Por: Marcelo Colussi
Democracia: ¿de qué estamos hablando?
Suele anteponerse democracia a dictadura, tiranía, autoritarismo. El mundo moderno (capitalista) ha hecho de aquella la supuesta panacea universal. Les “va bien” a quien se apegan a la democracia. Los otros, quienes no transitan esa senda, son la “oscuridad decadente”. Ahora bien: para hablar seriamente de “democracia” puede ser pertinente comenzar con una imagen gráfica que nos legara Quino (Joaquín Lavado) con su inefable personaje Mafalda. En dos cuadros, con astuta ironía y muy sintéticamente dice todo lo que intentaremos expresar con este farragoso y quizá muy tedioso texto. En el primero de ellos aparece Mafalda con un diccionario buscando allí la definición del término “democracia”: “Del griego demos, pueblo, y cratos, autoridad. Gobierno en que el pueblo ejercer la soberanía.” En la segunda imagen, se carcajea a morir. ¿Es la democracia el gobierno del pueblo?
Si estudiamos las formas de organización político-comunitaria que ha tomado cualquiera de las sociedades donde encontramos grupos sociales enfrentados, lo que también se conoce como “clases sociales”, desde que existe registro histórico de ello (a partir de las sociedades agrarias sedentarias en adelante, hace unos diez mil años aproximadamente), vemos que siempre es una pequeña élite la que guía/obliga/establece los destinos del colectivo. Fuera de una organización social de iguales en un período pre-agrario, cuando la humanidad era cazadora y recolectora, pares donde todos los miembros de la comunidad serían iguales (forma que se extendió por más de dos millones de años, desde el primer Homo habilis al Neolítico y de la que aún pueden encontrarse agrupaciones que así funcionan, fundamentalmente en la profundidad de selvas tropicales), el estudio de toda estructura social que encontramos a través de la historia desde que se encuentra un excedente social, nos confronta con dirigentes y dirigidos. Y siempre, invariablemente, los primeros son una minoría, y los segundos una amplia masa: faraón, rey, emperador, sumo sacerdote, principal, señor feudal, mandarín, empresario o algo por el estilo, contra un extendido colectivo de esclavos, siervos, campesinos, súbditos, trabajadores asalariados o la modalidad que sea, siempre en una asimétrica relación: unos pocos subyugando/gobernando a enormes mayorías.
¿Cómo ha sido posible, y sigue siéndolo en nuestro capitalismo ultra desarrollado, que unos pocos sojuzguen a una inmensa multitud? ¿Por qué esa amplia colectividad no se levanta, no reacciona contra el opresor? Apelar a una explicación biologista con reminiscencias darwiniana donde “los más aptos” se impondrían, lleva implícita una valoración cuestionable: no puede explicarse la historia por la idea de “triunfadores” (los mejores, los más aptos) versus “perdedores” (los más débiles, los menos aptos). Si nos quedáramos con esa pretendida “explicación”, se estaría avalando la idea de “superiores” e “inferiores”. Definitivamente no hay ciudadanos “mejores” y “peores” entonces, gente de “sangre azul”, designados por los dioses, países “civilizados” versus sociedades “salvajes”. Sin embargo, si vemos con objetividad cómo funciona hoy nuestra aldea global, esa noción está absoluta –y descarnadamente– presente. Aunque no hay “razas superiores”, el ordenamiento del mundo nos confronta con que, para mucha gente, eso continúa siendo una realidad: una muy minúscula élite toma las decisiones que nos afectan a todas y todos, tanto a nivel micro, lo nacional, como en el ámbito supranacional, global.
Esto abre, o continúa y profundiza, un debate que aún no está saldado. No se puede afirmar, categóricos, que estamos irremediablemente ante la necesidad de un conductor, de un gran padre todopoderoso que conduce a la masa. Lo constatable, no obstante, es que esos pequeños grupos siguen decidiendo los destinos de la humanidad. “El 0,000001% aparece en nuestras listas. El resto nos lee”, decía una irreverente, si se quiere abominable, pero realista, publicación de la cuestionable Revista Forbes. Más allá que el contenido ideológico del mensaje pueda ser repulsivo, encierra una verdad: las decisiones del mundo las toma una pequeñísima, ultra minoritaria minoría. Para graficarlo de un modo patético, veamos este ejemplo: en la reunión anual del Grupo Bilderbeg del año 2022, que tuvo lugar en Washington, se filtró la agenda que se trataría. Por supuesto, las conclusiones tomadas jamás salen a luz. Los “amos del mundo”, como se le conoce a este grupo, deciden en la mayor secretividad el guión que sigue la humanidad para el futuro próximo. En esa filtración pudo saberse que uno de los tópicos a abordarse sería la “gobernabilidad global post guerra nuclear”. Todo indica que quienes toman esas decisiones vitales para los ocho mil doscientos millones de habitantes del planeta, tienen contemplada la posibilidad de una guerra con armamento nuclear, pero limitada (armas tácticas, las llaman). Según algunos expertos, eso es un despropósito total, un imposible. No hay guerras nucleares “limitadas”. De librarse una guerra atómica con apenas un pequeño porcentaje de la capacidad destructiva actual (alrededor de 12.000 misiles balísticos intercontinentales, el 90% de ellos repartidos entre Rusia y Estados Unidos), la destrucción de toda forma de vida está asegurada. La pregunta de fondo es: ¿quién de los mortales de a pie decide eso? ¿Qué tiene que ver la institucionalidad democrática, esa de las urnas, esa de la que se ríe Mafalda, ligada por los grupos de poder a las nociones de “libertad”, “autonomía” y otras exquisiteces por el estilo, con las decisiones que se le imponen al colectivo planetario?
Minorías y mayorías
Es evidente y totalmente constatable en la observación desapasionada de la historia de la humanidad que, al menos hasta ahora, en esta sangrienta dinámica de lucha de grupos enfrentados que ya lleva varios milenios, son siempre minúsculas minorías las que ejercen el poder sobre amplias mayorías. Ante eso surgen inmediatamente las preguntas: ¿qué hay de la democracia, del “gobierno del pueblo”? ¿Es posible? ¿Cómo? De momento, salvo casos muy puntuales –de poder popular con un ejercicio democrático de base en experiencias socialistas– eso no ha pasado de mito. Las actuales “democracias de mercado” han llevado ese mito a alturas estratosféricas.
En el vocabulario político actual “democracia” es, sin lugar a dudas, la palabra más utilizada. En su nombre puede hacerse cualquier cosa (invadir un país, por ejemplo, o torturar, o mentir descaradamente, o llegar a dar un golpe de Estado); es un término elástico, engañoso en cierta forma. Pero lo que menos sucede, lo que más remotamente alejado de la realidad se da como experiencia constatable, es precisamente un ejercicio democrático, es decir: un genuino y verdadero “gobierno del pueblo”. Esto de la democracia es algo muy complejo, enrevesado. Es, en otros términos, sinónimo de la reflexión sobre el poder y el ejercicio de la política. Para ser cautos no podríamos, en términos rigurosos, ponderarla como “lo bueno” sin más, contrapuesta –maniqueamente, por supuesto– a “lo malo”. Siendo prudentes en esta afirmación puede citarse a un erudito en estos estudios, Norberto Bobbio, que con objetividad dirá que “el problema de la democracia, de sus características y de su prestigio (o de la falta de prestigio) es, como se ve, tan antiguo como la propia reflexión sobre las cosas de la política, y ha sido repropuesto y reformulado en todas las épocas”.
Vale preguntarse entonces qué entender por “política”. Nunca más oportuna la definición que, sarcástico, dio Paul Valéry: “Es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le atañe”. Deberíamos agregar: “haciéndole creer que decide algo”. La política en manos de una casta profesional de políticos, tal como hoy día sucede, termina siendo una perversa expresión de manipulación de los grupos de poder, lo cual no tiene nada que ver con la repetida idea de democracia como “gobierno del pueblo”.
La vida en regímenes dictatoriales torna la cotidianeidad terriblemente dura. Vivir bajo una dictadura donde no existen garantías constitucionales mínimas, donde cualquiera puede ser secuestrado por las fuerzas de seguridad del Estado, torturado o asesinado con la más completa impunidad, es un atropello flagrante, un calvario. Las penurias económicas son terribles; pero por supuesto una dictadura es peor: morirse de hambre, aunque sea escandaloso, no es lo mismo que morir en una cárcel clandestina de una dictadura producto de los tormentos.
De todos modos, en ese sentido no está de más recordar una muy pormenorizada investigación desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo –PNUD– en el 2004 en países de América Latina donde se destacaba que el 54,7% de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la consternación de más de algún politólogo, incluido el por ese entonces Secretario General de Naciones Unidas, el ghanés Kofi Annan (“La solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente enraizada democracia”), ello debe abrir un debate genuino sobre el porqué la gente lo expresa así.
Años después, en el 2022, la encuestadora CID-Gallup realizó una investigación similar en doce países de la región, encontrando resultados análogos: la media de conformidad con la democracia como solución a los problemas cotidianos no supera el 50%. Debe entenderse en ese contexto que ahí “democracia” es sinónimo de acto electoral, y no más que eso. Por eso a las poblaciones, ese ritual repetido cada tanto tiempo no le soluciona sus problemas más acuciantes; de ahí estos resultados. Por tanto: la falta de libertades civiles mínimas es un cáncer social, pero democracia formal sin soluciones económica no sirve, la población no la valora.
Desde el triunfo de las burguesías modernas sobre los regímenes feudales en Europa, o de la consolidación de las colonias americanas de Gran Bretaña como Estados Unidos de América con su empuje descomunal, la construcción del mundo moderno, de las “democracias industriales o democracias de libre mercado” –como suele llamárselas– sigue obedeciendo más que nada a una lógica donde unos pocos factores de poder (económico) son los que controlan. El gobierno de las mayorías, el verdadero y genuino poder de las mayorías, sigue siendo una asignatura pendiente, una quimera risible. Quien manda es el mercado. No hay dudas que la modernidad burguesa –con sus ideales iluministas de democracia, igualdad, fraternidad, libertad, división de poderes, sufragio universal– fue un paso adelante en relación con el absolutismo monárquico del feudalismo europeo; pero de ahí a gobierno del pueblo dista una gran distancia. La democracia que se construyó con la inauguración del mundo burgués moderno (donde Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña marcaron el rumbo) se asienta en la dominación de los grandes propietarios industriales, banqueros y terratenientes. El pueblo gobierna sólo a través de sus representantes. ¿A quién representan los gobernantes? ¿Gobierna el pueblo? ¡En absoluto! Una vez más: la risa de Mafalda.
¿No es que los movimientos económicos los regula el mercado? Si es así, son muchas las preguntas que se abren y quedan sin respuesta: ¿quién y cómo decide los flujos de oferta y demanda, los porcentajes de desocupación que hay, la acumulación de riqueza y la multiplicación de la pobreza? Si es el mercado ¿qué decidimos con la rutina electoral de cada cierto tiempo? ¿Quién ha salido de la pobreza asistiendo puntual a los comicios? ¿Quién decide las políticas de las grandes corporaciones mundiales que fijan la marcha económica de la población planetaria? ¿Alguien votó por ello? ¿Quién decidió, a través de qué proceso de elección popular se estableció que todos tenemos que consumir, por ejemplo, un refresco como Coca-Cola y no otro líquido, agua potable o un refresco local hecho con hierbas naturales? ¿Hubo algún plebiscito, referéndum o proceso eleccionario para decidir las políticas comunicacionales de los grandes monopolios de la información, aquellos que moldean nuestro punto de vista día a día, minuto a minuto, los que imponen lo que se debe pensar y lo que no? ¿Se consultó a la población planetaria para formar un infame Consejo de Seguridad en el seno de la Organización de Naciones Unidas con derecho a veto formado sólo por cinco Estados, los mayores productores de armas… ¡y de armas atómicas!? ¿Por medio de qué elecciones populares se deciden las guerras? ¿Hubo alguna consulta democrática para decidir la catástrofe medioambiental que produjo la voracidad del gran capital? ¿Algún ciudadano del mundo votó para terminar con los bosques, o con la capa de ozono, para secar fuentes de agua dulce o derretir los glaciares y casquetes polares? ¿Quién eligió, y por medio de qué mecanismo, lo que tenemos que consumir para divertirnos? –léase: películas de Hollywood o videojuegos, cada vez más extendidos y violentos–. ¿Quién es el que decide sobre quién puede tener armas nucleares y quién no: la gente con su voto? Y todos los llamados “grupos vulnerables” (minorías étnicas, discapacitados varios, gente de la diversidad sexual, seropositivos, niñez en riesgo, discriminados por el motivo que sea) ¿qué participación real tienen en el ejercicio del poder? ¿Algún negro eligió democráticamente ser pobre? ¿Alguna mujer decidió ser condenada a trabajar más que un varón y a ganar menos? Como dijo Eduardo Galeano: “Si votar sirviera de algo, ya estaría prohibido”.
Anida en esta tan repetida idea de democracia una infame, sórdida mentira. El modo de producción capitalista se mantiene en base a la explotación del trabajo asalariado, a la extracción de plusvalía, no importando si el mismo es de un obrero industrial urbano, un peón agrícola, un técnico con alto grado de calificación académica en trabajo remoto, una empleada doméstica o un ama de casa –que no recibe salario–. Todo el mundo que trabaja es explotado en este orden económico (también las amas de casa, por supuesto); si luego la forma de gobierno que rige en el territorio donde vive es este engendro llamado democracia, o no, es irrelevante. El rito estereotipado de emitir un sufragio cada cierto tiempo no influye en lo más mínimo en relación al circuito económico.
Cada vez que se acerca una elección escuchamos con insistencia que se vive “la gran fiesta democrática”, se repiten frases hechas –clichés, sin dudas– como que “con las elecciones gana el país, gana la democracia”. Si con la próxima administración no se resuelven los problemas nacionales ¿será culpa de ese gobierno electo? ¿Será entonces que la población votante elige mal? Pareciera que las penurias de la gente –y, por cierto, las hay en grado sumo– se deben a una “mala decisión” en el momento de emitir el sufragio. Debemos ir más allá de esta simplificación moralista en el análisis. ¿Acaso la misma población sufrida es “culpable” de su situación por “no saber votar”? Ese es el grado de mayor cinismo que pueda concebirse.
Hoy día ya se nos ha dicho hasta el hartazgo que los problemas que padecemos quienes votamos cada cierto período de tiempo (sea en el Norte desarrollado o el Sur famélico: pobreza crónica, falta de servicios como salud y educación, violencia generalizada, marginación social, represión cuando protestamos, guerras que nunca decidimos nosotros como base, catástrofe ecológica, patriarcado, racismo) se deben a que “no elegimos bien”. Suena a falta de respeto decir eso, tratando indirectamente a la población votante de “estúpida”. ¿Qué sería entonces “elegir bien”? Salvo cuestiones un tanto cosméticas, no hay ninguna diferencia real entre todos/as los/las candidatos/as. Las izquierdas que llegan a ocupar sitios de poder político en el marco de este juego institucional del capitalismo, incluso presidencias eventualmente, están tan maniatadas por el sistema que, finalmente, ni parecen izquierdas. Si pretenden ir un poco más allá de la línea roja que el sistema les impone, son sacadas del poder, con golpes de Estado cruentos (con militares implicados mediante), o “suaves”, como se hace ahora. Pero los tanques de guerra siempre están preparados por si es necesario derramar sangre. Vale recordar lo dicho por alguien que sí decide, que hace parte –o, al menos trabaja para ella– de esa élite privilegiada: “América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar, y en el caso de Chile, esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet”, expresado vez pasada con el mayor desparpajo por el entonces Secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo.
Con la democracia formal nada cambia en lo sustancial
En Guatemala, empobrecido y desconocido país centroamericano (hasta la próxima catástrofe natural, que lo volverá estrella mediática por unos días) hace ya casi cuatro décadas que retornó esto que llaman “democracia”, luego de una de las más cruentas guerras civiles de toda Latinoamérica, con 36 años de combate e interminables daños, con 200.000 muertos y 45.000 desaparecidos. Pasaron desde entonces 12 presidentes (los hay para todos los gustos), pero las causas profundas por las que el país sigue siendo el segundo en desnutrición en toda Latinoamérica, con 15% de población abiertamente analfabeta, fundamentalmente entre mujeres (sin hablar del analfabetismo funcional, que llega al 80%), haciendo que alrededor de 400 personas diarias partan hacia el “sueño americano” en calidad de migrantes irregulares porque aquí no encuentran oportunidades, con racismo y patriarcado insultantes, se mantienen inalterables. Esas causas encendieron la guerra interna en la década de los 60 del siglo pasado. ¡No han cambiado, ni pueden cambiar con la elección de un nuevo presidente/gerente/capataz/caporal de la finca!
Por otro lado Estados Unidos –paladín de la democracia, según la narrativa dominante– en el mismo período (años 80 a la fecha) tuvo 7 mandatarios, siempre elegidos entre sus dos partidos tradicionales, demócratas y republicanos, y el país no cambió un ápice en su significado histórico: nación hiper industrializada y vorazmente consumista, agresiva para con el resto del mundo, con una profunda cultura de violencia y muerte que la recorre de cabo a rabo, con una clase trabajadora con buen nivel de vida y adormecida completamente (Homero Simpson es su ícono representativo), y megacapitales impresionantemente abultados que inciden en la marcha del planeta en forma contundente. ¿Quién manda ahí? Wall Street, el complejo militar-industrial y sus grandes corporaciones multinacionales (petroleras, farmacéuticas, tecnológicas), independientemente del presidente de turno.
Conclusión de los ejemplos anteriores: la democracia como “gobierno del pueblo”, en los países capitalistas no puede pasar de mera ficción, de burla muy bien empaquetada y presentada como remedio universal. “Con la democracia también se come, se cura y se educa”, vociferaba el otrora presidente argentino Raúl Alfonsín en su campaña proselitista, mientras los planes neoliberales –que ni él ni ningún argentino o argentina decidieron– empobrecían al país, haciendo reaparecer la tasa de analfabetismo y orillando a que población hambrienta sacrificara algún cuadrúpedo del zoológico para comer algo de carne roja, en el “país de las vacas”. Es evidente que esta democracia formal solo sirve para mantener el statu quo. Es decir: sirve para mantener un 15% de la población global que vive sin demasiadas penurias (trabajadores del Primer Mundo, oligarquías del Sur), y junto a ello el ostentoso lujo inaudito e irritante de un pequeñísimo grupo de privilegiados (ese 0,0001% de la población mundial, los que entroniza la Revista Forbes) que se siente (o es) dueño del mundo (un automóvil Rolls Royce de 28 millones de dólares, un reloj Patek Philippe Grandmaster Chime de 28 millones de euros, una suite en el hotel más lujoso de Las Vegas de 100.000 dólares la noche), decidiendo el destino de la humanidad. ¿Eso es la democracia?
Las decisiones que marcan el destino de la humanidad toda jamás se toman democráticamente. Eso rige para cualquier país capitalista. Luego de decididas por unos pocos, se hace creer que “el pueblo eligió”. ¡Burda manipulación! ¿Por qué en Argentina gana las elecciones un neonazi ultraliberal con un claro discurso antipopular? Porque la manipulación mediática lleva a la gente a quedar obnubilada, y repite acríticamente lo que se le hace repetir. Como el bombardeo mediático buscó generar opinión anti-corrupción, eso, sumado al empobrecimiento generalizado, llevó a una amplia mayoría a votar ingenuamente por un cambio. La ilusión de estas democracias es que, con el voto, cambia algo. Pero los cambios son cosméticos, gatopardistas (cambiar algo superficial para que no cambie nada de fondo). No hay que olvidar que los oponentes a La Libertad Avanza, la estructura peronista, representa intereses capitalistas tan explotadores como los que trae Javier Milei y quienes realmente están detrás de él. Según datos de la Central de Trabajadores de la Argentina –CTA– en los últimos ocho años (administraciones de Mauricio Macri –neoliberal– y Alberto Fernández –peronista–), del salario al capital fueron transferidos 101.000 millones de dólares, 30.000 durante Macri y 71,000 durante Fernández. La democracia representativa solo sirve para cambiar caras: el poder duro, el poder real está en otra parte.
Democracia de base
Los primeros desarrollos del socialismo construido durante el siglo XX (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Norcorea, Nicaragua, Afganistán) comenzaron a intentar equilibrar las injusticias económicas; pero en cuanto al ejercicio del poder popular la cuestión siguió siendo una asignatura pendiente. Se avanzó en eso, sin dudas, al menos en la intención (los soviets en un primer momento de la revolución bolchevique aún en vida de Lenin, ejemplos durante la Revolución Cultural china, las asambleas populares cubanas, todas ellas interesantes experiencias). Sin embargo, aún estamos lejos de poder indicar una democracia popular de base efectiva en el campo socialista. Ahí están las Comunidades de Población en Resistencia –CPR– durante la guerra interna en Guatemala con una auténtica organización de democracia de base directa, o las asambleas populares del movimiento zapatista en Chiapas (municipios autónomos y juntas de buen gobierno), indicando que eso sí es posible, pero sin constituir aún una experiencia de calibre nacional, sostenible en el tiempo más allá de un experimento puntual en una zona determinada.
Por otro lado, con su involución hacia fines de siglo, la sobrevivencia de lo que no arrastró la marea de destrucción de todo ese campo socialista (Cuba resistió y sigue de pie) se centró en eso: la sobrevivencia (“período especial” se dijo en la isla), y el tema de la democracia de base, del poder popular, no fue el principal punto de agenda. ¿Se puede hablar hoy de poder popular en China? ¿Qué quedó de la “dictadura del proletariado” en los países de Europa del Este? Curioso y digno de notar: uno de los puntos donde aparecen con más vehemencia los grupos de neonazis es justamente en lo que fuera la Alemania socialista, pudiendo volver a ser gobierno quizá.
En las democracias socialistas, la pregunta en torno al verdadero y genuino “gobierno del pueblo” continúa siendo una agenda abierta y pendiente. Las experiencias con que se cuenta, desde la legendaria Comuna de París de 1871 a las diversas expresiones que se han dado a lo largo de la historia –asambleas de base, fábricas recuperadas, diversos movimientos autogestionarios, el ejemplo del zapatismo como lo más reciente y bien articulado– muestran que esa forma de ejercicio democrático sí es posible. Aunque muy poco conocidas en el mundo, la experiencia de las CPR guatemaltecas es digna de estudio: en el medio de una terrible guerra interna con un ejército dispuesto a desarmar los movimientos guerrilleros a través del ataque a la población civil (su base social), estas genuinas democracias de base permitieron la sobrevivencia de miles de campesinos, asediados día a día. Más aún: no solo la sobrevivencia, sino la creación de un modelo de desarrollo popular sustentable, replicable en otros contextos, como lo constituye también el ejemplo zapatista.
Las decisiones que marcan el destino del mundo, que es básicamente capitalista –la economía, la guerra, los modelos culturales dominantes– jamás se toman democráticamente. Luego de decididas por unos pocos –la citada observación de Valéry es más que oportuna entonces– se busca “evitar que la gente tome parte en los asuntos que le conciernen” pero haciendo creer que participa, que decide. En buena medida, hasta ahora eso es el ámbito de la política. Tal como dijo alguna vez Jorge Luis Borges: al menos de momento, tal como la conocemos, “La democracia es una superstición, basada en la estadística”.
Masas ¿estúpidas o estupidizadas?
La idea respecto a que “la masa es estúpida y no piensa” es, como mínimo, muy sencilla, por no decir altamente peligrosa, discriminadora y racista/clasista, indicando un fuerte menosprecio hacia lo colectivo, hacia lo popular –a lo que se puede considerar “chusma”, lo vulgar, el “populacho”–. Sin dudas, tal como se ha venido dando la organización de todas las sociedades de clases, la minoría en el poder supo manipular a su antojo a las grandes masas. Pero eso no significa que la gente sea intrínsecamente estúpida; menos aún, que merezca ser tratada como estúpida. Pero algo sucede, porque así la trata el grupo dominante; el pensador austro-germano Günther Anders, representante intelectual de esas minorías, decía en 1956 que: “Para sofocar cualquier revuelta por adelantado (…) métodos arcaicos como los de Hitler son anticuados. Basta con crear un condicionamiento colectivo reduciendo drásticamente el nivel y la calidad de la educación. (…) Que la información destinada al público en general sea anestesiada de cualquier contenido subversivo. Transmitiremos masivamente, vía televisión [hoy día deberían agregarse redes sociales y aplicaciones de internet], estúpidos entretenimientos, siempre halagando el instinto emocional”. Estúpidos entretenimientos; más claro, imposible.
Algunos años más tarde, en 1968, siempre en esa misma lógica, el politólogo polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky, referente obligado de la “democrática” ultraderecha estadounidense, decía sin tapujos que en “En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”. En otros términos: lo que la gente piensa, fundamentalmente en el ámbito político-social, lo que llamamos “ideología”, está digitado a un grado sumo. En esa digitación sin par entra la manoseada noción de “democracia”.
No hay ninguna duda –la historia y la experiencia lo enseñan– que la psicología de las masas presenta características peculiares que no pueden entenderse desde el punto de vista de lo individual. Puestos en masas, transformados en hombre-masa, todos desaparecemos como sujeto para constituirnos en un colectivo y seguir la corriente; y es cierto que, en tanto colectivo, en tanto grupo indiferenciado, no hay mayor razonamiento crítico (piénsese en esos fenómenos masivos que nos arrastran y a los que no podemos oponernos: la moda, el nacionalismo, la algarabía popular en un partido de fútbol, la experiencia de un linchamiento). Pero esto no invalida la posibilidad de reflexión, y mucho menos, no autoriza a la manipulación de la masa. ¿En nombre de qué, con qué derecho una élite puede manipular a una gran mayoría? No se puede ser tan superficial, tan falto de rigor científico y decir que “a la gente le gusta eso porque tiene bajo nivel, porque es estúpida” Más que superficial, eso escamotea la verdad –por no decir que es totalmente cuestionable en términos éticos, o incluso peligrosa, por discriminadoramente clasista–.
Como formulación de ciencia social explicar algo en función de una presunta “estupidez” connatural es restringido: la gente podrá actuar como “tonta” (ahí está Homero Simpson como su ícono), pero hay límites a la tontera. Si fuéramos tan tontos y prefiriésemos “naturalmente” nuestra condición de esclavos, seguiríamos bajo el látigo del amo esclavista. ¡Pero hay Espartacos, los hubo y los seguirá habiendo! Por todos lados en la historia han surgido Espartacos, porque la mansedumbre de la masa tiene límites. Y cada vez más las poblaciones (esas masas manipulables a las que se intenta conformar con el pan y circo –ayer gladiadores, hoy Hollywood, fútbol y telenovelas–), van abriendo los ojos, despertando, exigiendo derechos, dando saltos hacia delante, aunque también sigan consumiendo los que se les ordena y pensando lo que las usinas mediáticas divulgan. Cada vez más la historia nos muestra poblaciones que se rebelan y protestan, alzan la voz, participan en su vida política y producen cambios.
Aunque hoy ya no haya esclavos oficialmente –si bien existen 30 millones en forma subrepticia, según informa la Organización Internacional del Trabajo, OIT– sigue habiendo explotación; pero las masas, con sus luchas, han ido consiguiendo sustanciales mejoras en las condiciones laborales a través del tiempo, y ya no es legal trabajar más de ocho horas diarias. Si bien ya no existe el cinturón de castidad, continúa el patriarcado; de todos modos, la lucha por la equidad de género ha ido modificando sustancialmente la relación entre hombres y mujeres, cuestionando el patriarcado. Todos esos cambios en la historia de la humanidad no se consiguieron con un voto en las urnas; se obtuvieron con encarnizadas luchas, en general con sangre derramada. “La violencia es la partera de la historia”, enseñó Marx. No se equivocó.
En otros términos, como dijo, Sergio Zeta: “Los pueblos consiguen derechos cuando van por más, no cuando se adaptan a lo «posible»”. Los cambios reales en las relaciones de opresión entre los seres humanos nunca son procesos pacíficos; si hay conflicto –y lo hay por todos lados–, esa situación no cambia con un diálogo consensuado. Las transformaciones, más aún en el campo de lo político, en la manera en que se reparte el poder, son procesos duros, durísimos, nunca faltos de violencia. El rito de votar cada cierto tiempo es solo eso: un rito, una conducta estereotipada que termina convirtiéndose en un acto desabrido, inoperante. Los ideólogos por excelencia del mundo burgués, los pensadores del Iluminismo francés del siglo XVIII, inauguran la modernidad…. ¡cortándole la cabeza a miles de nobles parasitarios! “¡Marchemos, marchemos: que una sangre impura empape nuestros surcos!”, reza la Marsellesa, himno nacional del capitalismo triunfante, donde se instaura la idea de “democracia”. El paso del feudalismo europeo a la modernidad capitalista, hoy absolutamente globalizada, no se consiguió en las urnas; fueron interminables litros de sangre los que lo lograron.
La democracia formal, la democracia representativa de los esquemas modernos con su división de tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), no termina de ser en su plenitud el gobierno del pueblo. En realidad, más allá de la declamación formal, resta mucho para ser verdaderamente un ejercicio de poder horizontal de todos, una democracia deliberativa.
El mejoramiento de las condiciones económico-sociales es un factor de gran importancia para el progreso de las sociedades. Pero eso no es todo: la población tiene que tomar parte activa en los asuntos que le conciernen, involucrarse, sentir que la toma de decisiones le es algo propio. La equidad, la justicia, la democracia real, en definitiva, es el avance y la equidad en todos los aspectos: los económicos, los políticos, los éticos, los culturales.
La democracia, si se queda sólo en lo formal, es vacía, no es democracia. Es el gobierno de los grandes grupos económicos secundados por los políticos de profesión y por todo el andamiaje cultural y militar que permite seguir con la misma estructura, dándose el lujo incluso de jugar a la participación de la gente en las decisiones. Juego ilusorio, por cierto. Allí la gente no decide absolutamente nada, más que su administrador de turno (el gerente, el capataz de la estancia). La población, la gran masa, es consumidora (hay que atenderla bien para que siga comprando), o es electorado (hay que atenderlo bien para que me sigan votando). Si ese ciudadano consumidor que sufraga cada tantos años protesta demasiado… es considerado un “subversivo”; entonces ahí están los aparatos de control, los “suaves” o los cruentos. Pero nunca participa en las decisiones básicas de su vida, aunque viva en democracias formales donde nunca hay golpes de Estado.
Es real que en algunos lugares del planeta esas democracias representativas dan un aparente resultado, pues ahí nadie pasa hambre y tiene cuotas más o menos altas de beneficios. Pero para mantener esas “democracias occidentales” (Estados Unidos, Canadá, Europa Occidental), el 85% de la población mundial pasa grandes sufrimientos. O democracia para todos, o si no hay algo que no funciona. No puede haber democracia sólo para un 15%; eso no es poder para todos. La misma idea de democracia incluye a la totalidad, no sólo a fragmentos, a sectores. Todo eso lleva a cuestionarnos: ¿es el sistema democrático el que logra ese bienestar, o es el entramado socioeconómico? “El ejemplo chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro tiempo: ¿es la democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la respuesta habrá que encontrarla en otra galaxia. Porque lo que reflejan los números macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el gigante asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a las urnas, sin hacer gala de las libertades, sin amnistiar al prójimo”, razonaba Luis Méndez Asensio.
Cabo Verde, en África, ex colonia portuguesa, hoy utilizado por la NASA para realizar sus estudios sobre los huracanes del Atlántico, es el primer país en ese continente en orden a las mediciones de “apego a la democracia”, según los criterios de las potencias occidentales, con elecciones periódicas y división de poderes, y uno de los pocos de toda la región que permite los desfiles lésbico-gay. Sin embargo, dada la falta de oportunidades de desarrollo económico que presenta –vive básicamente del turismo, pues fuera de sus playas tropicales, el interior es desértico (hambrunas a la vista) y el cambio climático tiende a desaparecerlo bajo las aguas oceánicas– tiene una mayor cantidad de población viviendo en la diáspora que en el propio territorio (el doble exactamente), pues la gente huye de la pobreza crónica. Vale citar nuevamente las palabras de Alfonsín: “Con la democracia se come [a veces], se cura y se educa”, y lo que agregó años después, cuando Argentina entraba en una pendiente sin solución: “pero no se hacen milagros”. Aunque en Cabo Verde se vote periódicamente y exista tolerancia hacia la diversidad sexual, la gente huye despavorida de la pobreza. Recordemos los dos estudios sobre el tema de la democracia en Latinoamérica.
El sistema político democrático, para ser tal, debe incluir realmente a la totalidad de la población en la toma de decisiones: democracia deliberativa, democracia participativa. Si no, no termina de ser genuinamente el “gobierno del pueblo”. Sin la participación ciudadana auténtica no hay ciudadanía; hay actos eleccionarios cada cierto tiempo, pero no democracia. Es de esperarse que en un mundo post capitalista una democracia no formal sino real, abra la posibilidad de construir esa sociedad pensada por Marx de “productores libres asociados”, donde las decisiones serían obra del colectivo y no de aquel 0,000001% que se reúne a puertas cerradas.
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