Hoy es el aniversario de la República Italiana: el 2 de junio de 1946, un año después de la derrota final de Mussolini y el nazifascismo, se celebró en Italia un referéndum institucional sobre la forma de Estado, coincidiendo con las elecciones a la Asamblea Constituyente. Era la primera vez que las mujeres votaban también en una consulta política nacional, como ha recordado la reciente película C’è ancora domani [Siempre habrá un mañana], de Paola Cortellesi. La mayoría del pueblo votó a favor de la República, lo que provocó el exilio del rey Umberto II de Saboya a Portugal, gobernado entonces por el dictador António de Oliveira Salazar. Por primera vez desde la unificación del país, Italia se convirtió en una República.

Pero el 2 de junio marca también otro aniversario para la historia italiana: es el día en que, en 1882, murió Giuseppe Garibaldi, que había soñado en vano y ardientemente con esa República, teniendo que conformarse finalmente con ver a Italia unida, pero monárquica.

El nombre de Garibaldi, casi 150 años después, sigue siendo familiar para millones de personas. Está omnipresente en la toponimia italiana: no hay ciudad italiana que no tenga al menos una calle dedicada a él, además de varios centenares de estatuas repartidas por todo el país. Pero no solo en Italia: plazas, calles, estatuas, estaciones y placas dedicadas a él se encuentran en innumerables ciudades de todo el mundo, de Montevideo a Taganrog, de Nueva York a La Habana (Cuba incluso le ha dedicado una moneda conmemorativa).

Pero, ¿quién era realmente Giuseppe Garibaldi? Aquí las cosas se ponen más difíciles. Pocos en Italia sabrían hoy algo que vaya mucho más allá de la aséptica definición de Garibaldi como figura clave de la unificación italiana. Como dijo recientemente, medio en broma, el sociólogo estadounidense y estudioso de la memoria colectiva Jeffrey K. Olick, la mejor manera de olvidar a alguien o algo es transformarlo en un monumento.

Así que intentemos «desmonumentalizar» a Garibaldi con algunos datos sobre su vida. Formado como marinero, Garibaldi pasó muchos años de su juventud trabajando en el mar, pero también fue profesor de idiomas en Estambul, comerciante de fideos en Brasil, corsario en el Atlántico Sur (atacando barcos mercantes y liberando a los esclavos negros de los barcos), profesor de matemáticas en Uruguay y obrero en una fábrica de Nueva York.

Garibaldi luchó en siete ejércitos oficiales diferentes: República Riograndense, Uruguay, Gobierno Provisional Lombardo, República Romana, Reino de Cerdeña, Reino de Italia y Francia. Fue detenido, y en algunos casos torturado, por la policía rusa, la policía francesa, el ejército argentino, la policía uruguaya, el Reino de Cerdeña (que también lo condenó a muerte) y luego varias veces por la policía italiana tras la unificación de Italia. Fue diputado en cinco países diferentes: Uruguay, Reino de Cerdeña, República Romana, Reino de Italia y República Francesa.

Patriota e internacionalista

Sin entrar en la complejidad de una biografía inmensa y pintoresca que difícilmente puede resumirse en un artículo, estos hechos nos muestran de inmediato un punto crucial: sería un error limitar la figura de Garibaldi exclusivamente al papel de patriota italiano.

De hecho, las primeras aventuras revolucionarias de Garibaldi tuvieron lugar en América Latina, adonde había huido tras la condena a muerte que pesaba sobre su cabeza en Piamonte debido a un intento fallido de insurrección contra la monarquía de Saboya. Pero su primer encuentro con la política fue incluso anterior: su «fogonazo» intelectual llegó a los 26 años, cuando en el barco en el que trabajaba como marinero embarcaron unos exiliados saint-simonianos (seguidores de Saint-Simon, el socialista libertario francés) que fascinaron profundamente a Garibaldi. Como recuerda en sus memorias, aprendió de ellos que «el hombre que, haciéndose cosmopolita, adopta la humanidad como patria y va a ofrecer espada y sangre a todos los pueblos que luchan contra la tiranía, es más que un soldado: es un héroe». Tal fue el ideal subyacente que lo condujo a unirse a las rebeliones latinoamericanas.

Garibaldi no regresaría a Italia sino hasta 1848, para unirse a los levantamientos populares que estallaban ese año en toda la península itálica. Con él partió Andrés Aguyar, un antiguo esclavo negro que había luchado con Garibaldi en Uruguay y que decidió seguirlo para continuar también en Italia la lucha revolucionaria por la libertad. Ana María de Jesús Ribeiro, conocida como «Anita», compañera brasileña de Garibaldi y camarada de armas durante la Revolución Farrouupilha, en la que ambos habían participado, también había partido poco antes.

Tanto Aguyar como Anita morirían en los tumultuosos sucesos de la República Romana de 1849, que izó por primera vez la tricolor en Roma y que en sus pocos meses de vida se distinguió por sus rasgos radicales tanto en lo democrático como en lo social (Valerio Evangelisti ha escrito una excelente novela histórica sobre este acontecimiento).

Garibaldi y Aguyar defendieron militarmente la República, pero este último fue asesinado por una granada del ejército francés que se había apresurado a restaurar el poder del Papa. En tanto hombre de piel negra, Aguyar es el único gran patriota del Risorgimento al que Italia no ha dedicado una estatua en la colina del Gianicolo de Roma, aunque parece que finalmente se colocará este año. Durante la dramática huida que siguió a la caída de la República romana, Anita también murió. Pese a encontrarse enferma, eligió quedarse con los revolucionarios hasta el final. Mientras Anita y su grupo era perseguido por los alrededores de una laguna cerca de Rávena, perdió el conocimiento y luego la vida. Tenía tan solo veintiocho años.

Un revolucionario al que no le gustaba la revolución

La dimensión internacional de la figura de Garibaldi también queda confirmada por numerosos acontecimientos que se entrecruzan con la historia del movimiento democrático, obrero y socialista. En 1860, Garibaldi organizó la famosa Expedición de los Mil, en la que él y un millar de voluntarios se apresuraron a apoyar el levantamiento popular contra los Borbones en Sicilia. Por aquel entonces, Michail Bakunin, padre de la anarquía y más tarde amigo de Garibaldi, estaba exiliado en Siberia. En sus memorias cuenta:

Yo estaba en la capital de Siberia oriental, Irkutsk, en la época de la memorable campaña de Garibaldi en Sicilia y Nápoles. Puedo decir que todo el pueblo de Irkutsk [tomó] apasionadamente partido por el libertador contra el rey de las Dos Sicilias, ¡fiel aliado del zar! […] En los años 1860-63, cuando el mundo rural ruso estaba sumido en una profunda agitación, los campesinos de la Gran Rusia y de la Pequeña Rusia esperaban la llegada de Garibaldov, y si les preguntaban quién era, respondían: «Es un gran líder, el amigo de la gente pobre, y vendrá a liberarnos».

Al mismo tiempo, en Glasgow (Escocia), los obreros decidieron trabajar turnos extra para comprar y enviar municiones y paquetes médicos a los garibaldinos. Un año más tarde, en 1861, el Presidente Lincoln propuso a Garibaldi que se uniera a la Guerra Civil estadounidense, pidiendo públicamente «al héroe de la libertad que preste el poder de su nombre, su genio y su espada a la causa del Norte». Sin embargo, tras considerarlo por un momento, Garibaldi se negó debido a la indecisión del Norte de centrar la guerra en la abolición del sistema esclavista, exigiendo la abolición inmediata y total de la esclavitud como condición previa para su participación.

Pero volvamos a los aspectos más socialistas de Garibaldi, aquellos que han quedado en gran medida oscurecidos por la historiografía celebratoria italiana. Garibaldi se puso públicamente del lado de la Primera Internacional, y fue él quien le dio el afortunado nombre de «sol dell’avvenire», que pronto se convirtió en Italia en uno de los eslóganes más famosos del movimiento obrero y socialista.

Garibaldi también apoyó a la Comuna de París, que incluso lo eligió como su líder militar, un papel que el general no podía aceptar, ya que acababa de regresar a Caprera tras luchar en Francia en la guerra franco-prusiana, y ahora estaba viejo y enfermo. En las barricadas de la Comuna de París, sin embargo, había muchos garibaldinos, vestidos con la omnipresente camisa roja, que dieron la cara durante la defensa ya que eran de los pocos revolucionarios «profesionales», con formación militar.

A pesar de todo, Garibaldi no era un extremista, y en cierto modo se podría decir que era un revolucionario al que no le gustaba la agitación revolucionaria. De hecho, su adhesión al socialismo y su apoyo convencido al naciente movimiento obrero iban acompañados de una desconfianza hacia los márgenes más radicales, que Garibaldi criticó repetidamente por considerarlos perjudiciales para la causa obrera.

Además, en la coyuntura política del Risorgimento, Garibaldi mostró a menudo una postura pragmática. Ejemplos famosos son la aceptación del poder monárquico con la reunión de Teano de 1860 —en la que Garibaldi, como republicano convencido, entregó el poder en el sur liberado de Italia al monarca de Saboya— y el telegrama «Obbedisco» de 1866, en el que, por orden del rey, aceptó detener su avance hacia Trento contra la ocupación austriaca.

Marx, Engels y Garibaldi

Su pragmatismo político, combinado con un vivo idealismo no siempre impregnado de profundidad teórica, llevó a Karl Marx a hacer a veces comentarios despectivos hacia Garibaldi, tachándolo en algunas cartas privadas de ingenuo y de «asno».

Pero sería un error concluir que Marx y Engels se opusieron al general. No solo porque ambos, en tanto estudiosos de la táctica militar, estaban cautivados por las extraordinarias capacidades militares de Garibaldi (los dos siguieron la Expedición de los Mil de 1860 con estima e interés diarios), sino sobre todo porque su correspondencia también contiene a menudo juicios políticos muy positivos, especialmente por parte de Engels, que aplaudió el apoyo de Garibaldi a la Internacional, calificándolo de «valor infinito» y estableció cada vez más contactos y lazos con los seguidores de Garibaldi, empezando por el propio hijo de Garibaldi, Ricciotti, a quien invitaron a casa de Marx en 1871.

La figura de Garibaldi también aparece con frecuencia en las polémicas entre marxistas y anarquistas dentro del naciente movimiento socialista italiano (que a su vez surgió en gran medida de los seguidores de Garibaldi). En estas primeras polémicas, el general era a menudo «tironeado» y reivindicado por las dos corrientes. Y así, si Bakunin alababa a Garibaldi considerándolo uno de los suyos —y en una carta escribía entusiasmado que «Garibaldi se deja llevar cada vez más por esa juventud que porta su nombre, pero que sin embargo va, o mejor dicho, corre infinitamente más lejos que él»—, Engels, en cambio, se regocijaba porque Garibaldi, aunque mantenía relaciones amistosas con los anarquistas italianos, sostenía que su rechazo radical de todo principio de autoridad era erróneo. Así concluyó Engels:

El viejo luchador por la libertad, que solo en el año 1860 ha hecho más de lo que todos los anarquistas pueden intentar hacer en toda su vida, sabe apreciar la disciplina, tanto más cuanto que tuvo que disciplinar constantemente a sus fuerzas armadas y lo hizo no como los círculos militares oficiales mediante la disciplina militar y la amenaza constante del pelotón de fusilamiento, sino poniéndose frente al enemigo.

En el prefacio al tercer tomo de El capital, Engels llega incluso a describir a Garibaldi como un personaje de «perfección inigualable».

Garibaldi después de Garibaldi

La Italia posterior a la unificación, al tiempo que celebró a Garibaldi como uno de sus héroes nacionales, intentó por todos los medios debilitar su carga revolucionaria y marginarlo, frenando cualquier nueva aspiración subversiva. No solo fue aislado varias veces en un confinamiento no oficial en la isla de Caprera —donde Garibaldi se había retirado para dedicarse a la agricultura, ya que nunca había querido ganar nada con sus hazañas militares—, sino que también fue arrestado por el ejército italiano, que en la célebre Giornata dell’Aspromonte de 1862 incluso le disparó, hiriéndolo.

Los sucesivos gobiernos italianos después de su muerte transmitieron así una imagen aséptica, despolitizada e institucional de Garibaldi, creando un panteón nacional que equiparaba y distorsionaba a figuras políticas profundamente diferentes y, a veces, incluso a enemigos jurados, como Cavour, Mazzini y Garibaldi.

En cambio, es en la izquierda, en las organizaciones populares y obreras diseminadas por todo el país, donde la imagen del Garibaldi revolucionario, vinculado al proletariado (al que definió como «la clase a la que me honra pertenecer»), ha permanecido viva durante mucho tiempo. En memoria del patriota, internacionalista y socialista Garibaldi, los italianos antifascistas que lucharon en España en 1936-1939 eligieron el nombre de «Batallón Garibaldi», los partisanos comunistas durante la Resistencia italiana de 1943-1945 el de «Brigadas Garibaldi», y los italianos de Yugoslavia en el Ejército de Liberación de Tito el de «División Garibaldi».

De nuevo en 1948, en las primeras elecciones parlamentarias de la República Italiana, los socialistas y los comunistas se unieron en un frente electoral cuyo símbolo era el rostro de Garibaldi insertado en una estrella, todo ello coloreado con los colores de la bandera italiana.

Hoy, 142 años después de su muerte, es importante para la izquierda —italiana y de otros países— mantener viva la imagen del Garibaldi revolucionario. Alejarlo de la narrativa institucional que lo reduce a una estatua sin valor político, pero también de algunos intentos recientes de desacreditarlo, presentándolo como un mercenario o un conquistador, desempolvando falsedades y propaganda borbónicas de hace 150 años. Esta es una tarea que le debemos no solo a él, sino también a todos aquellos que en el siglo XX, inspirados por su figura, dieron su vida por la libertad y el socialismo.