Carlos Fuentes
ESCUCHAR EL DISCURSO AQUÍ
—Quiobas manís, ¿qué jáis de la baraña?
—La mera neta, a todas margaritas.
—Pos yo te echo vidrio medio destorlongado.
—Tu en cambio, bien fufurufo.
—Es que me metí a la polaca y a mí pelones y mamones. Tú en cambio mírate qué verijón.
—Es que yo no sé pintar un tololoche.
—Oye, tú necesitas un jiricaso pa’ ponerte más almeja.
—Pos que’s más que la verdá, nomás me falta hecerle a la limonada.
—No seas bato furriel, cuasimodo, la chingadera es que me chingué…
—Pues vidrios, mejor éntrale conmigo a la polaca.
—N’ombre, la polaca es la casa de la risa.
—Estás hecho camote. ¿No necesitas laniza?
—Un chirris.
—¿Quieres estirar las de batir lodo?
—Nel.
—Entonces ponte los cuatro fanales y vamos a todas margaritas. Tienes ínfulas de marciano, bato.
—Pelones al chile. Éntrale conmigo a la jarcia. Vamos a girarle al jerez seco, al chicloso con mandarín y al chocolate de fumanchú. Te juro que le ronca la progenitora.
—Ay cuasimodo, tu vida es un huarachazo.
—No le zacatées, manís, vamos a chillar con la lira y déjame darte un jiricaso pa’ ponerte más almeja.
—Ataca matraca.
Este diálogo está dicho en el habla popular de la ciudad de México.
Ahora bien, traducido al español de todos los días, la parla totacha de la ciudad de México leería sí:
—¿Qué tal, mi hermano?, ¿cómo te encuentras?
—La pura verdad, muy bien.
—Pues yo te veo un poco maltratado.
—Tú en cambio, siempre tan elegante.
—Es que entré a la política y ya sabes, yo puedo lidiar con quien sea. Tú, en cambio, no te ves muy pulcro.
—Es que yo no me presto a malas jugadas.
—Oye, tú necesitas un golpe en la cabeza para ver si despiertas.
—Pues la verdad es que sólo me falta pedir limosna.
—No seas tonto. Colabora. Hay que prestarse a todo.
—La verdad, amigo mío, es que estoy bien jodido.
—Pues mejor abre los ojos y entra conmigo a la política.
—No hombre, la política es un manicomio.
—Estás confundido. ¿No te hace falta dinero? —Mucho.
—¿Quieres morirte de hambre? —No.
—Entonces abre bien los ojos y todo te saldrá perfecto.
—Tienes ideas poco realistas, muchacho.
—No importa. Entra conmigo a la polícia secreta. Te propongo que manejemos juntos el negocio de la droga.
—Ay, mi hermano, para ti la vida es un baile.
—No te eches para atrás, compadre. Ahora vamos a tocar la guitarra y déjame darte un golpe en la cabeza para despertarte.
—Está bien. Vamos.
Pero este diálogo que todos ustedes entienden, sería otro argot incomprensible para Cicerón, quien lo habría escrito en estos términos:
—Salve, mi frater! Quómodo vales? —Revére, óptime.
—At ergo te paulo vexatum video.
—Te autem semper adeo excultultus.
—Quia ego in públicam administrationem intravi et —ut seis— cuiaue possum conversari. Tu sutem non adeo mundus videris.
—Quia ego non óbsequor malversatiónibus.
—Cave! Opus est tuum caput percútere si forsam expergiscaris.
—Revera autem mibi tantum mendicare deest.
—Ne desipias. Collábora. Obsequendum est cuique rei.
—Revera, amice mi, valde eversus sum.
—At pótius áperi óculos et ad públicam administrationem mecum intra.
—Non, mehércule! Administratio est insania.
—Tu obnibularis. Nonne tibi deest pecúnia? —Multum.
—Visne fame perire? —Non.
—Tum óculos bene áperi et ómnia tibi bene cedent.
—Parum ínterest. Mecum íngredi in secretam millitarem custodiam. Te invito ut simul narcoticorum negotium geramus.
—Eheu, mi frater? Tibi vita saltatio est.
—Ne retrogrediaris, amice. Nunc fidículum pulsemus et sine tuum caput percutiam ut expergiscaris.
—Bene est. Procedamus.
Agradezco cumplidamente al Dr. Tarcisio Herrera, del Colegio de México, esta espléndida versión latina y el acceso al habla popular mexicana al joven novelista mexicano Pedro Ángel Palou.
Si empiezo con estos ejemplos de tres maneras de decir lo mismo, es para establecer, de entrada, el tema de mi discurso esta mañana en Valladolid.
El español es una lengua impura y en su impureza reside su valor, su tradición, su renovación, y su comunicabilidad.
He llamado al orbe hispanoparlante el «Territorio de la Mancha».
Mancha lingüística, en expansión: 400 millones de seres humanos hablan hoy el castellano, convirtiendo a nuestra lengua en la segunda del mundo occidental y la cuarta, después del chino, el inglés y el hindi, universalmente.
Mancha lingüística en expansión también porque es lengua de migración y el fenómeno migratorio será uno de los ejes de la realidad mundial en el siglo XXI.
Mancha lingüística de mestizaje porque la mayor parte de los que hablamos español no pertenecemos a una sola raza, sino que somos, en el continente americano, descendientes de indígenas, negros, europeos y todos los mestizajes de por medio y, en Europa, España es acaso el país más mestizo, celtíbero, fenicio, griego, romano, godo, judío y árabe.
¿Lengua del imperio, entonces?
Así la llamó Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática de la lengua española, publicada en el año crucial de 1492.
Año de unidad española bajo los signos de la pureza de sangre, la intolerancia y el dogma religioso.
Año de la conquista de Granada y el fin de la presencia política del Islam en la península.
Año de la expulsión de los judíos y año, en fin, del doble descubrimiento de América por Europa y de Europa por América.
Hechos paradójicos, contradictorios y que reclaman aun hoy nuestra atención.
¿Cómo iba a ser lengua del imperio, excluyente y exclusiva, una lengua tamizada, hasta el día de hoy, en una altísima medida, por la lengua árabe que nos permite decir a los hispanoparlantes y sólo a nosotros, azotea, almohada, alberca, alcachofa y alcázar, olé y ojalá,además de naranja, limón y jaque mate? ¿Cómo iba a irse de nuestra lengua la herencia árabe que da origen, recogida por el Arcipreste, a nuestro Libro de Buen Amor, que se dirige «a… todos nos… a todos los cristianos, e moros e judíos», la totalidad de la gente de España, como indica Américo Castro?
¿Cómo iba a ser lengua del imperio, excluyente y exclusiva, la lengua hebrea y su adaptación sefardita, el ladino, hablada y publicada hasta el día de hoy por los descendientes de la diáspora de 1492 y su entrañable amor a España, la «madre bienquerida» en el poema que los sefardíes clavaron en las puertas del exilio, junto con las llaves de las casas españolas donde habían vivido desde tiempos del emperador Adriano, esperando regresar un día a ellas?:
«A ti, España bienquerida, nosotros madre te llamamos y mientras toda nuestra vida tu dulce lengua no dejamos. Aunque tú nos desterraste como madrastra de tu seno, no estancamos de amarte como santísimo terreno, en que dejaron nuestros padres… las cenizas de millares de sus amados. Por ti, España, nosotros conservamos amor filial, país glorioso».
Con estas palabras antiquísimas recibieron las comunidades sefardíes el Premio Príncipe de Asturias en 1990 y al entregarlo, el Príncipe Felipe les abrió los brazos y les dio la bienvenida a casa a los expulsados de 1492 con estas otras palabras, particularmente válidas para un congreso como este que se reúne en Valladolid: «La grandeza del mundo hispánico es inseparable de la diversidad cultural de sus componentes», dijo Don Felipe, y añadió dirigiéndose a la comunidad sefardí: «Desde el espíritu de concordia de la España de hoy, y como heredero de quienes hace quinientos años firmaron el decreto de expulsión, yo los recibo con los brazos abiertos y con una gran emoción».
No fueron palabras de contrición sino de reconocimiento, pues no es ajena la vitalidad y continuidad de nuestra lengua al aporte de los intelectuales judíos de la corte de Alfonso el Sabio en el siglo XIII, cuando las grandes historias universal y española, las grandes recopilaciones de las leyes de España y hasta las reglas del ajedrez, fueron escritas en español, y no como hasta entonces, en latín, gracias a la insistencia del brain trust hebreo del rey de Castilla.
Bueno, ya se me salió una expresión en inglés y ello me regresa al continente americano, donde 400 millones de hombres y mujeres, del Río Bravo al Cabo de Hornos, hablamos castellano en los que fueron dominios de la corona española durante 300 años; pero un continente en el cual, al norte de México, en los EE.UU. de América, otros 35 millones también hablan español, y no sólo en lo que fueron tierras de la Nueva España primero y de México hasta 1848 —la frontera sudoeste que va de Texas a California— sino hasta el Pacífico Norte de Oregón, hasta el centromedio de Chicago y hasta la costa este de Nueva York.
Se habla por este motivo de una reconquista de la antigua extensión del imperio español en Norteamérica. Pero debemos atender el llamado de alerta que nos pide ir más allá del recuento de cuántos hablan nuestra lengua a la cuestión de si el castellano es competitivo en los campos científicos, filosóficos, informativos y literarios en todo el mundo, asunto planteado hace poco por Eduardo Subirats.
Podemos contestar que no, en el campo científico, a pesar de contar con eminencias mundiales, no podemos sumar, nos dice el gran hombre de ciencia colombiano Manuel Elkin Patarroyo, no contamos, en Iberoamérica, más que con el 1% de los científicos del mundo.
En cambio en la filosofía somos vigorosos renovadores, portadores de dudas metódicas, y ejemplifico apenas con los nombres de Santiago Kovadloff en la Argentina, Martín Hopenhayn en Chile, Luis Villoro en México, y en España, Emilio Lledó.
En cuanto a información, contamos, en castellano, con algunos de los grandes diarios del mundo, de Madrid a Buenos Aires y de Bogotá a México. Y muy llamativamente, la presencia de la prensa y la televisión hispánica en los EE.UU. se traduce, someramente, en 1 300 publicaciones periódicas en español, doscientos cincuenta semanarios y veinticuatro diarios que venden un millón de ejemplares cada 24 horas…
En cuanto a la literatura, este Congreso es ejemplo espléndido de un vigor creciente, de una presencia probada y de un porvenir probable.
Para dar respuesta cabal a la pregunta formulada, hay que ir, de todos modos, a la historia de las historias de nuestra lengua como fenómeno competitivo dentro y fuera de España, ya que la competencia histórica ha sido interna a España como nación multicultural y a Hispanoamérica como conjunto de naciones, a su vez, multiculturales, en un continente dominado por una superpotencia angloparlante que rápidamente se convierte en archipiélago multilingüe y multicultural, no sólo anglo e hispanoparlante, sino rayado de chino y de coreano, de japonés y vietnamita, es decir, anuncio de lo que será en el siglo XXI la cuenca del Pacífico, nueva frontera para los EE.UU., la nación continental prevista por Tocqueville, que en nombre del «destino manifiesto» se extendió del Atlántico al Pacífico hasta derrumbarse al mar en California —the slide area—, donde la esperan las milenarias culturas de Asia, y pugnó por extenderse al sur hispanoamericano que hoy le devuelve, como decimos en México, «el chirrión por el palito». Las intervenciones de fuerza norteamericanas en Latinoamérica están siendo contestadas por una invasión pacífica de Latinoamérica a los EE.UU., y sus legiones hablan español.
Con razón establece la dimensión actual de este tema Felipe González, quien admite que el inglés es la lingua franca de nuestros días en materia de transacción económica e información tecnológica. Pero insiste, con razón también, en que nuestra aparente capitis dimunitio como hispanohablantes oculta una verdad que debemos afirmar una y otra vez.
A pesar de las apariencias, el espacio cultural angloamericano es más reducido que el espacio cultural hispano. «Cuando alguna personalidad del mundo de las letras recibe un reconocimiento en ese espacio nuestro —escribe el ex presidente González— poco importa… que su nacionalidad sea colombiana, peruana, argentina o española. Todo el mundo de cultura hispánica lo considera suyo».
Por el contrario, en el poderoso mundo político, militar, económico y comercial de la lengua inglesa, persiste una balcanización cultural notoria, precisamente, en el campo de la lengua. Los EE.UU. y la Gran Bretaña, dijo famosamente Bernard Shaw, son dos países unidos por el mismo océano y separados por la misma lengua. Un escritor norteamericano —salvo T. S. Eliot y ni siquiera, malgré lui, Henry James— jamás es asimilado en la literatura inglesa, privativa de la isla británica. Y aunque escriban en inglés, Wole Soyika es nigeriano, J. M. Coetzee es surafricano, Derek Walcott es antillano, Anita Desai es hindú y sus obras no se suman a un acervo común anglófono desconocido como tal por sus propios autores y lectores, en tanto que Rubén Darío y Antonio Machado, Valle Inclán y Juan Carlos Onetti, José Gorostiza y Luis Cernuda, Isabel Allende y Antonio Muñoz Molina, son inmediatamente asimilables al gran magma de la literatura en castellano, la ciudadanía literaria mestiza, transatlántica, la lengua común de La Mancha.
Es más: la lengua castellana tiene una fuerza de penetración en el territorio mismo de la máxima potencia mundial y angloparlante, los EE.UU. de América, que el inglés, por más utilitario que sea, no posee en las tierras de habla hispánica de uno y otro lado del Atlántico.
El inglés penetra en España y en la América española en el nivel del comercio, las finanzas y la publicidad, el espectáculo y la información. Es una penetración vasta. Pero en la práctica, pocos hombres y mujeres hispanoparlantes son, además, angloparlantes.
El inglés hoy, como el francés en el pasado, es lengua de élite en el orbe hispánico. En cambio, el castellano penetra en lo más hondo y numeroso del territorio norteamericano: es lengua de 35 millones de norteamericanos, es lengua de religión, de cultura, de gastronomía, de familia y de amor. ¿Cuántos hispanos en Norteamérica le dicen «mi amor» a su esposa? Muchísimos. ¿Cuántos hispanoparlantes les decimos a nuestras mujeres «my darling»? Espero que ninguno.
En suma: acepto las indicaciones de mi amigo Federico Campell acerca de la penetración de la lingua franca inglesa en el castellano de América Latina e Iberia, pero la propia expresión lingua franca me lleva a remarcar la imposibilidad de hablar inglés en los EE.UU. sin acudir constantemente a la lengua francesa, presente en Inglaterra desde la conquista de la isla por Guillermo y sus normandos en 1066.
Repito un diálogo entre dos señoras escuchado hace poco por este escritor en el restorán neoyorquino La Goulue de la Nouvelle York:
—Garcón, what’s on your menu? —A la carta or dégustation? —Anything except nouvelle cuisine, it’s déjá vu.
—An aperitif first? —Call the sommelier.
—There’s a nice Margaux mise en bouteille au chateau.
—Truly d’origine? —Ask the maitre d’hotel.
—The bouquet tells its all, c’est magnifique.
—En tout cas, en attendant, some hors d’oeuvres would be de rigueur .
—Followed by soupe á l’oignon and a filet mignon á point with béarnaise and frites.
—You know, it’s the best bistro in the quartier.
—Well, maybe I’m parti pris but just look at the midinette over there…
—You can’t avoid la canaille these days…
—Who’s her chevalier servant? —He looks rather louche to me.
—Yet he does have a certain je ne sais quoi¼ —And a mauvaise reputation, on cite a crime passionel and all that¼ —Sans blague! Perhaps you have a parti pris¼ —No, without any arriere pensée, he goes only after filles de joie…
—She looks more like a femme de chambre to me…
—He is very much á la page, tu sais…
—But she’s not very much á la mode¼ —Well, maybe she dresses a bit ancien regime…
—Please, no double entendres, she is just plain ancien¼ —Ma chere, it’s an affaire de coeur¼ rien á faire…
—Well, finish your peche melba and let’s flanner the quartier¼ —Don’t forget the pourboire…
—Come on, move your derriere…
—Allez-y.
Lo interesante es señalar la aparición de un nuevo fenómeno lingüístico que Doris Sommer de la Universidad de Harvard, llama con gracia y precisión «el misturado continental», el spanglish o espanglés, pues a veces priva la expresión inglesa, a veces la castellana, en un fenómeno fronterizo fascinante, peligroso a veces, creativo siempre, necesario o fatal como lo fueron los encuentros antiguos del castellano con el náhuatl, por ejemplo, gracias al cual nuestra lengua y algunas más, pueden hoy decir chocolate, tomate, aguacate y si no dicen guajolote sino pavo, es porque los franceses convirtieron a nuestra ave americana en pájaro de las indias, oiseaux des Indes o dindon, en tanto que los ingleses, completamente desorientados en materia de geografía, le dieron el excéntrico nombre de Turquía, turkey, acaso por inconfesables ambiciones en el Mediterráneo, de Gibraltar al Bósforo…
En resumen, reconquista hoy, pero el pre-factum mismo, re-conquista —nos conduce al factum—. La conquista y la colonización de las Américas por las armas y las letras de España fue una paradoja múltiple. Fue una catástrofe para las poblaciones aborígenes, notablemente para las grandes civilizaciones indias de México y el Perú.
Pero una catástrofe, nos advierte María Zambrano, sólo es catastrófica si de ella no se desprende nada que la redima.
De la catástrofe de la conquista nacimos todos nosotros, los indo-ibero- americanos. Fuimos, inmediatamente, mestizos, hombres y mujeres de sangres indígena, española y poco más tarde, africana. Fuimos católicos, pero nuestro cristianismo fue el refugio sincrético de las culturas indígenas y africanas. Y hablamos castellano, pero inmediatamente le dimos una inflexión americana, peruana, mexicana, a la lengua.
Porque en cuanto abrazó a los pueblos de las Américas, en cuanto mezcló su sangre con la de los mundos indígena primero y negro más tarde, la lengua española dejó de ser la lengua del imperio y se convirtió en algo, mucho, más.
Se convirtió, de nuestro lado del Atlántico, la orilla americana, en lengua universal del reconocimiento entre las culturas europea e indígena cuyos frutos superiores fueron la poesía de la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz y la prosa del cronista peruano, el Inca Garcilaso de la Vega, en los siglos XVI y XVII.
Sor Juana vio en su propia poesía un producto de la tierra, «¿Qué mágicas infusiones / de los indios herbolarios / de mi Patria, entre mis letras / el hechizo derramaron?». Garcilaso fue más lejos y se negó a ver en la América indo-española una región excéntrica o aislada, sino que conectó la cultura del nuevo mundo a la visión de un globo unido por muchas culturas: «Mundo sólo hay uno», exclamó el Inca, para su edad y para la nuestra.
Porque del otro lado del Atlántico, sujeta a la vigilancia de la Inquisición, los dogmas religiosos y la absurda exigencia de la pureza de sangre, la propia literatura de España creó todo un nuevo reino de la imaginación. Si la Iglesia y el Estado impusieron las reglas de la Contrarreforma, la literatura de España inventó, en cambio, una contra- imaginación y un contralenguaje.
De Fernando de Rojas a Miguel de Cervantes, de Francisco Delicado a Francisco de Quevedo —el abuelo instantáneo de los dinamiteros, según César Vallejo— todo lo que no puede decirse de otra manera se expresa gracias a la literatura.
Contra la adversidad de la prohibición, contra las evidencias de la decadencia moral y política, España afirma, con más vigor que el resto de Europa, el derecho a definir la realidad en términos de la imaginación. Lo que imaginamos es, a la vez, posible y real. Verdad de Cervantes. Verdad de Velázquez.
Hoy celebramos, de este modo, no la lengua del imperio, sino la lengua de encuentros, la lengua de reconocimientos, la lengua que liga a Lorca y Neruda, a Galdós y Gallegos, pero también a Marcela Serrano y a Nuria Amat, a Juan Goytisolo en España y a Juan Rulfo en México.
Permítanme ustedes, a partir de estas premisas, considerar algunos aspectos salientes del castellano como fenómeno multicultural y multirracial, empezando por mi propio país, México, país mayoritariamente mestizo pero con una importante presencia indígena.
En México, con una población total de unos cien millones de habitantes, diez millones son indígenas y, aunque cada vez más culturizados en la corriente general mestiza, la mayoría de ellos retienen casi siempre sus lenguas originales, más de cuarenta, tan diferentes entre sí como pueden serlo el sueco del italiano.
Viajar a las tierras de los huicholes en Jalisco, los tarahumaras en Chihuahua, los náhuas en el México Central, los zapotecas en Oaxaca o los mayas en Yucatán es descubrir que, aun cuando son iletrados, los indígenas no son ignorantes y aun cuando son pobres, no están desposeídos de una cultura.
Lo que poseen es un extraordinario talento para recordar o imaginar sueños y pesadillas, catástrofes cósmicas y deslumbrantes renacimientos, así como los minuciosos detalles de la vida diaria, las primeras palabras de un niño, las gracejadas del payaso de la aldea, la fidelidad del perro casero, las comidas preferidas, la memorable muerte de los abuelos…
Fernando Benítez, el gran cronista de los indios de México, dijo en una ocasión que, al morir un indio, muere con él toda una biblioteca. Y es que en un mundo derrotado que debió hacerse invisible para no ser, una vez derrotado, notado, la oralidad es más segura que la literalidad. Pasar de la invisibilidad y oralidad de siglos a la visibilidad y literalidad modernas es un paso gigantesco pero difícil para el mundo indígena de las Américas. Sus rebeliones esporádicas deben dar lugar a una relación digna, permanente y mutuamente enriquecedora.
De la primera rebelión chiapaneca de 1712, desencadenada por la visión milagrosa de la niña María Candelaria, a la última rebelión chiapaneca de 1994, desencadenada por la visión igualmente milagrosa de que México ya era un país del primer mundo, resulta curioso notar la presencia —si no precisamente, la dirección— de cabecillas criollos o mestizos, Sebastián Gómez de la Gracia en 1712, Marcos en 1994, que si no son o dicen no ser, quienes conducen la rebelión, sí son quienes le dan voz pública y esa voz, nos guste o no, se la dan en español.
Y es que el movimiento que hoy se extiende por las antiguas tierras aborígenes de América, reivindica la gran tradición oral de los pueblos indígenas —náhuatl, aymará, guaraní, mapuche— pero sabe —sabemos— que su voz universal, la que liga sus reivindicaciones muy respetables a la comunidad social y política mayor de cada país nuestro, es la voz castellana. El guaraní de Paraguay no se entenderá con el maya de Yucatán pero apuesto a que ambos se reconocen en la lengua común, la castilla, el español, el esperanto de América.
De tal suerte que, aún en nombre de la autonomía y el reconocimiento culturales de los pueblos indígenas, el español es lengua de co-relación, de comunicación, de reconocimiento incluso de lo que no es en español. El castellano es la lengua franca de la indianidad americana.
En maya o en quechua traducido al castellano, los indios de América nos harán saber a nosotros, los habitantes de las ciudades blancas y mestizas del continente, lo que desean, lo que recuerdan, lo que rechazan. A nosotros, ¿qué nos corresponde sino escuchar, poner atención y saber respetar a esa parte de nuestra comunidad indoeuroamericana?
A nosotros nos corresponde saber si nos interesa participar de los frutos de la comunidad indígena, su pureza ritual, su cercanía a lo sagrado, su memoria de lo olvidado por la amnesia urbana.
A nosotros nos corresponde decidir si podemos respetar los valores del indio, sin condenarlos al abandono, pero salvándolos de la injusticia.
Los indios de América son parte de nuestra comunidad policultural y multirracial.
Olvidarlos es condenarnos al olvido de nosotros mismos. La justicia que ellos reciban será inseparable de la que nos rija a nosotros mismos. Los indios de América son el fiel de la balanza de nuestra posibilidad comunitaria. No seremos hombres y mujeres satisfechos si no compartimos el pan con ellos.
Pero ellos, al cabo parte y no todo de un nosotros, deben aceptar también las reglas de la convivencia democrática, no deben escudarse en la tradición para perpetuar abusos autoritarios, ofensas a las mujeres, rivalidades étnicas o la respuesta paralela al racismo blanco, que es el racismo contra el blanco o el mestizo o, como le dice un indio mixteco a Benítez: «Me quieren matar porque hablo español».
«¡Colón al paredón!», gritaba un grupo de indígenas mexicanos en torno a la estatua del navegante genovés en 1992. Sí, Colón al paredón pero —con la venia de los indigenistas a ultranza— tenían que gritarlo en español.
La negritud americana es otra historia. Traídos a América en barcos esclavistas, en el camino perdieron las lenguas africanas de sus orígenes disímiles y debieron comunicarse entre sí en la lengua de los amos: español y portugués, holandés y francés.
Pero los negros y su propio mestizaje mulato le dieron a cada lengua europea un sello afroamericano. Los esclavos se convirtieron en los amos del lenguaje, como lo demuestran, hasta el día de hoy, los poetas afrocubanos y afropuertorriqueños en español, los poetas negros en francés de la Guadalupe y la Martinica, y los poetas de la negritud angloparlante de Jamaica, Trinidad, y las islas de su archipiélago, cuyo mayor exponente es Derek Walcott y cuyas palabras mayores nos dicen, en nombre de toda la negritud americana y su mar de encuentros, el Caribe, que «el mar es historia», el mar es génesis, el mar es una linterna de carabela. El mar puede ser renacimiento en columnatas de coral y el mar ha sido éxodo de esa mitad del Caribe que es África, «una vasta sombra de la duda que se desliza para partir nuestro mundo por la mitad¼»
Desde la isla de Santa Lucía, Walcott escucha la «salada música del mar», rogándole: «regresa a mí, mi lenguaje, regresa».
Y regresará pero como el Edgar Poe de Mallarmé, transfigurado, no por la eternidad, sino por el tiempo que es, nos lo dijo hace mucho Platón, el nombre que le damos a la eternidad cuando se mueve…
Y en el Caribe la oralidad se mueve, es la movida, es la conservación de los ritmos perdidos de las lenguas africanas en los ritmos musicales de la poesía, la danza, el elocuente lenguaje del bongó y la botijuela, de la clave y el tres cubanos que en Venezuela se convierte en el cuatro y en México en la guitarra española que prolonga el romancero en el corrido, calendario de la vida nacional y pasional, «Año de mil novecientos, muy presente tengo yo…» y se extiende hasta el sur argentino, donde el tango reúne tradiciones andaluzas y africanas y, de vuelta en las Antillas, las metamorfosis de las lenguas convierten a la country dance inglesa en contradanza haitiana, y el duque de Marlborough, conquistador de Holanda en la Guerra de la Sucesión Española de 1701, viaja como Mambrú que se fue a la guerra por España misma y desembarca en Veracruz como Babalú que se fue a la guerra y no me quiso llevar: el general inglés se ha convertido en brujo antillano y en golfo mexicano.
En el otro extremo de una brujería maléfica y totalitaria encontramos la terrible profecía de Ray Bradbury en su novela Fahrenheit 451, donde una dictadura prohíbe la lectura, quema los libros y cierra las bibliotecas, pero no puede encarcelar las mentes de toda una tribu de hombres y mujeres que han memorizado a Homero, a Shakespeare y a Cervantes.
Cervantes: No conozco momento que mejor ilustre la maravillosa era de Gutenberg, la era de la palabra impresa, que ese capítulo en que Don Quijote entra a una imprenta en Barcelona, convocado acaso por Carmen Balcells, y descubre que lo que allí se imprime es su propio libro, Don Quijote de la Mancha.
Esta es, seguramente, la primera vez que un personaje ficticio se da cuenta de que está siendo escrito, publicado y leído. Le basta a Cervantes ese incidente del Quijote para poner en movimiento el circuito de la escritura, la edición y la lectura como sistema de identificación mediante referencias mutuas y en expansión constante. Hoy se nos dice que esta triple conciencia del mundo moderno —la de ser escrito, publicado y leído— está en peligro mortal bajo el nuevo orden de la era post-Gutenberg.
¿Pone la nueva constelación —Internet, la Red, e-mail, etc.— en peligro los firmamentos de la escritura, la publicación y la lectura?
Como toda novedad, ésta entraña peligros y novedades.
Peligro de la pasividad receptiva del llamado couch potato, el receptor como papa yacente.
Pero oportunidad de comunicar los valores de la educación superior, enriqueciendo la inter-acción de profesores, estudiantes y textos —y aun los de la educación básica—, empleándolos, como ha propuesto en México el Presidente Fox, para superar la distancia y la pobreza de las aulas en las comunidades apartadas.
Oportunidad de universalidad e instantaneidad de la información, arrojando luz sobre las más oscuras regiones del quehacer político, y privando de impunidad —como lo ha demostrado el caso Pinochet— a tiranos nuevos y antiguos, junto con el auxilio que ello presta a la idea de la universalidad no prescriptible de los derechos humanos, idea que en España originaron, para el mundo moderno, Las Casas, Vitoria y Suárez.
Pero peligro de que confundamos, en muchas ocasiones, la abundancia de información con el valor de la misma, cuando en verdad puede haber muchos mensajes y muy poca —o muy banal— información.
Oportunidad de resaltar los valores de la existencia pública y privada.
Pero peligro, también, de sujeción pública y de aislamiento privado.
Todo ello le importa mucho a la palabra, desde el momento en que las comunicaciones modernas se han convertido en las portadoras más visibles de la lengua y de la identidad en el mundo actual.
La inter-acción de los aspectos positivos y negativos del lenguaje de las comunicaciones nos alerta contra otro peligro. Es el peligro de la uniformidad global, de la pérdida de la diferencia, de la variedad borrada.
Es un peligro real porque es un peligro cómodo. Si todos nos suscribimos a un solo estilo de comer, beber, consumir, pensar y desear, acabaremos siendo lo que el sociólogo norteamericano C. Wright Mills predijo hace medio siglo: Seremos «robots alegres».
¿Podemos, dados estos peligros, iluminar las zonas de diferenciación, de saludable diversificación sobre las cuales, en aparente paradoja, reside la identidad?
Pues una identidad segura de sí no teme la diversidad, sino que la cultiva.
Nosotros en Hispanoamérica, por ejemplo, hemos luchado larga y tesoneramente por adquirir identidades nacionales. Nacidos de un gran choque de civilizaciones, europeas, indígenas, africanas, hoy creemos saber quiénes somos.
Un mexicano, un chileno, un argentino, abrigamos pocas dudas acerca de nuestras identidades nacionales. Cuestionada por los pensadores, desde Sarmiento hasta Beatriz Sarlo, reseñada por los historiadores, desde Vicuña Mackenna hasta Enrique Florescano, explorada por los novelistas, desde Alberto Blest Gana hasta Ángeles Mastretta, dicha por los poetas, desde Rubén Darío hasta Raúl Zurita, es la continuidad y profundidad de nuestra tradición cultural la que más y mejor cuenta da de nuestras identidades nacionales y de nuestra identidad colectiva, como parte del mundo hispanoparlante.
Lengua e identidad son dos conceptos que tradicionalmente hemos asociado.
Lengua e identidad personal, desde luego.
También lengua e identidad nacional.
Pero también lengua e identidad universal, de acuerdo con dos ideas que son como alfa y omega de nuestras culturas iberoamericanas.
Mundo, sólo hay uno, dijo el Inca Garcilaso de la Vega en el siglo XVII —lo recordé hace un instante.
Seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales, escribió Alfonso Reyes en el siglo XX.
Yo me pregunto, cerrando el círculo que va del Inca a Don Alfonso, si no hemos alcanzado ya, en cada país de Iberoamérica, la identidad nacional y si no corremos el riesgo, plantados en ella como el proverbial nopal, el solitario ombú o la apuñaleada Ceiba, de caer en solipsismos, ensimismamientos, autocelebraciones, chovinismos y xenofobias: como México no hay dos, Dios es brasileño y Chile es la copia feliz del Edén.
Sabemos quiénes somos.
Nos falta saber, proteger y alentar lo que aún no somos cabalmente, nuestras posibilidades, desde luego, pero nuestras diversidades, también, y urgentemente.
Diversidad política.
Diversidad religiosa.
Diversidad sexual.
Diversidad étnica.
Y diversidad social, a fin de mirarnos con claridad en ese otro espejo de la vida personal y colectiva que es la justicia, esa justicia cuyo aspecto igualitario tanto preocupó a Bolívar y que no consiste en la nivelación, sino en la voluntad de abrir espacios en los que los más débiles de la sociedad y del mercado puedan combatir, negociar sus conquistas y dejar que se escuchen sus palabras, pues la lengua también es parte sustantiva de la justicia, de la libertad y de la política democrática.
Se está gestando en todo el mundo, a contrapelo de los modelos de consumo masivo, una nueva cultura que no aspira a la unidad sino, en contra de la uniformidad, a la diversidad.
«Politeísmo de valores», la llamó, al anunciarla hace ya casi un siglo, Max Weber.
Cultura centrífuga, más heterogénea, más empeñada en recuperar diferencias que en imponer semejanzas, más cercana al ritmo de lo que está siendo, cambiando, inacabado, pero no en el sentido del cambio kleenex de valores que usados se tiran a la basura, no en el sentido de un lenguaje publicitario que se propone renovador y sólo repite la misma fórmula: para ser conservadores, no conservemos nada.
Hablo de lo que está siendo, cambiando, inacabado, como parte de interrogantes permanentes y acaso insolubles de nuestra vida personal y colectiva:
¿Cómo se relacionan la libertad y la fatalidad?
¿En qué medida puede cada individuo moldear su propio destino?
¿Qué parte de nuestras vidas es adaptable al cambio y cuál, en deuda con la permanencia?
¿Y por qué nos identificamos como seres humanos precisamente porque ignoramos lo que somos?
¿Por qué motivo no podemos realmente entender cómo se unen cuerpo y alma y sin embargo seguimos siendo exactamente lo que no entendemos?
No hay un gran escritor que no se haya planteado, tácita o expresamente, estas preguntas.
Pero aunque no la imposible respuesta, la indispensable pregunta requiere un lenguaje.
Si fue Gianbattista Vico, el gran filósofo de la España napolitana en el siglo XVIII, quien primero fundó la historia en el lenguaje, otro napolitano, este italiano ya, Benedetto Croce, propuso la idea del lenguaje como capacidad de vernos como pueblos poéticos. Leyendo La Iliada Croce llega a la conclusión de que es obra de Homero en tanto que es obra de todo un pueblo poético o poetizante, un popolo intero poetante¼
¿Es esta la capacidad que hemos perdido, la de vivirnos y vivir nuestra cultura como producto de una poética compartida? No lo sé. Recuerdo un momento, hace ya casi medio siglo, en que visité la costa de Chile en la población de Lota. Los mineros salieron de su trabajo debajo del mar, de rodillas, se lavaron los cuerpos con el mar Pacífico y se sentaron a cantar con guitarras.
Reconocí lo que entonaban. Eran unas estrofas del Canto General de Pablo Neruda.
Me acerqué a decirles que al poeta le encantaría saber que sus palabras eran cantadas por los mineros.
«¿Qué poeta?» me contestaron sorprendidos.
En efecto, el poeta había desaparecido. En su lugar, frente al mar de un rojo vinoso de Grecia, frente al mar verde como una uva de Chile, quienes recitaban el poema lo habían hecho suyo, canto colectivo de un popolo intero poetante.
Las primeras palabras de un pueblo son sus mitos, la lengua del origen de la historia, cuando, como nos dice Seamus Heaney en su magnífica rendición moderna del Beowulf nórdico, «un poeta cuenta con maestría el nacimiento del hombre», llenando con palabras «el ancho regazo del mundo».
Las segundas palabras de un pueblo son sus relatos épicos, cuando un pueblo sale de sí mismo, abandona el lar para combatir y conquistar y conocer el mundo.
Las terceras palabras son las de la tragedia del regreso al hogar para encontrar a las casas divididas, las familias enconadas y los héroes con armaduras cuarteadas.
Las cuartas palabras en fin, son las palabras de la comedia.
Pues la tragedia es sólo la máscara triste del teatro. La máscara sonriente es la de la comedia. Conocemos las fallas trágicas, las grandezas épicas y los orígenes míticos.
Ahora, sonreímos porque hemos descubierto al fin, como Erasmo, que la razón, para ser razonable, debe verse a sí misma con los ojos de una locura irónica, relativa, que mine los dogmas absolutistas de la Fe al mismo tiempo que impide el dogma absolutista de la Razón. La sonrisa de la comedia es la sonrisa de la relatividad de todas las cosas. Contra todos los dogmas, Erasmo escribe un Elogio de la locura para recordamos que «todo en la vida es tan oscuro, tan diverso, tan opuesto, que no podemos aseguramos de ninguna verdad».
No es fortuito que el mismo año de 1605 aparezcan Don Quijote, El Rey Lear y Macbeth. Dos viejos locos y un joven asesino salen a llenar con el delirio de sus imaginaciones los vacíos del tránsito entre dos edades del mundo. Pero si la máscara de Shakespeare llora, la de Cervantes ríe. Ríe porque al inaugurar la novela moderna, Cervantes se propone trascender los modelos míticos, épicos y trágicos para darle a la comedia su revolucionaria parte de verdad: la novela es el escenario de la comedia moderna, la comedia humana, oh Balzac, que ha perdido el lenguaje identitario del pasado, cuando la unidad lingüística permitía que todos, altos y bajos, ricos y pobres, se comprendieran. Se entienden entre sí Ulises y Penélope, Ximena y el Cid. No se comprenden Ana Karenina con su marido, ni Emma Bovary con el suyo. Hablan lenguajes distintos.
Y los hablan porque Cervantes, genialmente, puso a dialogar a la épica —Don Quijote— con la picaresca —Sancho Panza— fundando la comedia humana, la comedia novelesca en la disparidad y multiplicidad de lenguajes y en la incertidumbre —de género, de nombre, de circunstancia, incluso de sitio, «un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme».
La lección cervantina es universal, pero especialmente aplicable a quienes hablamos y escribimos en español, convirtiéndola en signo de la continuidad y profundidad de la cultura hispánica en todas las direcciones que aquí he señalado: iberomediterránea, indoeuropea, afroamericana y, al cabo, lengua mestiza, lengua de La Mancha.
Del mito de Tartessos en España a la mitología del Popol Vuh en el mundo maya y, contemporáneamente, a las mitologías indoamericanas de Miguel Ángel Asturias y a las mitologías españolas de Valle Inclán.
De la épica del Poema del Cid en España a la épica de Bernal Díaz del Castillo en su Conquista de la Nueva España a las épicas contemporáneas de La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa y de la Crónica del alba de Ramón J. Sender.
Y de la máscara de la comedia española —Lope— y americana —Ruiz de Alarcón— a las modernas comedias narrativas de Julián Ríos y Juan José Millás en España, y de Julio Cortázar, Luis Rafael Sánchez y Alfredo Bryce Echenique en Latinoamérica.
Claro está: queda un hueco y se llama la tragedia. Acaso sólo Calderón en el teatro español —La vida es sueño es un compendio del pesimismo trágico, dijo Alfonso Reyes— y Vallejo en la poesía hispanoamericana —trágico asomo de lo recién nacido— son realmente trágicos, es decir, espejos de las ciudades caídas. Y esta ausencia habla muy alto de nuestra capacidad hispánica para rememorar el mito, exaltar la epopeya y reírnos de la comedia humana, pero también de nuestra incapacidad para reconstruir la ciudad burlada, explotada, arruinada, que Quevedo, visionario, cantó sobre las ruinas de Itálica famosa.
¿Por qué? Acaso porque nuestra historia ha sido demasiado melodramática, demasiado maniquea, demasiado obsesionada con la división entre los buenos y los malos y la tragedia, en cambio, es un conflicto en el que las dos partes tienen una parte de razón: Antígona al reclamar los derechos de la persona y la familia y Creón al reclamar los de la sociedad y el Estado.
Mas aunque ambos tengan razón, ni llegan a un acuerdo ni se salvan del conflicto.
Y es que la función de la tragedia no consiste en evitar la catástrofe, sino en recrear la relación perdida entre comunidad y persona, reconstruir la ciudad como sitio de encuentros. Otra vez, María Zambrano, redimir la catástrofe.
La literatura en lengua española —mítica, épica y cómica— acaso se esté acercando a la reconstrucción de la comunidad mediante un acto de generosidad cultural que le abra los brazos a todo lo que somos y a todo lo que negamos, tanto en los siglos de la colonia en América y de la decadencia en España, como en la imitación extralógica, nugatoria de la tradición indígena, negra y española, de nuestra reacción independentista en el siglo XIX.
Sin embargo, con qué enorme altura vemos hoy a los grandes creadores decimonónicos, Eça de Queiroz en Portugal y Machado de Assis en Brasil, y en España, Galdós y Clarín, que de la debilidad sacaron fuerza, de la pobreza, riqueza, y de la tradición, nueva creación. Ellos nos dieron la pauta: no hay tradición que se sostenga sin creación que la prosiga, como no hay creación nueva sin tradición antigua.
El camino de la inclusión, y no el de la exclusión, ha permitido a nuestras literaturas del siglo XX ser infinitamente superiores a las del siglo XIX, gracias a la tradición recuperada.
Ejemplifico someramente: Miguel Ángel Asturias el viejo y César Aira el joven recuperan las tradiciones indígenas de América. Alejo Carpentier y Severo Sarduy, las tradiciones afroamericanas. Y el mestizaje es corazón latiente de la prosa de Juan Rulfo, de Gabriel García Márquez y de Sergio Ramírez. Nuestra amnesia respecto al mundo árabe es superada en España con Juan Goytisolo y en Latinoamérica por Jorge Luis Borges, gran resurrector, también, de la herencia judía que se hace explícita en las novelas de Isaac Goldenberg en Perú y de Margo Glantz y José Emilio Pacheco en México.
¿Es el camino de una creación consciente de la tradición, la ruta que nos conduzca al espacio de la reconciliación y encuentro de cuanto somos, de cuanto hemos sido y de cuanto queremos ser?
Un anuncio, poderoso anuncio de ello, se encuentra, precisamente, desde el título mismo de La tragicomedia de Calisto y Melibea y en ella, la Celestina y Fernando de Rojas, nos dan el ejemplo supremo de la modernidad urbana, de la circulación de valores, de los disfraces necesarios para sobrevivir y de las identidades que sólo la ficción revela en profundidad diciéndonos que ya no es necesario perder nuestra existencia personal para construir una existencia colectiva, ni sacrificar nuestra inserción en el mundo para ganar la plenitud personal en eso que Rojas y La Celestina anuncian para todos los tiempos y para todas las ciudades: El diálogo de las conciencias, el mestizaje de las culturas, la liberación del yo que ya no vivirá aislado ni en sí mismo, ni en la multitud solitaria, ni en la tentación actual de dejarse divertir hasta la muerte, sino hablándole al mundo, a ese tú, a ese nosotros que Rojas convierte en poder de una dulce y terrible intimidad alcanzada en el instante efímero de la reflexión interna que con urgencia lenta se dirige a ti y a mí, al mundo entero, mediante el doble coro de la lengua, pues en la lengua cada uno es coro de sí mismo y del principio de vida que encarna, pero a sabiendas de que es parte del coro colectivo del lenguaje portador de cuanto hemos sido, somos y queremos ser quienes hablamos, soñamos, recordamos y deseamos en español.
Muchas gracias.
Comentario