Por: Jag Bhalla
Los defensores del orden económico mundial suelen justificarlo afirmando que se han realizado grandes progresos para sacar a la gente de la pobreza extrema. Rara vez citan estadísticas sobre desigualdad, como la comparación entre la porción de la «torta de riqueza mundial» que va a los ricos y la que va a los pobres. No es de extrañar, ya que el panorama es mucho más sombrío, lo que socava su tan cacareado «progreso» triunfante. He aquí la división de la torta mundial de 2021, según los datos del World Inequality Lab:
La asimetría es tan grave que la mitad de la torta se la lleva el 10% más rico. Ese grupo, bendecido por los recursos, gana más de 53.300 dólares anuales, y me incluye a mí y probablemente a varios profesionales del Norte global. Mientras tanto, la mitad más pobre de la humanidad obtiene el 8,5%, y el decil inferior solo el 0,1%. El decil más pobre gana una media de 289 dólares anuales, unos 79 céntimos al día. Esto es 436 veces menos que el decil superior, que gana una media de 126.000 dólares, o 345 dólares al día (en el caso de las personas que más ganan, los umbrales del 5% y el 1% son de 81.700 y 181.000 dólares respectivamente).
Branko Milanovic, experto en desigualdad global, atribuye el 80% de la variación de los ingresos individuales a factores entre países, forma elegante de decir que tus ingresos no se deben principalmente al esfuerzo, al «mérito» o a la productividad. Influye sobre todo la suerte de pertenecer a un grupo históricamente favorecido que reside en una nación rica, donde las oportunidades económicas se basan en una letanía de injusticias históricas, desde la esclavitud y el genocidio hasta la destrucción ecológica. Estados Unidos alberga a doscientos millones de los más desfavorecidos del mundo y a 33 millones (la mitad del total) de los más favorecidos.
Pero la suerte de los recursos financieros cae rápidamente fuera de las naciones ricas. Max Rosner, de Our World in Data, clasifica solo al 15% de los seres humanos como «no pobres». El 85% restante gana menos de 30 dólares al día, el umbral de pobreza típico de los países ricos.
Para comprender hasta qué punto es falso plantear el debate en términos de «umbral de pobreza extrema», consideremos que el límite comúnmente utilizado de 1,90 dólares al día equivale a 694 dólares al año, es decir, solo el 6% del umbral federal de pobreza (12.880 dólares). Esa cifra de 1,90 dólares está ajustada de acuerdo al poder adquisitivo para que sea directamente comparable al gasto de esas cantidades en Estados Unidos. ¿Por qué una decimonovena parte del umbral de pobreza en Estados Unidos es un indicador válido para el Sur Global?
Analicemos esos datos fabulosos de los que alardean los evangelistas del optimismo como Steven Pinker, que lamenta que tendencias como «137.000 personas salen de la pobreza extrema cada día» no sean más difundidas… De 2009 a 2019, la torta global de ingresos personales creció en 37 billones de dólares. De esa cantidad, los que más ganaron se llevaron 8,7 billones de dólares (24%), mientras que los que menos ganaron se llevaron 25.000 millones (0,07%). No, no es una errata. Los pobres se llevaron el 0,07%, 345 veces menos que los ricos. Las orgullosas afirmaciones de que el crecimiento mundial tiene por objeto sacar a la gente de la pobreza no cuadran con estas cifras.
Si ampliamos la perspectiva, el aumento medio anual de los ingresos individuales en esa década para los deciles superiores frente a los inferiores fue de 1800 y 5 dólares. 5 dólares al año son 1,3 céntimos al día, una hazaña mucho menos loable de lo que celebran Pinker y sus amigos. Es difícil argumentar que sumar 5 dólares a los 694 anteriores represente realmente un «escape» de algo.
Si solo el 1% de las ganancias de la torta global de ingresos personales de 2019 se destinara a los más desfavorecidos, ese aumento sería de 55 dólares, no 5. Si solo el 10% de las ganancias del decil más rico se redistribuyera, los ingresos del decil más pobre aumentarían en 180 dólares. En el mejor de los casos, la métrica favorita del discurso actual es una pequeña hoja de parra que no llega a ocultar la horrible verdad.
¿Qué acrobáticas contorsiones éticas podrían justificar que las mejoras en el nivel de vida de las élites obtengan una prioridad de recursos 345 veces mayor que las necesidades básicas de la inmensa mayoría de los habitantes del planeta? ¿Son los vinos más elegantes o los coches más rápidos mucho más importantes que evitar que 150 millones de niños sufran un retraso permanente en el crecimiento debido a la malnutrición, o que los alimentos lleguen a los casi dos mil millones de personas que sufren inseguridad alimentaria? Las cifras son obviamente indefendibles, y por eso muchos prefieren centrarse en otras. El primer gráfico es mucho menos terrible que el segundo.
Como observa un experto en pobreza de la ONU, acabar con la pobreza «solo mediante el crecimiento, sin una redistribución mucho más sólida», llevaría siglos y multiplicar por 173 el tamaño de la torta mundial (Rosner calcula que se multiplicaría por cinco en «unas pocas generaciones»). El ritmo del «progreso», celebrado con entusiasmo, hace que cerrar la brecha entre ricos y pobres sea una fantasía. Estos gráficos y estadísticas que ensalzan el progreso —defendidos irónicamente por algunos de los periodistas más devotos de los datos— trazan un tipo muy particular de historia autoflagelante, pero son lápiz labial sobre un cerdo que malgasta recursos.
Los datos no pueden ser más claros. La economía mundial no tiene ningún mecanismo real para aliviar la desigualdad y la pobreza. Que tantos crean que el capitalismo está haciendo fantásticos «progresos» contra la pobreza al colmar a los pobres de bendiciones por goteo es testimonio de un encubrimiento espectacularmente exitoso. Disfrazar la rapaz especulación global como una obra de bien contra la pobreza es una genialidad de las relaciones públicas.
Las métricas arbitrarias del debate sobre la pobreza mundial se seleccionan para ocultar verdades espeluznantes. En realidad, el coro del capitalismo está celebrando una situación increíblemente mala. Su fe piadosa en que las fuerzas del mercado maximizarán el bienestar es una farsa (los hechos refutan tales fantasías) y un fiasco moral. Las fuerzas del mercado han dado al 10% más pobre de la humanidad solo un 0,1% de peso en la economía mundial. No se trata de un accidente: como sostiene la filósofa de la economía Lisa Herzog, los mercados descubren los deseos monetarios y les dan prioridad sobre las necesidades no monetarias. A menos que podamos garantizar que los más pobres puedan permitirse sobrevivir, los mercados actúan como monstruos morales.
Entonces, ¿qué se puede hacer? En primer lugar, debemos afrontar los hechos desnudos, sin maquillaje, por feos que sean. El progreso real es imposible si las élites escudan su codicia tras cifras que les hagan sentirse bien. A continuación, debemos tomar medidas globales contra la desigualdad de recursos. Al igual que con la crisis climática, el problema no puede resolverse en cada país por separado. Deberíamos considerar los esfuerzos fiscales mundiales emergentes. El impuesto sobre la riqueza multimillonaria del Laboratorio Mundial de Desigualdad, el impuesto sobre la capitalización del mercado del G20 de Gabriel Zucman o un impuesto sobre la riqueza multimillonaria del 0,7% podrían «erradicar la pobreza extrema» rápidamente.
Si no se consideran aceptables, espero una avalancha de propuestas de los fanáticos de la mitigación de la pobreza que vienen promoviendo narrativas sobre el progreso tan halagüeñas como mentirosas.
Jag Bhalla. Periodista residente en Washington DC. Escribe sobre ciencia, tecnología e historia de las ideas.
Traducción: Florencia Oroz
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