rompió algunos cánones de todos los golpes conocidos. Este dato es de alto interés para la vida política y para la historia, en la medida que sirve para extraer lecciones que permitan evitar experiencias similares. No es bueno andar repitiendo errores que conducen a derrotas.
El primero canon roto es que ninguno de los anteriores, durante más de 100 años de golpismo crónico, tuvo a empresas de medios de comunicación como protagonistas centrales. En todos los golpes actuaron dueños de diarios, en ninguno de la manera concentrada y como dirección política, que vimos en Venezuela. Sin Cisneros y Granier no es comprensible el 11 de abril. Sin Carmona, sí.
Sólo algunas veces el método putchista fue utilizado por expresiones de las clases oprimidas. El golpe de 1992, mezcla de insurrección con putch militar, es un caso, no el único.
La experiencia histórica señala que cuando las clases explotadas entran a la escena política, lo hacen mediante insurrecciones (armadas o no) huelgas generales, rebeliones, alzamientos espontáneos o programados, guerrillas de base social como la china, la vietnamita, la cubana, la de Hugo Blanco en Perú o la colombiana hasta hace más de una década. Este es uno de los aportes del campesinado pobre del siglo XX al movimiento socialista internacional nacido en 1948. Las revoluciones sociales son la combinación de varios de estos métodos de lucha y organización.
Un golpe de Estado tradicional es una acción contrarrevolucionaria porque tiende a derrotar procesos sociales revolucionarios. Eso explica que todos comiencen por atacar las conquistas democráticas (Constitución, libertades políticas y sindicales e instituciones de la propia democracia burguesa).
Este riesgo también lo tienen los golpes llamados “de izquierda” o “progresistas”, en la medida que son dados por grupos conspirativos, sin control democrático de organismos democráticos de las masas. Una buena intención puede estar preñada de peligros. Todos los regímenes antiimperialistas del siglo XX nacidos de golpes progresistas, adoptaron formas autoritarias (algunos muy autoritarias), conocidas como “bonapartistas sui generis” aunque este concepto es cuestionable.
En este punto también radica una diferencia esencial entre lo que vivimos en Venezuela y la norma histórica. De la derrota del 4 de febrero de 1992 emergió un movimiento político anti imperialista de base social masiva, que adoptó formas democráticas populares (burguesas y plebeyas) en cambio de las formas militares de gobernabilidad.
Del golpe derechista también derrotado de 10 años después, abril 2002, emergieron cinco fenómenos sorprendentes: a) un gobierno sin burgueses (hasta abril hubo algunos representantes de esa clase perversa); b) un movimiento de masas ultrademocrático que se empoderó en la calles con su vanguardia radical de izquierda; c) un estado de conciencia anti imperialista radical; d) un nuevo movimiento organizado del campesinado pobre; e) una nueva expresión orgánica del movimiento obrero industrial; e) medios comunitarios marginales asumieron roles protagónicos y alumbraron un fenómeno periodístico desconocido en procesos similares; f)un líder político, derrotado por segunda vez, se convirtió en el mito social más complejo de los últimos tiempos.
El 13 de abril asistimos a la primera derrota de un golpe de Estado por una insurrección de masas motorizada por una vanguardia amplia en los principales centros urbanos. De eso no había noticias. Los golpes siempre tuvieron dos finales: otro golpe palaciego (Pérez Jiménez, Banzer, Castello Branco, Morales Bermúdez, etc), o un pacto “democrático” de fracciones burguesas con el imperialismo, para “volver a la normalidad (Cono sur en la década de los 80, África en los 70, aunque en algunos casos hubo movilizaciones de masas).
El carácter revolucionario que tuvo la salida al golpe venezolano del 11 de abril, marcó a fuego la dinámica y carácter de las fuerzas motrices de lo conocido hasta 2002 como “revolución bolivariana”.
El 13 de abril fue una acción revolucionaria de masas. Eso marcó la tendencia general del movimiento y condiciona, incluso, las tentaciones bonapartistas de la capa burocrática que demoniza el Estado. Sobre todo, cambió el sentido de la relación de fuerzas sociales: la burguesía está a la defensiva desde ese día crucial.
Un último aspecto resaltable como diferente, es la manera como la derrota del golpe impactó en América latina. Produjo un fenómeno político de izquierda, que siendo altamente contradictorio, es el único en su tipo desde la Revolución Cubana. El chavismo ganó influencia internacional, de una manera que no pudo el sandinismo.
Un golpe entre muchos golpes
Cursio Malaparte, el autor de La Técnica del Golpe de Estado (1937) decía que el golpe de Estado no era otra cosa que un “recurso de poder cuando se corre el peligro de perder el poder”. Esta media verdad sirve para recordar que el golpe de Estado ha sido el recurso utilizado por las clases dominantes, cuando se les agotan los recursos de dominio constitucional y parlamentario.
Es un hecho que desde 1983 hay menos golpes militares en América latina, pero si registramos los últimos 16 años, se conocieron 10 cuartelazos: En Argentina, el de Semana Santa de 1986, luego el del 3 de diciembre de 1990. En Panamá hubo otro el 5 de diciembre de 1990. En Perú ocurrió otro en mayo de ese mismo año.
En Venezuela ocurrieron tres golpes: el del 4 de febrero de1992, en seguida el del 27 de noviembre del mismo año, y diez años después conocimos uno de signo contrario: el golpe pro yanqui del 11 de abril de 2002.
En Haití hubo dos asonadas, uno en 1992 y otro en 1994, mientras que en Paraguay conocimos dos, uno en 1995 y otro en 1999.
Suficientes para saber dos cosas: ya no son tantos los que se atreven (sobre todo, porque casi ninguno triunfa y si triunfa no se sostiene), ni fueron tan pocos quienes lo intentaron. Uno cada casi dieciocho meses.
El siglo de los golpes
Cuenta el historiador venezolano Virgilio Rafael Beltrán, que en 1968, el 62 por ciento de Latinoamérica, África, Medio Oriente y Asia Sudoccidental, estaban “gobernadas por dictaduras militares”. América latina se “destacó” sólo porque en la casi totalidad de sus países, esos regímenes surgieron de golpes de estado, mientras que en las otras regiones fue producto de guerras, la aparición y desaparición de estados, revoluciones y cosas por el estilo y cosas más ortodoxas.
Si hacemos la cuenta del total de pronunciamientos militares documentados, entre 25 países, desde 1902 hasta la última jugarreta de golpista en Venezuela (2002), resultarán 327 golpes de estado, contando los que se estabilizaron como dictaduras por meses o años y aquellos que duraron pocos días, como fue el caso de los repetidos golpes de estado en Bolivia.
El país donde se registraron más golpes de estado en el siglo XX es Bolivia: 56, desde el golpe a Salamanca en 1934, en plena Guerra del Chaco hasta 1985. Le sigue Guatemala, con 36 golpes, desde 1944.
Perú, con 31, Panamá, con 24 (aquí se registra el que fue, posiblemente, el primero de este siglo en América latina, porque ocurrió en 1902, cuando los miembros de la Compañía que construía el Canal, se alzaron en armas, ocuparon el Palacio de gobierno y se separaron de Colombia, en acuerdo con los enviados de Roosevelt.
En Ecuador se cuentan 23 asonadas. Cuba tuvo 17 hasta 1958, Haití, 16 hasta 1995. Santo Domingo, 16, Brasil, apenas 10 golpes típicamente latinoamericanos. Chile, sólo tuvo nueve, Argentina, con ocho desde el golpe contra Hipólito Irigoyen en 1930 hasta el último del coronel Mohamed Seineldín, en diciembre de 1991.
Sin embargo, entre 1959 y 1969, Argentina conoció una treintena de planteos militares, de los cuales algunos tuvieron características tan golpistas como cualquiera de los otros, sólo que muchas veces terminaban en las “renuncias”, lo que alguien definió como “golpes fríos”.
En Venezuela sucedieron 12 golpes desde 1908 hasta noviembre de 2002 (el segundo atribuido a Chávez, que estaba preso), pero entre 1993 y 1998 se supo públicamente de 9 conspiraciones, todas abortadas. También debe ser considerada una acción golpista, la paralización de Petróleos de Venezuela (Pdvsa) entre diciembre de 2002 y febrero de 2003.
No sólo buques de Estados Unidos se apostaron en las costas cercanas y en alta mar, sino que el Pentágono puso en acción sus recursos al servicio del derrocamiento de Chávez (El Código Chávez, Eva Gollinger, 2004)
En Colombia hubo apenas ocho golpes y la más larga violencia rural del continente, y al sur, en Uruguay, sólo cinco, con una de los más largos períodos de libertades públicas, junto con Chile; en estos dos países el siglo XX se puede medir con votos, en los otros, con botas.
En las pequeñas islas-Nación de Surinam, Jamaica, Guyana, Grenada y Trinidad & Tobago, se dieron, desde 1965, unos 15 cuartelazos para voltear regímenes democráticos y militares.
Bajo la sombra militar
En seis países las sociedades pasaron entre 45 y 50 años de siglo XX bajo régimen militar (Venezuela, Paraguay, Guatemala, Nicaragua, Brasil, Argentina, Bolivia). En los únicos casos donde los ejércitos fueron derrotados y sustituidos temporalmente por milicias revolucionarias u otras formas “irregular” de organización militar, encontramos a México (1910), Bolivia (1952), Cuba (1958) y Nicaragua (1979).
Algunos países como Paraguay, Guatemala o Haití, supieron en los últimos 15 años del siglo (o redescubrieron después de décadas): el voto, la libertad de expresión, prensa y organización, aunque todas esas libertades sean limitadas y recortadas recurrentemente.
Los países donde las democracias han durado más en este siglo son: Chile, Uruguay, Colombia, Venezuela y Costa Rica, suponiendo que México pueda ser exceptuada de la lista por la llamada “dictadura” del PRI, que desde 1930 hasta 1946 no permitió que un solo civil se acercara a la silla presidencial.
En casi el 30 por ciento de los casos, los golpes y las dictaduras resultaron de la intervención directa de tropas de los Estados Unidos, por lo menos desde el fin de la Guerra Hispano Norteamericana. Si registramos sólo el Caribe y Centroamérica, hasta Panamá, la proporción se acercaría al 70 por ciento.
Golpes para todos los gustos
Clasificar y definir este total por sus características analógicas o diferenciales, resulta un voluptuoso ejercicio garciamarquiano, sobre todo cuando hurgamos en la intimidad de muchas de las dictaduras que surgieron.
La de Barrientos, en la Bolivia del 40, fue una de las más pintorescas: Un buen día el General decidió sumar a su prolífica familia la adopción de más de 40 niños “de la calle”, que alegraban el Palacio entre decreto y decreto, o el general Somoza, que se hizo construir tantas estatuas y monumentos como la deba la imaginación y el presupuesto, o el General Juan Vicente Gómez, en Venezuela, que en 1918 decretó que el país entero era “una hacienda” y él su “único amo”. Así, una tras otra, como si fueran páginas desprendidas del más febriciente realismo mágico.
Tal fue la andanada militarista y su multisápida conformación histórica, que incomodó a muchos estudiosos sesentistas como Gunder Frank y otros, que se vieron obligados a clasificarlos de alguna manera para saber de qué se trataba.
Fue así como nos enteramos que habitábamos entre regímenes “patriarcales”, “localistas”, “populistas”, “nacional-populistas” y “popular-fascistas” y “militar-progresistas”.
A finales de los años treinta, a un ruso exiliado en México que estudiaba los fenómenos nacionalistas militares de entonces, se le ocurrió agregar otra definición: Bonapartismo. Ese ruso era León Trotsky. Amplió el mapa de definiciones, pero complicó la cosa, porque el fulano Bonapartismo (en alusión a Luis Bonaparte, 1848) había que disgregarlo en dos subdefiniciones, cuando se trataba de gobiernos nacionalistas militares. Así, llamaba “bonapartistas de izquierda” cuando se apoyaban en la movilización popular para enfrentar al imperialismo (el caso de Cárdenas en México, que podría ser aplicado a Chávez en la Venezuela de 2006) y “de derecha” cuando hacen más o menos lo contrario.
Con la globalización, disuelta ya la Unión Soviética y congelada la Guerra Fría, hemos visto aparecer novedades, cada una más curiosa que la otra. A Fujimori se le ocurrió inventar el primer “autogolpe civil”, por lo menos según lo denominó el New York Times, el 8 de enero de 1991.
El paraguayo Oviedo, queriendo ser más creativo quiso convencer a Clinton en 1995 y la ONU dos años más tarde, de que sus aprestos militaristas eran “para el progreso de la democracia” (declaración del General Oviedo, al día siguiente del golpe de 1996), o sea, algo así como un “golpe democrático”.
La insurrección militar de Hugo Chávez en 1992, por su parte, suele ser considerado el primer “golpe mediático” del siglo. El hoy presidente y líder de la “Revolución Bolivariana” tendría otro destino político, si no fuera porque pudo pronunciar por televisión estas cuatro mágicas palabras: “hemos fracasado… Por ahora”.
Dicen las malas lenguas, entre ellas la del especialista en medios Eleazar Díaz Rangel, que ese “por ahora” se encajó en la conciencia de un pueblo hastiado como una promesa redentora, y a Chávez, humilde coronel mestizo y provinciano lleno de pasión revolucionaria, lo vieron como una aparición providencial de Simón Bolívar y Jesucristo: pero en la misma persona.
Hubo una tentación de definir el siglo XX según la marca de alguna cosa (por ejemplo: el siglo del cine, de la liberación sexual, de la ecología, de la energía nuclear, entre otros)
Protagonistas de ayer y siempre
El siglo XX de América latina podría ser definido por la marca de sus golpes de estado. No sería la marca más feliz, ciertamente, pero si útil para tenerla presente en la nueva realidad política latinoamericana.
De un lado, por procesos políticos revolucionarios como los de Venezuela y Bolivia. Por otro, debido a la existencia de gobiernos como los de Brasil, Argentina y Uruguay, posiblemente también el de Humala en Perú, signados por las nuevas tendencias reestatizantes.
Esta nueva realidad no le gusta nada a Washington. Las condiciones sociales y los conflictos de clases y grupos de clase continúan. Si estas contradicciones continúan y no hay salida por la izquierda desde los movimientos sociales, el cupo de los viejos golpistas de ayer será llenado por nuevos protagonistas de la contrarrevolución.
Modesto Emilio Guerrero (*) es analista internacional. Periodista y escritor venezolano.
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