Por: Gustav Jönsson
A menudo se piensa que los últimos años de la República de Weimar fueron testigos de una avalancha de literatura políticamente comprometida. Pero la historia es más complicada. Los escritores solían evitar enemistarse con una derecha resurgente para proteger sus vidas y sus carreras.
Los años previos al ascenso del Partido Nazi suelen considerarse paradójicos desde el punto de vista cultural. La República de Weimar se hundió mientras florecía la república de las letras. Los libros de Thomas Mann y Robert Musil se enviaban a la imprenta mientras los fascistas combatían a los comunistas en las calles. Pero esto no era más que una paradoja prima facie.
Para la mayoría de los escritores alemanes, la caída de la República de Weimar trajo poca inspiración literaria. Algunos fueron aplastados por el peso del exilio; muchos fueron asesinados; la mayoría prefirió olvidarlo todo. Como observó Erich Kästner, que había permanecido en Alemania durante todo el periodo nazi para escribir una crónica de ficción: «El Reich de los Mil Años no tiene materia para una gran novela».
February 1933: The Winter of Literature (Febrero de 1933: El invierno de la literatura), un libro recientemente publicado por el crítico y antiguo editor literario del Frankfurter Allgemeine Zeitung, Uwe Wittstock, recorre la esfera cultural alemana a lo largo del mes en que Hitler tomó el poder y confirma en gran medida el veredicto de Kästner. El ascenso del fascismo no se definió por la creciente conciencia política de los hombres y mujeres de letras, sino por su incapacidad para afrontar el reto del momento. Por supuesto, hubo excepciones. Algunos, como Joseph Roth, percibieron pronto la amenaza del hitlerismo. Otros la canalizaron en la poesía, como Bertolt Brecht, que llegaría a escribir La resistible ascensión de Arturo Ui, con sus imperecederas líneas finales:
Esto fue lo que casi nos dominó;
No os alegréis aún de su derrota, hombres.
Aunque el mundo se levantó y detuvo al bastardo,
La perra que lo parió está de nuevo en celo.
El fin del parlamentarismo apenas llevó, como dice Wittstock, «más tiempo que el que duran unas amplias vacaciones anuales». Ocurrió tan rápidamente que la gente no pudo asimilarlo en toda su magnitud. Cuando el periodista Egon Kisch fue conducido a la jefatura de policía de Berlín el 28 de febrero de 1933, vio al conocido abogado Alfred Apfel, que había representado a muchos izquierdistas en el pasado. Qué suerte, pensó Kisch, que un abogado de confianza se encontrara por casualidad en la comisaría. «Dr. Apfel, me detuvieron», gritó. «A mí también», respondió. Kisch no tardó en darse cuenta de que toda la estación estaba abarrotada de notables berlineses.
Edward Said dijo que «si bien es cierto que la literatura y la historia contienen episodios heroicos, románticos, gloriosos e incluso triunfantes en la vida de un exiliado, no son más que esfuerzos destinados a superar el dolor paralizante del extrañamiento». El exilio puede aportar cierta «originalidad de visión», escribió Said, pero también puede conducir a una pérdida «de perspectiva crítica, de reserva intelectual, de coraje moral». A los artistas les pasó factura. Los libros de posguerra de Alfred Döblin, señala Wittstock, fueron todos «fallidos». Klaus Mann, hijo de Thomas Mann, resultó «incapaz de encontrar su sitio en la escena literaria alemana». George Grosz pintó aburridos bodegones en Estados Unidos. El dramaturgo de izquierdas Ernst Toller se suicidó en Nueva York.
La Academia Prusiana de las Artes proporciona, dice Wittstock, «un sentido representativo de lo escasa que era la resistencia de las instituciones alemanas en aquella época». Cierto. La Academia había sido dirigida recientemente por el compositor y director de orquesta Max von Schillings. Era uno de esos casos clásicos —de los que se burla Roth en el ensayo «El auto de fe del espíritu»— que culpaba de sus propios fracasos profesionales a los críticos judíos. Se refería a la República de Weimar como «Semitania». Encargado de asegurar la independencia de la academia, comenzó en cambio a purgarla.
Schillings apuntó primero contra Heinrich Mann y la artista Käthe Kollwitz, que habían firmado una declaración pública pidiendo que el Partido Socialdemócrata y el Partido Comunista se opusieran juntos a los nazis. Dijo a la junta de la academia que, aunque no habían infringido ninguna norma formal, la declaración había calificado a los nazis de «bárbaros», lo que por extensión debía incluir a Bernhard Rust, ministro de Educación que era patrono de la academia. Como dice Wittstock, para Schillings esto «violaba un indispensable sentido del tacto». La urbanidad se puso al servicio del fascismo.
El «asiento del coraje», comentó una vez Musil, no está en el corazón, sino «por lo general en la billetera». Tomemos a Kollwitz como ejemplo. Su sustento dependía del estudio de la academia, que le dijeron que podía conservar si dimitía «voluntariamente». El poeta Oskar Loerke, por su parte, prefería colaborar con el régimen a pasar penurias económicas. Loerke pensaba que Mann y Kollwitz habían cometido «terrorismo» retórico al convencer a la gente de que se opusiera a Hitler. Tratando de mantener su puesto asalariado, se acercó a Schillings; incluso permaneció en la academia cuando a sus miembros se les hizo jurar «colaboración leal» con el nuevo gobierno.
Las propias vacilaciones de Musil ante el fascismo pueden conocerse leyendo Literature and Politics (Literatura y política), que contiene una selección de sus ensayos, notas y discursos. El editor de Musil, Ernst Rowohlt, como dice Klaus Amann en la larga introducción, «le apretó las tuercas» diciéndole que los nazis podrían prohibir sus libros si los criticaba abiertamente. Comparar ese consejo con ponerle «apretarle las tuercas» puede ser exagerado; pero aun así, Musil tenía que mantener a su esposa Martha y le preocupaba que pudiera ser perseguida por su condición de judía si hablaba abiertamente. Además, como dijo de él uno de sus amigos, Musil tenía una «pusilanimidad y una ansiedad rayanas en la hiperprecaución… siempre sentía que tenía razones para tener miedo».
No se podía decir de Musil que fuera valiente, y su época premiaba la cobardía. Klaus Mann, que reunía a la resistencia literaria detrás de Die Sammlung, esperaba que Musil pudiera contribuir. Pero cuando su primer número, publicado en septiembre de 1933, declaró audazmente su propósito de oponerse a la «nueva Alemania», Musil pidió que se le borrara de la lista de futuros colaboradores. En octubre, el gobierno nazi publicó una declaración en la que exigía a las editoriales que retiraran los libros de cualquier persona relacionada con Die Sammlung. Thomas Mann, presionado por sus editores, declaró que había sido engañado sobre la política de la revista. Musil, siempre cauteloso, había dado ese paso antes de la proclamación de los nazis: lloró antes de que lo hirieran.
El deber, dijo Musil, le obligaba a «criticar», pero la prudencia le exigía moderación. Registró en su cuaderno privado la crudeza del régimen del canciller austriaco Kurt Schuschnigg:
cátedra obligatoria de filosofía eclesiástica, represión de todo lo que tuviera que ver con el espíritu libre, y lo más reciente: llenar la cátedra de anatomía de la Universidad de Viena con un hombre muy joven que escribió un trabajo sobre frenología alpina o algo así, ¡y literalmente nada más!
Pero Musil se abstuvo, en general, de decir tales cosas en público. Durante la Primera Guerra Mundial se había sumado al fervor patriótico, alabando la movilización como «atávicamente mística». La lección que sacó de aquel episodio fue que debía someter sus pasiones a la razón. Nunca más se lanzaría a movimientos políticos, ni siquiera para luchar contra el fascismo. Llegó a creer que el «escritor en la arena pública» podía aspirar a ser poco más que un «observador impotente». Si esa reflexión hubiera sido el resultado de largas luchas infructuosas, uno podría haber simpatizado.
Defender la cultura, decía Musil, significaba resistirse al colectivismo que, incluso en su versión más benigna, era irreconciliable con los valores humanistas, mientras que en su peor momento se convertía en «el culto desnudo de la violencia». Pronunció un discurso en el que afirmó que el «estado total» de Benito Mussolini suponía una amenaza para el «espíritu libre», mientras que los alemanes, en lugar de protestar por la toma del poder de Hitler, habían demostrado que carecían de la más mínima medida de coraje civil: «el espíritu se comportó como se comporta el cuerpo bajo el fuego de la artillería; se agachó».
Pero eso podría haberse dicho del propio Musil. Aunque su discurso había sido bastante suave, se negó a que se reimprimiera. Más tarde, dando una conferencia en Basilea en 1935, afirmó que sus temores no se habían «materializado»: el régimen austrofascista se había mostrado «tolerante» y «apenas un pelo» de la cabeza del «espíritu libre» había resultado dañado. Nada clarividente, por no decir nada más.
Musil sentía una aversión felina por los mítines, las consignas y las protestas. Enmarcó las siguientes frases en su cuaderno: «El escritor habla: Nunca fui de un partido. Siempre anduve por mi cuenta. Cumplí con mi deber. Pero ahora quieren impedírmelo. Por eso estoy aquí».
Tiene, señala Amann, «el aire de una última voluntad y testamento» porque encierra la hostilidad de Musil a la «servidumbre política» y a la «obediencia servil».
Pero en esos mismos años encontramos a Musil considerando las perspectivas de unirse al Vaterländische Front (VF), la organización política del Estado austrofascista. Inspirada en parte en el Partito Nazionale Fascista de Mussolini, tenía una fuerte inflexión católica. En noviembre de 1936, Musil se afilió al partido con la esperanza de conseguir una pensión de funcionario, que nunca obtuvo. Difícilmente pueda considerárselo como un ejemplo de integridad moral.
El traductor, Genese Grill, explica esta afiliación de Musil diciendo que el VF era «fiel a las fuerzas antinacionalsocialistas». Pero eso en realidad sólo significaba que los fascistas tenían luchas intestinas: La prohibición del partido nazi por parte del canciller Engelbert Dollfuss resultó inútil, mientras que su erradicación del movimiento socialista aseguró la derrota de las fuerzas antinazis, que carecían de su bloque más fuerte. En contra de lo que insiste Amann, la FV no era un «crisol de leales al Estado» ni carecía de orientaciones políticas específicas: era reaccionaria, aunque menos matona que sus equivalentes italianos o alemanes, con una hostilidad al socialismo en su núcleo mismo.
Es fácil, dice Amann, con la seguridad de la posteridad, considerar la adhesión de Musil al FV como «un acto políticamente irresponsable» o un «suicidio intelectual». ¿Fácil? Tal vez. Pero no equivocado.
Aún así, Musil demostró tener agallas cuando habló en el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en París en 1935. Prácticamente todos los oradores elogiaron a la Unión Soviética en los términos más lujosos. Musil, sin embargo, dijo que había que resistir al colectivismo en sí —de izquierda o de derecha—; la cultura, pensaba, no debía ser reclutada por la política o la ideología. El escritor alemán Bodo Uhse replicó que el discurso de Musil mostraba signos enfermizos de «decadencia burguesa», una afirmación que captaba perfectamente la mentalidad de un hombre que se había convertido del nazismo al estalinismo.
Todo esto es un duro correctivo a la elevada esperanza de que la literatura sea el «legislador no reconocido» de la sociedad. Puede que el escritor no sea un «observador impotente», pero son los movimientos políticos, no los poetas, los que hacen la historia. Hubo héroes como Toller que organizaron la resistencia intelectual al nazismo. Escribieron panfletos, firmaron peticiones, convocaron comités. Nada de eso importó. El público alemán, observa Wittstock, pensaba que la sección de literatura de la academia daba expresión a «la voz intelectual de la nación», pero en realidad estaba paralizada por mezquinas disputas internas. Brecht, por su parte, propuso a algunos camaradas que debían «conseguir una Schutzstaffel para escritores amenazados». Pero Heinrich Mann pronto pinchó la confianza de Brecht: ¿Cómo iban a enfrentarse a las tropas de asalto nazis un puñado de brutos amantes de la poesía?
Comentario