros países, porque esa nunca ha sido su función.
Al ceder constantemente ante las exigencias y demandas de las burguesías locales y el imperialismo, los progresismos se han tornado cada vez más conservadores, débiles y pusilánimes, fáciles de manipular y chantajear, como ha hecho Washington con Colombia y Brasil.
Creen, ingenuamente, que si se portan bien con el imperialismo, el imperialismo se portará bien con ellos.
El progresismo sufre de una orfandad estratégica. Solo se dedica a sobrevivir la coyuntura, sin mirar más allá del siguiente período electoral. Pero también padece de ausencia de proyecto. No es capaz de percibir que la Revolución Bolivariana intenta crear una democracia popular y participativa, un socialismo comunal y comunitario, con aciertos y errores, pero ha tenido la audacia y la valentía de intentarlo. Todo lo contrario,
el progresismo se ha degenerado hasta el punto de llegar a ser un defensor casi fanático de la institucionalidad liberal burguesa.
El reordenamiento geopolítico global, donde se erosiona la hegemonía imperialista en la transición hacia la multipolaridad, crea nuevas oportunidades para romper con la subordinación neocolonial de nuestros países. Se abren ventanas de oportunidad para que las naciones del Sur Global se liberen de su condición histórica de subyugación al imperialismo. En el largo camino hacia un nuevo ordenamiento mundial se pueden crear mejores condiciones para la construcción de alternativas revolucionarias y socialistas y así lograr posicionarnos estratégicamente frente al emergente orden geopolítico mundial. Para ello no hacen falta nuevos ciclos progresistas, sino nuevos ciclos revolucionarios.
Esto solo se logrará de manera unida, en bloque, como naciones hermanas nuestroamericanas. Debemos retomar los derroteros estratégicos, superar el coyunturalismo y asimilar, de una vez por todas, que el imperialismo es el enemigo principal de todos los pueblos oprimidos del mundo, que contra él debemos cerrar filas como pueblos hermanos y hermanas.
Aliarse con Washington contra el hermano pueblo bolivariano, y en esta coyuntura global tan singular, es un desacierto estratégico que solo servirá para retrasar la emancipación de nuestros pueblos.
No son tiempos de grises o medias tintas.
¡Con Venezuela todo! ¡Sin Venezuela, nada!
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