Por. Silvina Friera
El desamparo, la orfandad, la muerte, la noche y la duplicación del yo fueron algunos de los temas de su obra. Una exposición en la Biblioteca Nacional presenta manuscritos y reproducciones de los dibujos y collages de la autora de Árbol de Diana y Extracción de la piedra de locura.
Alejandra Pizarnik se quitó la vida a los 36 años.
Buma, Flora, Blímele, Alejandra, Sasha. Cinco nombres para un mismo desamparo. Cinco nombres aniquilados con cincuenta pastillas de Seconal sódico en la madrugada del 25 de septiembre de 1972. Cinco nombres y una misma poeta, a la que le hubiera gustado estar lejos de la locura y la muerte. Cinco nombres y siete libros, “mis únicos hijos, los únicos que deseo, los únicos que me corresponde entregar para embellecer un poco la suciedad de este mundo”. Alejandra Pizarnik “la hija del insomnio”, como la llamó Enrique Molina, la poeta que inauguró “otra manera de escribir poesía”, en palabras de María Negroni, murió hace cincuenta años, a los 36 años. “Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponde al hueso de la pierna. Miserable mixtura. Yo restauro, yo reconstruyo, yo ando así rodeada de muerte”, se lee en Alejandra Pizarnik. Entre la imagen y la palabra, una muestra que se exhibe en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno con manuscritos y reproducciones de los dibujos y collages de la autora de Árbol de Diana y Extracción de la piedra de locura.
Buma, como la llamaban sus padres, nació el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, en el seno de una familia de inmigrantes ucranianos judíos de Rovne o Rowno, una ciudad de Ucrania, país que pasó del dominio austrohúngaro al polaco y el ruso a lo largo del siglo XX. La adolescente entre angélica y estrafalaria -como la definió León Ostrov, su primer psicoanalista- estaba hechizada por la literatura. La joven que en lo físico padecía los kilos de más, en una familia donde todos eran más o menos delgados, además del asma, el acné y la tartamudez, manifestó muy tempranamente lo que se convertiría en la cifra de su escritura: la muerte. Cuando tenía catorce años, en 1950, escribió: “Ella piensa siempre en suicidarse. No porque ame la muerte sino porque considera que el sufrimiento deviene demasiado grande y sabe que llegará un día en el que ella, pequeña como es, ya no podrá contener tanto dolor”.
A mediados de los años 50 pasó por la carrera de Filosofía y Letras y la Escuela de Periodismo y publicó su primer libro, La tierra más ajena, pagado por su padre, firmado como Flora Alejandra Pizarnik y corregido por Juan Jacobo Bajarlía, “una especie de Virgilio”, quien le presentó a las figuras del grupo surrealista e invencionista argentino, como Juan Battle Planas, Enrique Pichon Rivière, Oliverio Girondo y Aldo Pellegrini.
Criatura agónica y salvaje
En Alejandra –que renegaría después de ese primer libro tan ansiado– convivían la criatura agónica y a la intemperie, fascinada y aterrorizada por la muerte, y la joven casi salvaje en su corrosivo manejo del humor. En sus poemas posteriores fue configurando una constelación muy reconocible donde aparecen el desamparo, la orfandad (“huérfana sordomuda”), la muerte, la noche, la duplicación del yo y la condición de “extranjera a muerte”, como ella misma se llamará en El infierno musical, su último libro publicado en vida. Otro tema fundamental será un cuestionamiento del lenguaje como instrumento insuficiente para materializar la realidad exterior e interior: “ella se desnuda/ en el paraíso de su memoria/ ella desconoce/ el feroz destino de sus visiones/ ella tiene miedo de no saber nombrar/ lo que no existe”, escribió en uno de los poemas de Árbol de Diana, tal vez su “hijo” más perfecto y bello. Cristina Piña y Patricia Venti en Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito (Lumen) recuerdan la indiferencia de Alejandra respecto de las posturas políticas de su entorno en los años 60. “El único compromiso al que se siente ligada es la literatura y considera que el socialismo es ‘un nauseabundo convencionalismo’”. El divorcio respecto de la realidad política y social se revelaba más profundo; se trataba de una imposibilidad casi ontológica para manejarse en las minucias del mundo cotidiano. Esa inadecuación a las reglas y convenciones la padeció también en París, donde trabajó como camarera, traductora (Antonin Artaud, Henri Michaux, e Yves Bonnefoy, entre otros) y hasta niñera, entre 1960 y 1963. También se ganó la vida publicando críticas y entrevistas (Simone de Beauvoir y Marguerite Duras), escribió poemas en francés y conoció a Julio Cortázar y Octavio Paz, entre otros.
“La muerte siempre al lado./ Escucho su decir./ Solo me oigo”, dice la voz poética de Alejandra en el poema “Silencios”, incluido en Los trabajos y las noches, con el que obtuvo el Primer Premio Municipal de Poesía en 1966, libro que fue presentado por su “hermana mayor” o “madre literaria”, la poeta Olga Orozco. Un libro fundamental es Extracción de la piedra de locura, donde el poema en prosa, ya sea breve o extenso, destila la palabra desgarrada, despliega la exasperación de la presencia de la muerte y una suerte de desestructuración subjetiva sin retorno: “Yo me levanté de mi cadáver, yo fui en busca de quien soy. Peregrina de mí, he ido hacia la que duerme en un país al viento”. Poco antes de la salida de este libro capital, ganó la prestigiosa Beca Guggenheim, el mayor reconocimiento que recibió y una especie de “alivio” monetario. Luego llegaría un nuevo viaje frustrado a París en 1969 y un año después intentaría suicidarse por primera vez. La espiral de desequilibrio se aceleró: Alejandra estaba al borde del precipicio, quería morir porque sentía que su locura era irreversible. “El alma sufre sin tregua, sin piedad, y los malos médicos no restañan la herida que supura”, afirma en “Sala de psicopatología”, un texto que se publicó póstumamente en el que condensa su experiencia durante la internación de cinco meses en el Hospital Pirovano en 1971, luego del segundo intento de acabar con su vida.
Meteorito con luz propia
“Pizarnik inauguró otra manera de escribir poesía. Su voz, o mejor dicho sus voces múltiples capaces de tocar varios registros (el lírico, breve, condensado y finísimo de sus 7 libros, pero también el obsceno, vulgar, y corrosivo de los textos póstumos) alejaron la poesía escrita por mujeres para siempre de los clichés formales y sentimentales que la condenaban a ocupar en el canon un lugar secundario y un poco menospreciado como ‘poesía femenina’”, plantea María Negroni, autora de El testigo lúcido, libro que se concentra en la “zona de sombra” de Pizarnik –Los poseídos entre lilas, La condensa sangrienta y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, los tres publicados póstumamente– un trabajo que “intenta demostrar de qué manera este reverso es parte constitutiva y funciona de manera coherente en el conjunto de la obra”. Para Negroni resultan evidentes dos cosas: “que hay en los poemas líricos, publicados en vida, un trabajo evidente de supresión o incluso autocensura (también en ellos late por debajo un lenguaje exasperado consigo mismo) y que, al final de su vida, se produce una suerte de agotamiento del esfuerzo que la lleva a escribir textos donde el lenguaje estalla como un insulto al conjunto de la institución literaria”.
La poeta de la “voz grave y oscura, en la que temblaban todos los miedos” escribió en la última entrada de su diario, el 24 de septiembre de 1972: “Si abandono las perspectivas de la acción, mi perfecta desnudez se me revela. Estoy en el mundo sin recursos, sin apoyo, me hundo”. Buma, Flora, Blímele, Alejandra, Sasha luchó cuerpo a cuerpo con el silencio, con la memoria pulverizada, con su conciencia estragada. Cinco nombres para una poeta que –como observó su amiga Ivonne Bordelois– “llega a la poesía argentina como una suerte de meteorito con luz propia, de esos que aparecen a veces en las hermosas noches del sur”.
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