Por: Samuel Farber
Traducción: Rodrigo Sebastián
Lo más importante de Donald Trump no es su condición psicológica, sino el hecho de que es un capitalista. Y de un tipo particular: un lumpencapitalista.
Nadie sabe bien cómo entender a Donald Trump. Poco después de que asumiera la presidencia por primera vez, un grupo de 27 psiquiatras y especialistas en salud mental confeccionaron una extensa lista de sus trastornos de personalidad: narcisismo, trastorno delirante, paranoia, hedonismo desenfrenado, entre otros. Si bien algunos de estos diagnósticos podrían ser acertados, las denominaciones psicológicas no son la mejor manera de develar el fenómeno Trump. Para examinarlo como actor político en toda su complejidad, debemos subsumir sus características personales en la estructura social de Estados Unidos.
Trump es un capitalista. Eso lo sabemos todos. Pero es un tipo particular de capitalista: un lumpencapitalista.
Una trayectoria de embustes
En La lucha de clases en Francia. 1848-1850, Karl Marx escribió que la aristocracia financiera de la época, «lo mismo en sus métodos de adquisición que en sus placeres, no es más que el renacimiento del lumpemproletariado en las cumbres de la sociedad burguesa». El erudito marxista Hal Draper aclaró que la «aristocracia financiera» de Marx no refería al capital financiero que juega un rol esencial en la economía burguesa, sino a los «buitres y carroñeros» que se mueven entre la especulación y la estafa y que son los cuasicriminales o excrecencias delictivas del cuerpo social de los ricos, al igual que el «lumpenproletariado» propiamente dicho es la excrecencia de los pobres.
Marx se refirió nuevamente al «lumpenproletariado» de clase alta después de la caída de la Comuna de París en 1871, como aquel que disfruta de su tiempo libre en «el París masculino y femenino de los bulevares: el París rico, capitalista, dorado, el París ocioso (…), atestado ahora de sus lacayos, sus esquiroles, su bohême literaria y sus cocottes».
La esencia del lumpencapitalismo de Trump se expresa de muchas maneras, comenzando por sus operaciones financieras turbias e ilegales (o que rayan en la ilegalidad). Los capitalistas «normales» toman a menudo atajos ilegales en su búsqueda de ganancias —eludiendo el pago de impuestos, violando regulaciones estatales o tratando de quebrar ilegalmente a los sindicatos—, todo esto sin dejar de ser empresas capitalistas «normales». Para el lumpencapitalista Trump, sin embargo, esos atajos son la principal estrategia para la obtención de ganancias.
Ejemplos de esto abundan, empezando por los embustes que impregnan sus operaciones financieras. Los capitalistas «normales» piden regularmente préstamos a los bancos y a otras instituciones financieras para llevar adelante sus empresas; solo recurren a la quiebra de manera ocasional y como último recurso. Pero como el «rey de la deuda» que es, Trump ha declarado la quiebra de sus empresas nada menos que en seis ocasiones, cinco veces en el caso de sus casinos y una vez de su Hotel Plaza de Nueva York.
De acuerdo con la periodista y biógrafa Gwenda Blair, en 1990, Trump se reunió en secreto con representantes de varios grandes bancos estadounidenses para encontrar una solución a su abrumadora deuda bancaria de 2000 millones de dólares, que incluía responsabilidad personal sobre garantías y préstamos por 800 millones de dólares, así como más de 1000 millones en bonos basura en sus casinos. Como escribió Blair, en menos de una década, Trump se había convertido en lo que Marie Brenner en Vanity Fair llamó el «Brasil de Manhattan», con pagos de intereses anuales de aproximadamente 350 millones de dólares, por encima de su flujo de caja. Solo dos de sus activos, el 50% del Hotel Grand Hyatt y el área comercial de la Torre Trump, tenían por aquel entonces posibilidades reales de obtener beneficios.
Los juicios contra la Universidad Trump han expuesto aún más el alcance de sus oscuras operaciones financieras. Trump fundó esta «universidad» con fines de lucro en 2005, junto con un par de socios, para ofrecer cursos sobre bienes raíces y gestión de activos, entre otras materias. No estaba acreditada, no otorgaba calificaciones ni créditos universitarios y tampoco expedía títulos. Algunos años después de su fundación, fue investigada por el fiscal general de Nueva York y demandada por prácticas comerciales ilegales. También se presentaron dos demandas legales colectivas en el tribunal federal, alegando que sus estudiantes eran víctimas de prácticas publicitarias engañosas y tácticas de venta agresivas. Una vez electo presidente en 2016, Trump pagó a las víctimas 25 millones de dólares para dar por concluido el caso, pese a haber prometido reiteradamente que no lo haría.
Instituciones como la Universidad Trump suelen tener estándares muy bajos en cuanto a finalización de estudios e inserción laboral, pero en cambio son eficientes máquinas de sustracción de beneficios a través de los préstamos y subsidios que el gobierno federal da a sus estudiantes adultos, mayoritariamente pobres y pertenecientes a las minorías. Después de que la administración de Barack Obama tratara de frenar algunos de sus peores abusos, el gobierno de Trump emprendió un giro de 180 grados: bajo la dirección de la secretaria de Educación Betsy DeVos, este tipo de instituciones tuvieron nuevamente vía libre para proseguir con sus prácticas fraudulentas.
La Fundación Trump es otro buen ejemplo. Tal como publicó el New York Times en un editorial de 2018, «la Fundación Trump no es una organización de caridad ética y generosa, sino solo otra de sus estafas». Como apuntaba el artículo, la mayor donación reportada por la Fundación, una suma de 264.631 dólares, fue usada para renovar la fuente ubicada en el frente del hotel Trump Plaza de Nueva York. Otras actividades cuestionables incluían aportes ilegales para la reelección de Pam Bondi, la fiscal general de Florida, en 2013.
El 2 de octubre de 2018, el New York Times publicó una devastadora investigación sobre Trump que desmentía su afirmación de que su padre, Fred Trump, «solo» le había prestado un millón de dólares para empezar su carrera empresarial. De hecho, se muestra que Trump recibió de su padre por lo menos 60,7 millones de dólares (140 millones a valores contemporáneos). El artículo también detalla los artilugios sospechosos y abiertamente ilegales utilizados por Trump para evitar el pago de cientos de millones de dólares en impuestos sobre donaciones y bienes inmuebles.
Lo más elocuente sobre la personalidad de Trump fue la revelación de que, en 1990, intentó apropiarse de las empresas y fortuna de su padre, de 85 años, a sus espaldas. La tentativa de Donald fue frustrada por el mismo Trump Sr., quien, con la ayuda de su hija, la jueza federal Maryanne Trump Barry, lo privó legalmente de tomar el control de sus negocios. De acuerdo con las declaraciones juradas de los integrantes de la familia Trump, Fred Trump les dijo que si Donald tomaba el mando «pondría en riesgo su trabajo de toda una vida», y que temía que su hijo utilizara esas empresas como aval para rescatar sus negocios en quiebra.
Existen evidencias sólidas de que las serias dificultades financieras de Trump lo empujaron a los márgenes del mundo financiero y al lavado de dinero como fuente de capital. Como señalaba John Feffer en «El dinero sucio de Trump», solo quedaba una institución, el Deutsche Bank, dispuesta a darle crédito, lo que lo llevó a recurrir a personajes y redes sumamente dudosas, a celebrar acuerdos financieros barrocos con empresas fantasmas, a usar seudónimos en los contratos y a ocultar sus declaraciones de impuestos. Además, Trump comenzó a utilizar grandes cantidades de efectivo (hasta 400 millones de dólares desde 2006) para comprar enormes propiedades en operaciones financieras sospechadas de favorecer el lavado de dinero.
La mayor parte del dinero, escribe Feffer, provenía de la venta de sus propiedades a oligarcas rusos. Una investigación de Reuters de 2017 descubrió que inversores rusos le compraron a Trump un condominio en Florida por una suma de alrededor de 100 millones de dólares; y que un multimillonario ruso-canadiense invirtió millones en una propiedad de Trump en Toronto, lo que incluyó el pago de una «comisión» de 100 millones de dólares a un intermediario de Moscú para atraer a otros inversores rusos.
En 2018, un oligarca ruso le pagó 95 millones de dólares a Trump por una mansión en Palm Beach que el magnate había comprado cuatro años antes por 41 millones. Además, señala Feffer, Trump negoció acuerdos similares con inversores kazajos conocidos por sus actividades de lavado de dinero, empresas corruptas de la India y un turbio director de casinos en Vietnam. Incluso su casino Taj Mahal fue acusado en dos oportunidades diferentes, en 1998 y 2015, de violar las regulaciones contra el lavado de dinero.
Los lumpenamigos de Trump
El carácter lumpencapitalista de Trump no solo se evidencia en su búsqueda de ganancias, sino también en el tipo de amigos y socios de los que se ha rodeado y hacia los que se siente atraído por actividades y valores compartidos; estos demuestran una orientación depredadora hacia el mundo, carente de consideración alguna más allá del propio beneficio o el de sus amigos.
Un ejemplo del tipo de amistades de Trump es David J. Pecker, presidente de la compañía de prensa amarilla American Media Inc. (AMI) y editor del National Inquirer, principal órgano de la prensa sensacionalista en Estados Unidos. Antes de las elecciones de 2016, AMI le compró a la modelo de Playboy Karen McDougal los derechos de su affaire extramatrimonial con Trump para asegurar que esa historia nunca viera la luz. Además de revelar la actitud machista de Trump y Pecker hacia las mujeres, este hecho constituyó una clara violación de las leyes de financiamiento de campañas.
Otro ejemplo notable fue Roy Cohn, uno de los mejores amigos y reconocido mentor de Trump, un verdadero ejemplo de lumpenburgués (ya que, stricto sensu, no era un capitalista). Es posible que el notorio rol de Roy como jurista en la caza de brujas anticomunista del senador Joe McCarthy haya desviado la atención pública de sus nefastas actividades posteriores. Nicholas von Hoffman, el biógrafo de Cohn, cita a uno de sus socios abogados que lo describe como «una persona completamente carente de reglas», de tal forma que «cualquier cosa que se propusiera, en cualquier momento, era lo correcto», una expresión del carácter lumpen y depredador de Cohn.
Von Hoffman, e incluso Sidney Zion, un defensor a sueldo de Cohn, lo describió como un gran manipulador de personas que vivía en un mundo en el que los intercambios constituían la moneda de cambio. Además de haber representado legalmente a la mafia, Cohn socializaba con ella. Fue acusado por manipulación de jurados en 1963, y seis semanas antes de su muerte en 1986, fue inhabilitado por conducta inmoral y poco profesional que incluía, de manera reveladora, malversación de fondos de los clientes, información falsa en una postulación para el Colegio de Abogados y presiones para que un cliente enmendara su testamento. Algo esperable por su falta de principios, fue un hombre gay homofóbico (murió de sida), que se manifestó públicamente en contra de que los homosexuales pudieran desempeñarse como docentes en las escuelas.
Trump sabía todo esto sobre Cohn. Y aun así, lo introdujo en su círculo privado como amigo y mentor. Gwenda Blair cita a Eugene Morris, primo de Cohn y destacado abogado de bienes raíces de Nueva York, quien decía que «Donald se sentía atraído por el hecho de que Roy hubiera sido acusado». Y usó los servicios legales de Cohn para demandar al gobierno de Estados Unidos por daños y perjuicios en represalia por haber sido acusado de prácticas de alquiler racialmente discriminatorias en los edificios de departamentos de su propiedad.
Michael Cohen, un antiguo amigo íntimo de Trump, abogado personal y apoderado, es otro ejemplo de la mencionada tendencia de Trump a rodearse de este tipo de socios y amigos. La vida de Cohen es un elocuente ejemplo de lo que conlleva el lumpencapitalismo. Después de graduarse en la Cooley Law School de Michigan, se convirtió en un recio abogado de lesiones personales. En 1994, su matrimonio lo conectó con el mundo de los inmigrantes de la antigua Unión Soviética y con el negocio de los taxis, donde hizo millones a través de la compraventa de licencias.
Pero su golpe de suerte provino de la compraventa de inmuebles en circunstancias sumamente sospechosas. En apenas un día, en 2014, vendió cuatro inmuebles en Manhattan por 32 millones de dólares al contado, el triple de lo que había pagado por ellos tan solo tres años antes. Se desconoce la identidad de los propietarios de las sociedades de responsabilidad limitada que compraron las propiedades de Cohen, así como el motivo por el cual aceptaron pagar semejante suma de dinero, si bien Cohen alegó que las ventas se concretaron en efectivo para ayudar a los compradores a diferir los impuestos en otras transacciones. Sin embargo, Richard K. Gordon, director del Instituto de Integridad Financiera (Financial Integrity Institute) de la Facultad de Derecho de la Case Western Reserve University, quien estuvo a cargo de campañas contra el lavado de dinero en el Fondo Monetario Internacional, declaró que si hubiera estado en la posición del banco, habría rechazado directamente la transacción o al menos habría calificado a Cohen con un riesgo extremadamente alto.
Más tarde, Cohen se involucró en la construcción de una Torre Trump en Moscú con Felix Sater, un amigo proveniente de Rusia con quien Cohen y Trump continuaron trabajando incluso después de que se conociera que Sater había sido cómplice de un plan de manipulación de acciones que involucraba a figuras de la mafia y criminales rusos (con el tiempo, Sater se declaró culpable y se convirtió en informante del FBI y otras agencias de inteligencia).
Cohen también tenía negocios con empresas que operaban en los márgenes del sistema de salud. Si bien no está claro qué papel jugó en esas empresas, a las que ayudó a registrarse ante los organismos del Estado, dos de los médicos que figuraban en las actas constitutivas, Aleksandr Martirosov y Zhanna Kanevsky, fueron acusados de fraude en los seguros en las distintas prácticas médicas que realizaban. Martirosov también fue acusado de hurto mayor y el doctor Kanevsky, de extorsión al Estado. Las acusaciones fueron el resultado de una investigación sobre accidentes falsos y negligencia médica.
Esta información sobre Cohen surge de una exhaustiva investigación periodística publicada por el New York Times el 5 de mayo de 2018. La investigación también reveló que, en 1993, el suegro de Cohen se declaró culpable no haber cumplido con los reportes de transacción monetaria requeridos por la ley federal para grandes operaciones en efectivo (dado que cooperó en un caso relacionado, se le otorgó una probation). El médico de familia Morton W. Levine, tío de Cohen, brindó asistencia médica a los integrantes de la organización criminal denominada Familia Lucchese, a quienes según un agente del FBI «ayudó en sus actividades ilegales». Anthony («Gaspipe») Casso, un subjefe de la Familia Lucchese, describió a Levine «como alguien que haría cualquier cosa por él». El doctor Levine también era dueño de El Caribe, un salón de eventos de Brooklyn —en el que Michael Cohen mantuvo una pequeña participación durante largo tiempo, hasta las elecciones de 2016— que durante décadas fue el escenario de bodas y fiestas navideñas de la mafia, y en el cual dos tristemente célebres mafiosos rusos de Nueva York tenían sus oficinas.
La investigación del New York Times también señalaba que ambos socios de Cohen en el rubro de los taxis (Symon Garber y Evgeny Freidman) tenían un historial de problemas legales. Cada uno tuvo que pagar más de un millón de dólares por cobrar de más a sus conductores, según el fiscal general del estado de Nueva York. Antiguos socios comerciales también los acusaron de falsificar firmas, estafar a los abogados y evadir el pago de deudas. Las empresas de taxis de Cohen en Nueva York y Chicago deben más de 375.000 dólares por impuestos, seguros e inspecciones, y 14 de sus 54 taxis fueron suspendidos.
El séquito de amigos de Trump también incluye celebridades cuyos antecedentes revelan mucho sobre la personalidad del presidente. Una de ellas es el rapero Kanye West, quien, como escribió el escritor Ta-Nehisi Coates, es, al igual que Trump, despreciativo, narcisista y de una ignorancia apabullante; sus comentarios que sugerían que los cientos de años que duró la esclavitud fueron resultado de la propia elección de los esclavos son emblemáticos de su desprecio (y el de Trump) y de su falta de empatía por las víctimas de la opresión. Otro es el excampeón de boxeo Mike Tyson, un héroe para Trump, conocido por su adicción al alcohol y las drogas, sus problemas legales y una condena por violación. Tal como afirmó Charles M. Blow en el New York Times, Trump considera su coqueteo con raperos y atletas ricos una prueba de su igualitarismo. Fiel a su carácter lumpen, como escribe Blow, absorbe los aspectos más grotescos de esas celebridades desde su fachada de rico hombre de negocios.
Los amigos de Trump
Sus inclinaciones lumpen-depredadoras conducen a Trump a tener una relación prácticamente precapitalista y predemocrática con la investidura presidencial; su persona y su rol se confunden, y la Presidencia funciona para beneficio suyo y de sus amigos. La conducta política de Trump representa un impedimento para la función política más importante del Estado capitalista: actuar como unificador y árbitro de las facciones de la clase dominante.
Trump ha sido un continuo destructor de las reglas «normales» de comportamiento político esenciales en la función de árbitro confiable y responsable en el conflicto intracapitalista. Se negó a dar a conocer sus declaraciones de impuestos y a colocar sus propiedades financieras e inmobiliarias en un fideicomiso ciego, prácticas habituales a las que han adherido desde hace muchos años tanto los republicanos como los demócratas. Ha ignorado muchas reglas del juego institucional, especialmente aquellas que mantienen el «civismo» esencial para la estabilidad política y para una armoniosa alternancia en el poder entre republicanos y demócratas.
Un ejemplo flagrante de esta falta de «civismo» fue su llamamiento a meter en prisión a su candidata rival en 2016, Hillary Clinton, así como la instigación a sus seguidores a gritar «Cárcel a Hillary». Todos los políticos profesionales mienten, pero las mentiras empedernidas y descaradas de Trump sobre los asuntos más fácilmente verificables han roto el modelo del politiqueo habitual y han trastocado la autoridad moral de la Presidencia. Trump instaló una atmósfera de intimidación en la esfera política, justificando frecuentemente la ilegalidad y recurriendo, como señaló Joan Walsh en The Nation, al lenguaje mafioso, como cuando se quejó de la práctica de ofrecer la reducción de sentencias a aquellos acusados que den información para implicar a jefes superiores en las jerarquía de las organizaciones criminales, o cuando negó que el consejero de la Casa Blanca Don McGahn fuera «un soplón al estilo John Dean» (el consejero de Nixon involucrado en el Watergate).
Los capitalistas desconfían de Trump, no porque lo vean como moralmente deficitario, sino porque lo ven como un presidente arbitrario, impredecible y poco confiable que, como su amigo y mentor Roy Cohn, se cree por encima de las reglas, excepto las que le convienen en ese preciso momento. Si bien los capitalistas estadounidenses, en términos generales, se han beneficiado de su administración, lo ven no solo como alguien que no pertenece a su clase, sino también como un outsider político con el cual es imposible lograr una confianza mutua (a diferencia de otros presidentes, de quienes pueden esperar un mínimo respeto de los acuerdos). Esa es una de las principales razones por las que gran parte de los medios de comunicación de élite, como el New York Times y el Washington Post, se oponen duramente a Trump, algo inusual en la política de Estados Unidos, excepto quizás durante la época del caso Watergate, durante la presidencia de Nixon.
Por eso es que la mayoría de los capitalistas se rehusaron a apoyarlo antes de que ganara las primarias republicanas de 2016. Muchos de ellos le negaron su apoyo debido a sus provocaciones racistas y antinmigración, que vieron como una amenaza a la estabilidad del sistema económico y político, o bien porque apoyaban la legalización, al menos, del trabajo temporario de los inmigrantes, como fue el caso de los capitalistas de la agroindustria y de Silicon Valley. Muchos capitalistas tampoco lo apoyaron debido a su defensa del proteccionismo, una política defendida principalmente por ejecutivos de industrias en decadencia como la del carbón y el acero.
Un estudio de 2018 realizado por Thomas Ferguson, Paul Jorgensen y Lie Chen, muestra que, en 2015 (el año anterior a las elecciones generales de 2016), la campaña de Trump concitó el apoyo financiero de empresas de sectores industriales menos dinámicos, como la del acero, el caucho, la maquinaria y otras que esperaban beneficiarse del proteccionismo de Trump. En esta etapa temprana, también recibió dinero de capitalistas individuales como el «bucanero de las finanzas» Carl Icahn, prácticamente un paria para las principales compañías de la Mesa Redonda de Negocios y de Wall Street; también de una minoría de capitalistas de Silicon Valley, como Peter Thiel, una figura conocida en la industria, y muchos ejecutivos de Microsoft y Cisco Systems, que aportaron más de un millón y unos cuatro millones de dólares respectivamente a la campaña de Trump.
Es cierto que una vez que Trump ganó el número de delegados necesarios en las primarias republicanas para obtener la nominación presidencial, un creciente número de empresas comenzaron a contribuir a su campaña esperando asegurarse la buena voluntad del candidato en el caso de que llegara a la Casa Blanca. Así pues, según Ferguson et al., la víspera de la Convención Republicana conllevó «una cuantiosa entrada de dinero, que incluyó, por primera vez, contribuciones significativas de grandes empresas».
Además de la minería (especialmente el sector del carbón, que continuó apoyando a Trump), entre los nuevos contribuyentes estuvieron la gran industria farmacéutica, preocupada por las declaraciones de Clinton sobre la regulación de precios de los medicamentos; las tabacaleras y la industria química, petrolera y de telecomunicaciones (en particular, AT&T, que tenía una importante fusión pendiente con Time Warner). El reporte de Ferguson et al. apunta a que el dinero también comenzó a llegar de ejecutivos de grandes bancos (Bank of America, J.P. Morgan Chase, Morgan Stanley y Wells Fargo), e incluso de algunas compañías de Silicon Valley que no habían apoyado a Trump hasta ese momento, como Facebook, que aportó en su momento 900.000 dólares al Comité Anfitrión de Cleveland para la convención republicana.
Aun así, según lo informado por Ferguson et al., las contribuciones totales de Trump para la carrera presidencial de 2016 ascendieron a algo más de 861 millones de dólares, en comparación con los 1400 millones recaudados por la campaña de Clinton. Con la posible excepción de 1964, aquella campaña de Clinton superó cualquier otra campaña desde el New Deal y obtuvo apoyo financiero «incluso de sectores y compañías que rara vez han apoyado a los demócratas». Sin duda había sido Hillary Clinton, y no Trump, la candidata presidencial apoyada por la mayoría de la clase capitalista.
El apoyo capitalista a Trump aumentó de manera sustancial después de su llegada a la Casa Blanca. Sus políticas fiscales de derecha y sus políticas aún más extremistas respecto de la desregulación en sectores clave como el medio ambiente, el trabajo y la protección al consumidor han convencido a amplios sectores de la clase capitalista. Pero el apoyo a Trump entre los capitalistas estadounidenses no se debe solo a sus recortes fiscales y a sus políticas desregulatorias, sino al hecho de que su gobierno coincidió con una expansión de la economía que en gran medida fue producto del ciclo económico.
Si bien a la mayoría de los capitalistas posiblemente no le agraden los aranceles de Trump, así como a sus guerras comerciales con China y la Unión Europea, en tanto y en cuanto sus ganancias sigan aumentando preferirán mostrarse cautos respecto de su gobierno. Pero no confían en él ni pueden desarrollar una relación sobre la base de algún tipo de reglas comunes y previsibles. Su comportamiento político extremo los obligó en ocasiones a tomar distancia, como ocurrió en agosto de 2017 después de que supremacistas blancos se reunieran en Charlottesville, Virginia, en una demostración de poder que dejó como saldo un muerto y varios heridos graves a manos de supremacistas blancos. La reacción de Trump, que consistió en denunciar la violencia de «ambos lados», provocó una indignación generalizada. Muchos CEO incluso se sintieron obligados a renunciar al American Manufacturing Council, que asesoraba a Trump.
Los sofisticados órganos de información y opinión procapitalistas, especialmente aquellos defensores de la economía del laissez-faire, se incomodan con el apoyo que las empresas estadounidenses brindan —de buena o mala gana— a Trump. Un ejemplo emblemático de este malestar lo constituyó un editorial de 2018 de The Economist titulado «The Affair» y subtitulado «Los ejecutivos estadounidenses creen que el presidente es bueno para los negocios. No en el largo plazo». The Economist sostenía que «las corporaciones estadounidenses están siendo miopes y descuidadas a la hora de medir los costos del sr. Trump». «El sistema de comercio estadounidense», decía el editorial, «se está apartando torpemente de las reglas, la apertura y los tratados multilaterales y se inclina hacia la arbitrariedad, la insularidad y los acuerdos efímeros».
Para The Economist, el costo de volver a regular el comercio podría incluso superar los beneficios de la desregulación en el país. Eso podría ser tolerable de no ser por la imprevisibilidad que marcó la primera era Trump, en particular su tendencia a hacer alarde de su poder mediante «actos absolutamente discrecionales».
El ascenso de un presidente lumpencapitalista
¿Cómo fue posible que un candidato con una relación problemática con la clase dominante pudiera emerger y llegar a ser elegido presidente? Más aún teniendo en cuenta que, paradójicamente, siendo él mismo un capitalista, al tomar posesión del cargo en enero de 2017, tenía lazos mucho más débiles con la clase capitalista en su conjunto que Obama, Bill Clinton, George Bush padre e hijo, Ronald Reagan y Jimmy Carter.
La explicación se remonta al impacto que tuvo la crisis creada por la gran recesión económica de 2008. La recesión se sumó a los efectos duraderos de la creciente desindustrialización que los trabajadores estadounidenses sufrieron y frente a la cual el Partido Demócrata, ya sea bajo el ala de Carter, Clinton u Obama, no hizo gran cosa para mejorar la situación. Un caso paradigmático fue el de Virginia Occidental, un Estado con hegemonía demócrata con una economía basada en la minería del carbón y sede del otrora poderoso sindicato United Mine Workers (UMW), que fue ignorado por el Partido Demócrata cuando la industria del carbón entró en una recesión que, además de producir desempleo y subempleo, terminó reflotando al Partido Republicano. Los estados de Michigan, Ohio y Pensilvania siguieron un patrón similar en 2016. La pérdida de estos estados selló la derrota de Hillary Clinton en 2016.
Ya en 2016, en todo Estados Unidos, millones de familias que habían sido testigos del aumento de nivel de vida y de movilidad social durante los «treinta años gloriosos», entre 1945 y 1975, no esperaban que sus hijos —que en caso de llegar a la universidad terminarían endeudados de por vida— tuvieran tanto éxito como ellos. Los empleos disponibles quedaron cada vez más restringidos a sectores no sindicalizados y de salarios bajos, como la logística, los call centers, la hotelería y atención de la salud, mientras que los trabajos de calidad, en general calificados, requerían en su mayoría formación de posgrado. Esta situación es el trasfondo económico y social del crecimiento de la epidemia de consumo de opioides entre la población blanca y, de manera creciente, entre las minorías.
Envuelto en un manto de autenticidad al postularse como un defensor de la gente común —una tarea no muy difícil teniendo enfrente a una Hillary Clinton asociada a la elite—, Trump prometió cambios muy necesarios para las víctimas de la crisis, incluidos aquellos que, tras haber votado a Obama, fueron abandonados por él y su partido. Propuso el proteccionismo como solución a los problemas de los trabajadores estadounidenses. Buscó el apoyo de los estadounidenses blancos, unas veces a través de mensajes velados, otras defendiendo abiertamente posturas racistas, nativistas y chauvinistas. Fue astuto al asegurar a los votantes que dejaría intactos la Seguridad Social y el Medicare, programas sociales que políticos más abiertamente neoliberales como Paul Ryan han amenazado en ocasiones con recortar. Al hacerlo, Trump apeló a un gran número de estadounidenses blancos que pensaban, equivocadamente, que habían pagado plenamente por esos beneficios mediante sus contribuciones individuales de toda una vida, en contraste con los programas de «asistencia social» que los pobres indecentes supuestamente reciben a expensas de la honrada clase media y trabajadora.
Trump también se benefició de un sistema de primarias en el que el ganador se lleva todos los delegados para el colegio electoral (winner-take all), diseñado originalmente para que un candidato del establishment como Jeb Bush fuera ungido rápidamente, evitando un largo periodo de competencia que, temían los líderes republicanos, podía hacer mermar las posibilidades del partido. Ante la ausencia de rivales unidos en torno de un candidato o de un sistema de segunda vuelta que asegurara una mayoría para el ganador, Trump pudo obtener la nominación con apenas una mayoría simple en lugar de una mayoría absoluta de los votantes de las primarias republicanas.
La elección de Trump en 2016 y su primera presidencia reflotan la vieja cuestión sobre el modo en que gobierna la clase capitalista y si en verdad lo hace. Los capitalistas son los dueños de la economía y la administran de manera directa y privada. Pero lo hacen en circunstancias sobre las que cualquier empresa individual tiene poco control, como la competencia nacional e internacional. De ahí el rol del Estado que, en virtud de la separación entre la economía y el sistema político que de manera general caracteriza a los sistemas capitalistas, en particular los democráticos, los capitalistas no controlan de modo directo sino a través de complicados mecanismos.
En circunstancias «normales», estos mecanismos consisten en «ir atrás» de los partidos políticos en el poder y, al mismo tiempo, promover y defender sus intereses mediante una serie de estrategias, tanto negativas —la amenaza y posibilidad real de la fuga de capitales, la negativa a invertir, entre otras formas en las que el capital «se declara en huelga»— y positivas, como los aportes de campaña, el lobby y las campañas mediáticas.
Las crisis hacen peligrar el complicado control que la clase capitalista tiene en circunstancias «normales». Crean las condiciones que facilitan el ascenso de una clase y de agentes políticos externos para administrar el sistema político, en última instancia en nombre de la clase dominante, aunque en sus propios términos. En las crisis profundas, como la de Alemania de finales de la década de 1920 y comienzos de la de 1930, el nazismo —en gran medida arraigado en elementos lúmpenes, aunque muchos de estos fueron purgados por Hitler en la Noche de los Cuchillos Largos en el verano de 1934— fue un agente político de ese tipo, que protegió la supervivencia del capitalismo junto con sus poderosos capitalistas, pero no en sus términos, sino en los términos del propio nazismo. Es como si los nazis les hubieran dicho a los capitalistas: «Les brindaremos estabilidad política nacional y les permitiremos hacer negocios, pero tendrán que pagar el precio de nuestro régimen bárbaro».
Trump es otro agente político externo. Pero no es un fascista ni ha intentando introducir el fascismo en Estados Unidos; su gobierno no descansa en escuadrones fascistas o en una policía secreta que interviene los sindicatos, los medios o partidos políticos opositores ni busca la eliminación de las elecciones. Ciertamente, ha implementado una serie de agresivas políticas antiobreras, racistas y sexistas, así como contra los pobres, los inmigrantes y el medio ambiente. La crisis que facilitó su elección no tuvo la misma dimensión ni la magnitud de la crisis alemana de los años 30 o la crisis italiana de comienzos de los 20. A diferencia de ellas, se trató de una crisis de mediano alcance basada en gran medida en el impacto de la gran recesión de 2008 y la disminución del ingreso y de los niveles de vida y el crecimiento sustancial de la desigualdad.
Por ahora Trump ha logrado conservar la lealtad de una abrumadora mayoría entre los republicanos. La alianza que construyó entre el conservadurismo religioso y el nacionalismo blanco podría resultar más sólida y duradera que la alianza neoliberal-religiosa que la precedió. Lo irónico es, por supuesto, que Trump busca implementar un proyecto neoliberal de manera aún más implacable. Desde luego, no en el ámbito del comercio internacional, donde se desvía de la línea republicana neoliberal, sino en un aspecto aún más sustancial: el desmantelamiento de las políticas impositivas y regulatorias, en particular en las áreas de empleo, medio ambiente y protección al consumidor, acompañado, en su caso, por la vieja ansia racista de reducir los derechos civiles y electorales de los «no blancos».
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