Por: Sandra Russo
Quienes lo hayan leído seguramente se alegrarán de recordarlo, porque hay pocos lectores que pasaron por Manuel Scorza y que lograron después sacárselo del corazón. Los personajes de la saga de La guerra silenciosa –repartida en cinco novelas– siguen adheridos al espíritu profundo de América Latina, y eso es lo que uno le agradecerá siempre a Scorza: que nos haya dejado entrar y sentirnos involucrados en las protestas campesinas de las sierras peruanas contra la Pasco Corporation en los años ´60.
Scorza se había criado allí, porque su asma decidió a sus padres a irse de Lima, y a instalarse en Huancayo. Cuando comenzaron las protestas él ya había pasado por el mismo Liceo Militar que Vargas Llosa, ya había cursado Filosofía en la Universidad de San Marcos, ya había comenzado su militancia clandestina en el naciente APRA, que cuando viró a la derecha sufrió gran merma de afiliados, entre ellos Scorza, que escribió el documento de renuncia al partido que comandaba Haya de la Torre. El documento quedó allí para la historia. Se llama GoodBy, Míster Haya.
El primer libro de la saga que Scorza escribió un poco en Lima y otro en París fue Redoble por Rancas. Había cubierto las revueltas para un diario de Lima y para sí mismo, para un ensayo que tenía en mente. Pero cuando después el desenlace sangriento y su propio involucramiento emocional le hicieron sentir que cualquier ensayo por bueno que fuera iba a ser incapaz de transmitir la verdad de las protestas y la estatura de esos héroes cholos del Perú profundo, recurrió a la narrativa.
Ahora Pedro Castillo y el Perú invisible vuelve a pelear por sus derechos, porque el Perú racista y corrupto que se agazapa tras Keiko Fujimori quiere invalidarles sus actas electorales: es un país que convivió con una mayoría indígena y mestiza cientos de años, y cuya elite es como Vargas Llosa: todos renunciarían a su nacionalidad de ser confrontados como lo fue el agitador de la ultraderecha liberal, auspiciadora de golpes de Estado y amparadora de delincuentes de toda laya: están convencidos de que ellos son el Perú, y que el electorado de Castillo hace fraude simplemente porque gana: nunca dejaron de verlos y tratarlos como seres inferiores.
Por la misma esquina de la plaza de Yanahuanca por donde, andando los tiempos, emergería la guardia de Asalto para fundar el segundo Centenario de Chinche, un húmedo septiembre, el atardecer exhaló un traje negro. El traje, de seis botones, lucía un chaleco surcado por la leontina de oro de un Longiness auténtico. Como todos los atardeceres de los últimos treinta años, el traje descendió a la plaza para iniciar los sesenta minutos de su imperturbable paseo.
Es el primer párrafo de Redoble… Ese traje que exhaló el atardecer es el juez Montenegro. Scorza hace girar la presentación de esa comunidad de Yahahuanca oponiéndola en valores, espíritu, ética, a la de un juez corrupto como casi todos, que eran amigos de los alcaldes y parientes de los coroneles y de los diputados o gobernadores. Así sigue siendo el mundo blanco, aunque el traje negro con el que Scorza inviste y recorta al juez, que será así nombrado siempre, corre la connotación de “negro” de la piel de los cholos a la conducta de Montenegro, descripta en ese primer capítulo en una parábola perfecta.
Esa misma tarde al traje negro se le cae un sol del bolsillo, una moneda. Y en el pueblo corre como un reguero la noticia, porque quién sabe qué podría pasarle a quien tocara o peor, que se apropiara del sol del traje negro. Mucha gente había muerto por menos. Todo el pueblo se pone en alerta para que nadie mueva el sol de su lugar: era un pequeño relieve en una vereda de la plaza central.
Pero pronto surge el orgullo. Ya no era por temor, sino por dignidad, que Yahahuanca se había vuelto obsesiva con no tocar lo ajeno. Vienen de otros pueblos a ver el sol del traje negro, que se había vuelto una enorme atracción. Y los yanahuaqueños se desvivían por hacer custodia día y noche para a nadie lo tocara, porque en Yahahuanca no se robaba.
Pasó un año y el único que no estaba al tanto de cómo había cambiado la vida en el pueblo era el traje negro. Nunca se dio cuenta de que se le había caído un sol del bolsillo. Pero un día caminando por la plaza, 365 días después de haberlo perdido, los ojos del traje negro dieron con la moneda tirada en el piso. Se agachó, vio la moneda, miró para ambos lados y como creyó que no había nadie, sencillamente lo embolsó y siguió su camino.
Así son las cosas. A esos pueblos serranos de indígenas persistentes en sus modos de vida y sus creencias, hace cientos de años los blancos les vienen robando todo. Porque creen que tienen derecho, como el traje negro al que no se le ocurrió que ese sol podría tener un dueño, cuando todo el pueblo hacía un año que se turnaba para evitar que alguien se lo robara.
Scorza decía que la oligarquía peruana se había condenado a sí misma a vivir una vida a medias, al haber esclavizado a los pueblos indígenas. El negacionismo hoy explica fenómenos nuevos pero explica también fenómenos históricos.
Estos que están en las calles en varios países en los que el neoliberalismo les quiso dar su toque se gracia, eran lo más genuino, lo más intenso de América Latina. Aquí las luchas se libran y se pierden muy seguido, pero no se abandonan. En las novelas de Scorza eso sucede porque los vivos reciben instrucciones de sus muertos.
La figura del juez, el amigo o pariente del diputado o del gobernador, sigue siendo el traje negro, que condena a su antojo a los indios que osan reclamar cualquier especie de igualdad. Scorza decía que el Perú blanco se parecía a esa tortura china que consistía en hacerle cargar a un hombre vivo un hombre muerto, hasta que enloquecía.
Hay un tipo de locura supremacista en toda esta región. Nunca dejó de haberla. Y hablo de quienes –Mauricio Macri y el desquiciado Iván Duque incluidos, firmantes de una carta “contra la corrupción” a favor de Keiko Fujimori, o sea a favor del golpe– siguen viendo al indio o a la india como poco más que objetos descartables que se pueden matar o encerrar sin ningún problema de conciencia. Hablo además del TOF de Jujuy, que condenó a Milagro Sala a 3 años y medio por los huevos que le mancharon el traje negro al gobernador Morales en 2009. La condena llegó en 2021 y cinco días antes de las elecciones. Locura supremacista y corrupción insoportable.
Comentario