Por: Daniel Driscoll
Aunque cada vez más influyente en los círculos activistas y en los debates políticos, la perspectiva del decrecimiento para abordar el cambio climático adolece de graves defectos analíticos y políticos. Necesitamos un programa de crecimiento verde para descarbonizar el planeta.
En medio de las protestas francesas de mayo de 1968, nació la idea del decrecimiento bajo el nombre de décroissance. Rápidamente cobró fuerza en los círculos marxistas parisinos con trabajos de filósofos como el austriaco André Gorz y otros. Cuando en 1972 el Club de Roma publicó Los límites del crecimiento, el término «decrecimiento» se generalizó.
Hoy en día, el decrecimiento está viviendo otro momento, esta vez bajo su nombre en inglés, a medida que el decrecimiento se introduce tanto en los círculos políticos como en el discurso popular. Sin embargo, es una distracción para los movimientos climáticos de izquierdas, una que no podemos permitirnos cuando el mundo tiene tan poco tiempo para descarbonizarse.
El decrecimiento no ofrece ni soluciones empíricamente fundamentadas ni una teoría creíble del cambio social y político. Adolece de cuatro grandes problemas.
El decrecimiento a menudo confunde correlación con causalidad y extrapola en exceso el pasado.La fuerza del movimiento por el decrecimiento radica en la precisión con la que se relata cómo los países ricos se desarrollaron gracias al uso de combustibles fósiles. Los combustibles fósiles y las economías evolucionaron juntos: el carbón alimentó las primeras fábricas de la Revolución Industrial. La electricidad iluminó, conectó y expandió las ciudades de todo el mundo. El petróleo y el gas tejieron la economía mundial posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Así pues, el crecimiento económico fue de la mano del aumento de las emisiones. El movimiento por el decrecimiento sostiene que, aunque en teoría sea posible pasar a un crecimiento verde, una descarbonización suficientemente rápida requiere decrecimiento.
Sin embargo, centrarse en el crecimiento puede llevar a confundir correlación con causalidad y, en el peor de los casos, a distorsionar nuestras prioridades políticas. Por lo tanto, conviene hacer un recordatorio elemental: las emisiones de carbono proceden de la combustión de carbono, son emisiones de CO2, no emisiones de Producto Interno Bruto (PBI). Para descarbonizar, tenemos que sustituir las fuentes de energía de carbono por energías limpias y reprimir el crecimiento no resolverá el problema de la financiación de la electrificación y la sustitución de insumos energéticos.
Este punto puede parecer obvio, pero mucha gente parece olvidarlo y se centra demasiado en el crecimiento económico y el PBI (que es, por supuesto, un indicador controvertido del bienestar). El crecimiento depende del aporte energético, pero esa energía no tiene por qué proceder del carbono. Quienes sostienen que la disociación entre emisiones y PBI no puede producirse con la suficiente rapidez están extrapolando la asociación histórica entre emisiones y crecimiento. Si las tendencias históricas predijeran de forma rutinaria y directa nuestro futuro económico, entonces gran parte del riesgo que sabemos que es endémico al mercado de valores y al sector financiero no existiría, ya que el pasado sería una guía segura de lo que vendrá después.
El decrecimiento no reconoce que la redistribución puede impulsar el crecimiento.
El decrecimiento requiere la supresión política del consumo y la producción. Para compensar la enorme reducción de ingresos que esto supondría para las poblaciones más pobres, muchos expertos en decrecimiento sostienen que esta disminución de la producción y el consumo debería ir acompañada de una redistribución de la riqueza.
A primera vista, esa propuesta parece razonable: podemos disminuir las emisiones y la desigualdad al mismo tiempo. Pero reducir el crecimiento y redistribuir los recursos simultáneamente no es tan sencillo. La redistribución a los grupos de renta más baja o a las poblaciones que tienen una mayor propensión al gasto puede, de hecho, aumentar el consumo de los hogares, lo que, en igualdad de condiciones, puede a su vez aumentar las emisiones.
La redistribución es un objetivo loable, pero por sí sola no descarbonizará la economía. Algunos escritos matizados sobre el decrecimiento se centran en las recetas de pérdida para los residentes más ricos dentro de los países ricos y para los países ricos en general. Esto es sensato, pero ignora las emisiones que probablemente se produzcan con el desarrollo de las economías de mercado emergentes (EME) en países como India. También ignora el retroceso de la inversión en las EME que provocaría la reducción del consumo y el crecimiento en los países ricos, que tendería a devolver el exceso de capital a los países más ricos.
Los defensores del decrecimiento podrían argumentar que estos problemas podrían abordarse mediante regímenes de planificación nacional y mundial, que podrían (por ejemplo) restringir a los hogares para que no aumenten demasiado el consumo y obligar al capital a invertir más en los países más pobres. Tal vez valdría la pena sacrificar la gobernanza democrática, como algunos han argumentado. Pero incluso si un régimen autoritario de planificación global estuviera justificado, ¿qué fuerzas sociales tendrían la capacidad de instituirlo?
Para ser claros, esto no es una objeción a la planificación per se. Para hacer frente a la crisis climática, es evidente que necesitamos una gran dosis de planificación económica democrática que dé prioridad a los objetivos ecológicos frente a los beneficios. Pero la planificación a gran escala se vuelve más delicada desde el punto de vista técnico y moral cuando implica obligar a la mayoría de la población mundial a aceptar niveles de vida más bajos.
Históricamente, las transformaciones industriales exigieron crecimiento, y un crecimiento relativamente bajo en el contexto de tales transformaciones provocó catástrofes horribles (por ejemplo, la hambruna creada por la Unión Soviética en Ucrania durante su campaña de industrialización a principios de la década de 1930). Un menor crecimiento significa más compensaciones y pérdidas en una transición, lo que implica que la nueva formación de capital se produce a costa de una mayor supresión del consumo y, por tanto, de los niveles de vida.
Esto se debe a que el nuevo capital necesario para la transición tiene que proceder de algún sitio. Puede proceder de la reasignación de recursos de los sectores tradicionales de crecimiento (por ejemplo, de la agricultura a la industria) o de una marea creciente de crecimiento que pueda mejorar el nivel de vida de la mayoría. Por lo tanto, es necesario un auge mundial de la inversión para pagar la descarbonización, no un descenso de la inversión, como afirman muchos defensores del decrecimiento.
El decrecimiento adopta supuestos injustificados de la economía ortodoxa.
El decrecimiento tiene mucho en común con la defensa de los impuestos sobre el carbono. Los partidarios del impuesto sobre el carbono, al igual que los del decrecimiento, han defendido la disminución del consumo como vía para la descarbonización.
Este enfoque no ha ido bien históricamente. El gobierno francés impuso impuestos sobre el carbono sin ofrecer sustitutos adecuados a los ciudadanos (como vehículos eléctricos asequibles o suficientes opciones de transporte público) y, como resultado, el coste de la vida aumentó para los hogares con menos ingresos, que gastaron una mayor parte de sus presupuestos en energía, lo que finalmente produjo un malestar social generalizado.
Lo cierto es que el énfasis en la reducción del consumo está profundamente arraigado en la economía ortodoxa. Una perspectiva de economía ortodoxa afirmaría que debemos disminuir el consumo para reducir las emisiones. Esta perspectiva intenta predecir el futuro manteniendo constantes las variables del presente. Supone que los recursos y la productividad de los trabajadores siempre se maximizan y también que los costes unitarios de la energía no disminuirán.
Son suposiciones falsas: la utilización de los recursos, la productividad y los costos energéticos cambian mucho. La utilización de los recursos puede volverse más eficiente con el tiempo; pensemos en lo pequeños que se han vuelto los ordenadores desde los años 80 gracias a microchips cada vez más potentes. La productividad y la eficiencia varían constantemente. ¿Por qué si no compartirían las empresas información y técnicas entre sí para mejorar en esas medidas? Y los costos de la energía también pueden disminuir: véase el reciente desplome del precio de la energía solar.
Esto significa que la descarbonización a través de la disminución del consumo puede no ser necesaria. De hecho, las zanahorias (ganancias económicas) han tenido históricamente más éxito político que los palos (pérdidas económicas) a la hora de aplicar políticas climáticas.
Es probable que la descarbonización requiera inversiones masivas. Según las mediciones más sofisticadas, la descarbonización global costará unos 4 billones de dólares al año, y alguna versión de crecimiento verde dirigido por el Estado es probablemente nuestra mejor ruta. Este tipo de inversión a menor escala ya está aumentando la disponibilidad de sustitutos libres de carbono en Estados Unidos y China. Los decrecentistas a menudo se centran demasiado en la supresión económica, cuando tenemos que reconocer que la electrificación, la sustitución energética y la justicia económica pueden requerir un último auge económico.
El decrecimiento no tiene una teoría adecuada de la transformación política.
Desde la radical reorganización social de la Comuna de París hasta los resultados políticos que siguieron al movimiento por los derechos civiles, historiadores y científicos sociales han estudiado las condiciones que conducen a una transformación política exitosa. Para explicar los puntos fuertes o débiles de un movimiento y predecir o evaluar sus éxitos y fracasos, muchos estudiosos lo encuadran en lo que denominan una «estructura de oportunidades políticas». Una estructura de oportunidades políticas tiene tres componentes: (1) conciencia pública, (2) fuerza organizativa o movilizadora, y (3) oportunidades macropolíticas.
¿Cuál es la estructura de oportunidades políticas del movimiento decrecimiento? A pesar de la cháchara académica, el movimiento por el decrecimiento es irrelevante para la mayoría de la población mundial. Para tomar el pulso a la opinión pública, comparé las búsquedas en Google de «decrecimiento» frente a «cómo hacerse rico».
Búsquedas en Google de «decrecimiento» contra «cómo hacerse rico». Nota: En el eje y, el valor de 100 indica popularidad máxima. El reciente pico en las búsquedas de «Cómo hacerse rico» representa el lanzamiento de Netflix de un programa con ese nombre.
Búsquedas en Google de «decrecimiento» frente a «cómo hacerse rico». Nota: En el eje Y, el valor 100 indica el pico de popularidad. Más información aquí. El reciente pico de búsquedas de «cómo hacerse rico» representa el estreno en Netflix de un programa con ese nombre.)
La mayoría de la gente no sólo da prioridad al crecimiento y la prosperidad frente al cambio climático (como ya se ha dicho) sino que tampoco conoce ni se interesa por el decrecimiento. El movimiento por el decrecimiento fracasa en el ámbito de la conciencia pública, tanto en opinión como en notoriedad.
La situación es aún más grave cuando se examinan otros aspectos de la estructura de oportunidades políticas del movimiento. No hay ninguna gran organización o institución del movimiento social que incluya el decrecimiento en su plataforma. Si existen organizaciones de este tipo, cuentan con escasos recursos y redes, que son ingredientes clave para el éxito del movimiento. El movimiento por los derechos civiles, por ejemplo, contaba con universidades, iglesias y organizaciones activistas negras (la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, la Conferencia de Liderazgo Cristiano del Sur, el Comité Coordinador Estudiantil No Violento y el Congreso por la Igualdad Racial) unidas a través de sólidas redes y alianzas. El decrecimiento no tiene una base de apoyo natural y su creación exigiría una transformación de la conciencia política a escala mundial.
Por último, no se dan las condiciones macropolíticas necesarias para apoyar el movimiento. No hay regímenes políticos interesados en impulsar el movimiento. Ni siquiera la Unión Europea, posiblemente el bloque internacional más comprometido con la descarbonización en estos momentos, está interesada en el decrecimiento. En la Conferencia «Más allá del crecimiento», la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, declaró: «Un modelo de crecimiento centrado en los combustibles fósiles está sencillamente obsoleto» y abogó por «un modelo de crecimiento diferente que sea sostenible en el futuro». Habla de crecimiento verde, no de decrecimiento.
Además, los estudios demuestran una y otra vez que las democracias dan prioridad a la prosperidad económica frente a la descarbonización real. El crecimiento económico puede mejorar la calidad de vida de las personas (excepto en caso de que las guerras o la tendencia a la concentración de riqueza superen al crecimiento, como documentó Thomas Piketty). Los gobiernos nacionales están legitimados por el crecimiento y cuando no lo consiguen hay consecuencias políticas.
Si el estancamiento económico suele provocar explosiones de ira contra el statu quo en los países ricos, imaginemos cómo afrontarán las economías de mercado emergentes el decrecimiento forzoso (se prevé que las tasas de crecimiento de esos países en los próximos años empequeñezcan las de las economías de mercado avanzadas). Es difícil creer que las economías emergentes vayan a aceptar el no desarrollo en aras de los objetivos climáticos. (No es de extrañar que los científicos sociales de los BRICS y de los países no pertenecientes a la OCDE estén a favor del crecimiento ecológico frente al decrecimiento).
Los decrecentistas podrían replicar razonablemente que los defensores de las políticas de crecimiento verde también carecen de la conciencia pública, la fuerza organizativa o movilizadora y las oportunidades macropolíticas para lograr un cambio significativo. La diferencia es que la inmensa mayoría de la sociedad está interesada en un programa de crecimiento verde igualitario del tipo del Green New Deal, porque se beneficiaría de una inversión pública masiva en empleos verdes, infraestructuras y transporte público que elevaría su nivel de vida. Y los trabajadores organizados de sectores estratégicos como la electricidad y la automoción tienen la influencia estructural necesaria para conseguir reivindicaciones climáticas clave.
En otras palabras, el movimiento más amplio por el clima tiene una coalición potencial con los intereses y la capacidad para alcanzar sus objetivos, pero aún necesita organizarse. Esto significa que un programa de crecimiento verde tiene una «estructura de oportunidad política» potencial plausible, a diferencia del decrecimiento.
¿Qué está en juego?
Apesar de las perspectivas poco claras del decrecimiento para lograr la descarbonización y la falta de un electorado popular plausible, muchas personas inteligentes se han dejado distraer por él. En lugar de intentar convencer a todo el mundo de que hay que luchar contra el crecimiento económico, hay problemas prácticos más inmediatos que los que quieren una transición ecológica deben atender. Por nombrar algunos:
Financiar las economías de mercado emergentes. Las EME no pueden permitirse abandonar los combustibles fósiles y financiar la transición verde con sus propios balances.
Acabar con la austeridad en los países ricos. Los países ricos ya pueden permitirse la descarbonización. Pero se han visto obstaculizados por ideologías neoliberales y enfoques políticos que les han impedido utilizar el poder del Estado y la inversión pública para transformar sus economías.
Compensar a los perdedores en la transición. Los hogares con costos energéticos más elevados y los trabajadores y regiones que dependen de industrias intensivas en carbono necesitarán apoyo, en forma de programas de bienestar, formación laboral, etcétera, a medida que las economías se alejan de los combustibles fósiles.
Extracción de minerales críticos. ¿Cómo podemos extraer minerales críticos para construir tecnologías verdes sin abusar de la mano de obra ni destruir ecosistemas?
Utilizar el poder del «gran Estado verde» para lograr una transición justa. Si el capital privado está al volante de la transición verde, existe el peligro de que se privaticen los bienes públicos, se sacrifiquen objetivos clave en aras de beneficios rápidos y se agrave la desigualdad. Y no toda descarbonización es rentable. ¿Cómo llevar a cabo una planificación ecológica que garantice una transición al servicio del público y no de los intereses privados?
Abordar los retos geopolíticos. Algunos países son apáticos en relación con el cambio climático o tienen activos que se ven directamente amenazados por la descarbonización (por ejemplo, los petroestados). ¿Cómo conseguir que se descarbonicen?
Estos son sólo algunos de los problemas críticos a los que nos enfrentamos para avanzar en la descarbonización. El tiempo limitado nos obliga a apostar y priorizar soluciones para ellos ahora. El decrecimiento puede ser una idea atractiva para académicos y activistas de izquierda moralmente comprometidos. Pero no es un camino serio para el clima.
Traducción: Pedro Perucca
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