Edmund Burke ocupa una posición venerable en la historia del pensamiento de derechas, a menudo descrito por amigos y enemigos por igual como el padre del conservadurismo moderno. Sin duda, esto habría sorprendido al obstinado irlandés, que en gran medida se consideraba a sí mismo como un político práctico, sin más que desdén por los pretenciosos intelectuales de pacotilla. Pero nadie puede decidir cómo le recordará la historia, si es que se digna hacerlo, y el legado más perdurable de Burke fueron sus extensos escritos sobre política y estética.

El burkeanismo es una forma mercurial e incluso intencionadamente ambigua de enfocar el mundo, que considera que la capacidad humana de razonar es fundamentalmente limitada y, en consecuencia, venera las relaciones sociales establecidas y la sabiduría supuestamente arraigada en la tradición. En muchos sentidos, es fundamentalmente antimoderna. Y marcó de manera indeleble la historia del pensamiento conservador.

Lo sublime y lo bello

Apesar de su posterior repulsión hacia los filósofos ne’er-do-well, Burke comenzó su vida como una especie de intelectual bohemio. Viajó por el continente europeo, participando en las controversias de la época. Pero siempre se sintió incómodo con las corrientes más radicales del pensamiento contemporáneo.

El primer libro importante de Burke fue Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello (1757), una obra de estética que llegaría a ser tan influyente como para ser citada por luminarias como Immanuel Kant. La prioridad que Burke concede a la estética, y el modo en que considera que lo bello y lo sublime influyen en las pasiones humanas, es reveladora. Para Burke —en contra de los actuales defensores de que «a los hechos no les importan tus sentimientos»—, nuestras emociones determinan en gran medida cómo aprehendemos el mundo. Y nuestros sentimientos se agitan, de un modo u otro, por ideas visceralmente estéticas.

Como indica el título, las dos ideas más significativas que Burke aborda en el libro son lo bello y lo sublime. Insistiendo en que la belleza «no es criatura de nuestra razón», Burke pasa a describir las cosas bellas como aquellas que se acomodan a nuestra finita fuerza mental y física. En otras palabras, aquellas sobre las que el ser humano puede ejercer cierto control: los pájaros, las flores, la música armoniosa, etcétera. Lo sublime nos llena de «asombro y horror»: algo tan titánico y poderoso que nos recuerda lo finitas que son nuestras fuerzas, tanto mentales como físicas.

Nuestra idea de lo sublime también va más allá de la razón; nuestra idea afectiva de ello —la «emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir»— puede darnos una idea del poder trascendente y la infinitud de lo sublime, pero nunca es suficiente para representarlo plenamente. La poesía épica —por ejemplo, las cavilaciones de John Milton sobre Dios y el infinito en El paraíso perdido— es probablemente lo más cerca que podemos llegar.

Estas dos dimensiones esbozadas por Burke llegaron a definir gran parte de la teorización de la derecha. A veces, los conservadores se hacen eco de las reflexiones de Burke sobre la belleza a través de una crítica de la modernidad como indiferente a lo pequeño y lo local (el Estado gigante racionalista es un ejemplo). La modernidad se traga, como dijo el jurista conservador Robert Bork en su libro Coercing Virtue, «la particularidad: el respeto por la diferencia, las circunstancias (y) la historia». Las variantes nostálgicas del conservadurismo que enfatizan las virtudes de la vida rural, la conformidad con las prácticas y los valores establecidos y el respeto por las autoridades convencionales apelan a este lado de la estética de Burke.

Luego están las variantes más grandiosas del conservadurismo, que no tienen ningún problema en apelar a lo gigantesco. Uno de los problemas que estos conservadores tienen con los humanistas liberales y de izquierda es precisamente la presunción de que algo tan pequeño como la vida humana puede tener sentido sin alguna fuente trascendente y sobrecogedora de autoridad y poder que la reivindique. La fuente de significado trascendente puede variar —el Dios patriarcal, el padre, la nación, la tradición eterna, la civilización occidental—, pero debe haber una fuente sublime.

Lo que une a estas dos corrientes de derecha es su sospecha respecto de la razón como fundamento de la vida y su énfasis en el afecto y, lo que es más importante, en el poder y la diferencia. Burke admira lo bello del mismo modo en que más tarde los conservadores poetizaron las virtudes del tradicionalismo rural; ambos encarnan una forma de vida caracterizada por la regularidad, el sentido del orden y la armonía, y la conciencia de que nuestra razón y nuestro poder son limitados. Comportarse de otro modo, argumentan los conservadores, es provocar el caos o, peor aún, caer en una especie de arrogancia luciferina, cuestionando lo que debería ser simplemente reverenciado y obedecido.

La perspectiva política gótica de Burke

Una de las primeras críticas en reconocer el vínculo entre la estética de Burke y su política fue la filósofa inglesa Mary Wolstonecreft. En un borrador de respuesta a las Reflexiones sobre la revolució francesa de Burke, Wollstonecraft lo criticó por elevar vagas «nociones góticas de belleza» por encima de la razón y la precisión analítica. Como dijo en su Vindicación de los derechos del hombre:

Percibo, por todo el tenor de sus reflexiones, que tiene una antipatía mortal por la razón; pero, si hay algo parecido a un argumento, o a los primeros principios, en su salvaje declamación, he aquí el resultado: – que hemos de reverenciar el óxido de la antigüedad y calificar las costumbres antinaturales, que la ignorancia y el equivocado interés propio han consolidado, como el sabio fruto de la experiencia; es más, que, si descubrimos algunos errores, nuestros sentimientos deberían llevarnos a excusar, con amor ciego o afecto filial sin principios, los venerables vestigios de los días antiguos. Son nociones góticas de la belleza: la hiedra es hermosa, pero, cuando destruye insidiosamente el tronco del que recibe apoyo, ¿quién no la arrancaría?

Se trata de una observación inteligente. Muchos conservadores insisten con estos argumentos hasta hoy para aferrarse a la tradición y la autoridad con el brillo de una profundidad incognoscible. A menudo consiguen inspirar simpatía, porque mucha gente siente una auténtica sensación de pérdida al ver que las jerarquías tradicionales son objetos de ataque.

Sin embargo, cuando los movimientos igualitarios están en marcha, las instituciones y credos sublimes que antes se respetaban y defendían se ven sometidos a un escrutinio y una crítica implacables. Los destellos retóricos y las explosiones que animan las cosas, oscureciendo lo incognoscible y trascendente, se desvanecen. Como con el mago de El mago de Oz, varias formas de poder tradicional quedan expuestas como expresión de élites malhumoradas que defienden sus privilegios. Y los conservadores —a regañadientes, como señala Edmund Fawcett en su excelente Conservatism: A Fight for Tradition— se ven obligados a entrar en acción, proporcionando defensas intelectuales de lo que simultáneamente afirman que no puede ser adecuadamente captado por el intelecto.

La aparente paradoja de esta afirmación refleja una antigua creencia conservadora de que, en última instancia, habría sido mejor que nadie hubiera cuestionado estas instituciones y credos en primer lugar. No por casualidad, Burke fue uno de los primeros en expresar una compleja aversión al intelectualismo, al tiempo que reconocía la necesidad de proporcionar algún tipo de argumento a favor del conservadurismo frente a sus enemigos.

El gobierno no se hace en virtud de los derechos naturales, que pueden existir y de hecho existen con total independencia de él, y existen con mucha mayor claridad y en un grado mucho mayor de perfección abstracta; pero su perfección abstracta es su defecto práctico. Al tener derecho a todo lo quieren todo (…), la sociedad requiere no sólo que las pasiones de los individuos sean sometidas, sino que incluso en la masa y en el cuerpo, así como en los individuos, las inclinaciones de los hombres sean frecuentemente frustradas, su voluntad controlada y sus pasiones sometidas (…). En este sentido, las limitaciones de los hombres, así como sus libertades, deben contarse entre sus derechos.

Este tipo de pensamiento tendría una enorme influencia en los pensadores conservadores del futuro. Pero Burke rara vez proporciona un argumento filosófico extenso de por qué algo de esto es menos abstracto que los aparentemente vagos principios racionalistas de sus oponentes. A menudo, se limita a ridiculizar a sus enemigos y a afirmar la obviedad de sus propios principios preferidos. El argumento suele reducirse a la afirmación de que sus prejuicios y prácticas favoritas ya demostraron su valía a lo largo del tiempo, a diferencia de las ideas nuevas y no probadas que proponen sus oponentes.

Hoy en día, los conservadores suelen señalar que las profecías de Burke sobre la violencia potencial de la Revolución Francesa resultaron acertadas, lo que sugiere que deberíamos reconocerle cierto mérito. Pero también cabe señalar que la mayoría de las instituciones y prejuicios que Burke consideraba necesarios para una sociedad ordenada —el respeto a la Corona y a la propiedad aristocrática, la desconfianza en la democracia y en las capacidades intelectuales de la «multitud porcina», la subordinación política de las mujeres a los hombres— serían descartados rápidamente tras su muerte. Sería difícil encontrar a alguien que los defienda, más allá de los reaccionarios más desfasados. Mientras tanto, los principios e ideales de la Revolución Francesa, y el mundo moderno que encarnaron, perduran y siguen inspirando a millones de personas.

Lo bueno, lo malo y lo feo de Burke

Los escritos de Burke contienen algunos elementos de verdad. Cualquier persona sensata debe reconocer sus limitaciones mentales y no suponer que puede poseer una comprensión completa del mundo. También hay muchas tradiciones y formas de vida que fueron innecesariamente corroídas (a menudo por las fuerzas del capitalismo). El error inverso de la inclinación de Burke hacia lo antiguo sería fetichizar lo nuevo.

El problema fundamental de los argumentos burkeanos, como argumentaron Wollstonecraft y otros, es que su hostilidad a la llamada abstracción racionalista y sus apelaciones al afecto y a lo profundamente desconocido sólo son sostenibles para quienes ya sienten como ellos. Por eso el burkeanismo se ha descrito menos como una filosofía que como una perspectiva o actitud.

Y una actitud que gira en torno a sensibilidades estéticas no puede llevarnos muy lejos. Como señala Ian Shapiro, una persona puede sentirse profundamente unida a una tradición venerada aunque misteriosa, mientras que otra puede considerarla una forma grotesca de dominación. La única manera de saber quién tiene razón es abandonar el reino etéreo de la vaguedad estética y confiar en nuestras limitadas facultades para comprender el mundo tal como es.

Los conservadores que repiten a Burke siempre se resistirán al paso a lo racional ya que, si podemos entender el mundo tal como es, también podemos rehacerlo. Esto es precisamente lo que no quieren. Y es exactamente lo que debemos proponernos hacer.