El Instituto se preguntaba por qué nunca se produjo la revolución predicha por Karl Marx y se distinguía de otros análisis académicos de la sociedad capitalista por su convicción de que tanto la alta como la baja cultura eran objetos dignos de investigación. Esta investigación, argumentaban, era complementaria a un análisis económico más que una alternativa al mismo. Su experiencia directa del fascismo, como judíos alemanes exiliados de la Alemania nazi en la década de 1930, influyó en su pensamiento, que ofrecía una explicación materialista de la relación entre la explotación capitalista y la dominación racial.

¿Una crítica elitista?

Sin embargo, es difícil superar el aparente distanciamiento de los pensadores de la Escuela de Frankfurt de nuestro tiempo y de la cultura popular en general. Su famosa segunda generación (que incluía a Theodor Adorno, Walter Benjamin, Erich Fromm, Max Horkheimer y Herbert Marcuse) procedía de entornos burgueses industriales privilegiados y escribió tratados académicos célebremente enrevesados. Sus críticos, no sin razón, les acusaron de oscurantismo, elitismo cultural, liberalismo e incluso de connivencia con el Estado.

La última de estas acusaciones es la que se ha mantenido con más tenacidad, a pesar de ser la menos plausible. Durante el periodo de entreguerras y la guerra, Marcuse trabajó para la Oficina de Servicios Estratégicos de Estados Unidos, organización precursora de la CIA. Los críticos, escribió Marcuse a Jürgen Habermas en la década de 1960, «parecen haber olvidado que la guerra era una guerra contra el fascismo». Dentro de ese contexto, ayudar a Estados Unidos no era un crimen por el que tuviera «la más mínima razón para avergonzarse».

Del mismo modo, Adorno escribió para varias revistas que recibieron financiación encubierta de la CIA en la posguerra, como la alemana Der Monat, la británica Encounter y la italiana Tempo Presente, aunque ninguna de ellas contradecía las posiciones públicas de Adorno, siendo su principal objetivo contrarrestar las corrientes totalitarias.

Mientras que la acusación de connivencia con la CIA puede desestimarse fácilmente, las de oscurantismo, elitismo, criptoliberalismo y antiactivismo son más difíciles de rebatir. Estas acusaciones se dirigen con más frecuencia contra Adorno, sobre todo porque se ha convertido en el más citado de su grupo de colegas. Incluso como estudioso de Adorno, a veces me cuesta defenderlo. Después de todo, favorecía las formas artísticas de élite frente a la cultura burguesa, detestaba el jazz, daba prioridad a la teoría frente a la praxis política y, en una ocasión, llamó a la policía para que detuviera a sus propios alumnos mientras ocupaban su facultad.

Abstracciones capitalistas

En una entrevista televisiva de 1977 con el filósofo Bryan Magee, Marcuse calificó a Adorno de «genio», que hablaba con frases totalmente formadas, «listas para imprimir», para afirmar más tarde en la misma entrevista que él mismo no siempre entendía del todo la prosa de Adorno. Tal contradicción refuerza la sospecha, ampliamente extendida tanto en los círculos populistas de derechas como en los activistas de izquierdas, de que los teóricos críticos prefieren la mística de la oscuridad académica a la claridad textual. La cuestión de la claridad, sin embargo, era algo más complicada para Adorno, que veía la naturaleza fragmentaria de su propia escritura como una respuesta a la fragmentación de la sociedad capitalista tardía.

El capitalismo tiende a la homogeneización de las formas culturales y, al mismo tiempo, fragmenta la vida laboral, social y doméstica. En la introducción a Minima Moralia de Adorno —un libro compuesto íntegramente por textos aforísticos breves y subtitulado «Reflexiones desde la vida dañada»—, el filósofo afirma que para expresar adecuadamente las condiciones sociales hay que rechazar la coherencia formal. Su esperanza, por ambiciosa que parezca, era que la fragmentación del texto pusiera al descubierto la falsa armonía de la sociedad de consumo.

Esta tendencia a la fragmentación también puede apreciarse en la preferencia de Adorno por el arte abstracto, eterno blanco de las acusaciones de elitismo cultural tanto desde la izquierda como desde la derecha. El estalinismo mantuvo una actitud profundamente hostil hacia la vanguardia rusa, prefiriendo en su lugar el realismo social. Los nazis, por supuesto, dedicaron exposiciones al «arte degenerado». Lo que «no se puede entender (…) sino que necesita algún pretencioso libro de instrucciones para justificar [su] existencia nunca volverá a encontrar [su] camino hacia el pueblo alemán», dijo Hitler acerca de la pintura expresionista y abstracta.

La distancia percibida entre el arte abstracto y la realidad amenazaba la idea reaccionaria del orden social. Sin embargo, Adorno sostenía que era el capitalismo el que causaba y aceleraba el alejamiento de la naturaleza, un fenómeno que tenía sus raíces en la tendencia de la humanidad hacia el pensamiento identitario, es decir, la necesidad de controlar la naturaleza categorizándola e identificándola.

La segunda generación de la Escuela de Frankfurt vio en ese extrañamiento una de sus principales preocupaciones teóricas. Tenían experiencia de primera mano: la primera mitad del siglo XX fue testigo tanto de las sociedades más desarrolladas que jamás han existido como del advenimiento de guerras mundiales, desplazamientos masivos, genocidios y los albores de la era nuclear, tragedias que mostraron los lados utópico y distópico de la modernidad.

La respuesta de la Escuela de Frankfurt fue cuestionar la idea de que el progreso celebrado por la sociedad liberal fuera tan completo como parecía. La transición de la primera naturaleza —la esfera del instinto animal y la biología— a la segunda naturaleza —el lenguaje y la cultura— distaba mucho de ser completa. A pesar de las mejores intenciones del pensamiento de la Ilustración y de la ciencia primitiva de mediar entre la humanidad y la naturaleza a través de la investigación racional, el capitalismo industrial tenía los dientes y las garras rojos en un grado demostrablemente mayor que la propia naturaleza. Era razonable, argumentaba Adorno, desarrollar un sano escepticismo hacia las promesas de la Ilustración porque «ninguna historia universal conduce del salvajismo al humanitarismo, pero sí hay una que lleva de la honda a la bomba de megatones».

La cruel ironía de la modernidad es que la sociedad industrial surgió para resistir la inevitable atracción de la vida humana hacia la muerte y, sin embargo, creó amenazas letales de un nuevo tipo. Esto no solo significaba enfermedad y necesidad, sino también tendencias destructivas hacia la violencia, que los humanos son capaces de infligirse a sí mismos y a los demás (lo que Sigmund Freud, la influencia más fuerte en la Escuela de Frankfurt aparte de Marx, denominó «pulsión de muerte»). Pero en lugar de escapar de nuestra destructividad, la modernidad dotó a los seres humanos de capacidades más letales para el daño propio y ajeno. Desde las trincheras de la Primera Guerra Mundial hasta Hiroshima y Nagasaki, los seres humanos han demostrado ser capaces de infligir la muerte a una escala sin precedentes.

Dialéctica de la Ilustración

Esta dialéctica de la Ilustración fue observada por las principales figuras de la Escuela de Frankfurt, que la relacionaron con un creciente sentimiento de malestar cultural. No solo la sociedad industrial había producido nuevas formas de sufrimiento humano, sino que la reproducción industrial del arte lo despojaba de su vocación casi espiritual. Al analizar la transformación de la subjetividad humana, Marcuse se refirió a la «unidimensionalidad» de la vida en el periodo de posguerra, argumentando que en el contexto del abandono de formas trascendentes de significado, los consumidores se acomodaron en la aceptación de satisfacciones débiles de sus deseos reales.

Al igual que Adorno, Marcuse consideraba que uno de los mayores trucos de una sociedad industrial avanzada era hacer sentir a los ciudadanos y consumidores que elegían felizmente su sometimiento (y una realización inferior de su deseo). Podemos observar esta tendencia hoy en día entre los usuarios de Internet que buscan la adoración de los seguidores en lugar de la amistad en la vida real, subordinándose a los estereotipos transmitidos a través de las redes sociales para obtener reconocimiento.

Si Adorno era un oscurantista o un pensador que prefería la abstracción, se trataba de una reacción contra la cooptación de la cultura por el capitalismo industrial. Las figuras culturales que alabó —Charles Baudelaire, Samuel Beckett, Franz Kafka, Gustav Mahler, Edgar Allan Poe, Arnold Schoenberg— incorporaron un elemento de disonancia estética en su obra.

Para Adorno, esta conmoción era capaz de enfrentar a los individuos con la realidad de que las obras de arte eran el producto del trabajo de los individuos, una revelación que él denominaba el «contenido de verdad» de la obra de arte. Lejos de ser un elitista y un oscurantista, Adorno pretendía romper el falso hechizo de una industria cultural que ocultaba el trabajo humano tras un envoltorio brillante y unas imágenes deslumbrantes. En última instancia, sus razones para favorecer el arte elevado eran que operaba con mucha más honestidad sobre las condiciones en las que se producía que la cultura popular.

Pero la hostilidad de Adorno hacia la cultura de su presente también se manifestaba como una profunda sospecha de su política. Esto último llegó a un punto álgido cuando el profesor de Frankfurt llamó a la policía para que detuviera a los manifestantes en su universidad en 1969. En una correspondencia con Marcuse, que tenía una visión mucho más optimista del movimiento estudiantil, Adorno escribió que era «la última persona en subestimar los méritos del movimiento estudiantil; ha perturbado la suave transición al mundo totalmente administrado. Pero contiene un grano de locura en el que está implícito un futuro totalitarismo».

El intercambio de cartas señaló una brecha más amplia entre los dos pensadores. Mientras Adorno temía a sus alumnos, Marcuse se había convertido en un asistente y orador habitual en las protestas en Estados Unidos. Pero hubo costes que pagar a ambos lados de la barricada. El apoyo de Marcuse al movimiento estudiantil llevó a sus críticos a acusarle de ayudar a fundar una Nueva Izquierda menos interesada en la lucha de clases en el lugar de trabajo y más preocupada por la raza y la sexualidad.

De hecho, Marcuse hizo hincapié en la necesidad de crear una alianza de inmigrantes, estudiantes y trabajadores, como parte del Gran Rechazo, un levantamiento contra los valores consumistas e imperialistas que daría paso a un nuevo mundo. Pero el énfasis del filósofo en los no-trabajadores era principalmente un intento de encontrar un punto de vista desde el que se pudieran desafiar los efectos embaucadores de la unidimensionalidad, más que suplantar al sindicalismo por completo.

Marcuse vio en los movimientos contraculturales hippies y estudiantiles de su época manantiales de resistencia a los efectos embrutecedores de los medios de comunicación. Sin embargo, en su Ensayo sobre la liberación (1969), también advertía de que los movimientos estéticos y hedonistas de la contracultura de los sesenta permitían su propia cooptación y conversión en espectáculo mediático y moda consumista. El hedonista idealista, en su esfuerzo por apartarse de la sociedad capitalista, corría el riesgo de rechazar la disciplina necesaria para cambiar la sociedad a mejor. En poco tiempo, los temores de Marcuse se hicieron realidad y la cultura hippie se convertiría en una moda, cooptada por la industria cultural que adornaba los anuncios de Coca-Cola en las vallas publicitarias.

Pero el interés de la Escuela de Frankfurt por los efectos niveladores del capitalismo sobre la cultura sigue siendo relevante hoy en día. A medida que los gobiernos de todo el mundo se han esforzado por restringir el derecho a la protesta, la resistencia política se ha trasladado en gran medida a Internet, adoptando la forma de eslóganes maximalistas y la adopción de símbolos políticos radicales, a menudo mediados por el lenguaje de Internet de vídeos y memes. Cuando estas ideas se filtran en la corriente dominante, lo hacen en forma de xenofobia y fanatismo modelados a partir del discurso político marginal o que responden a él.

Lo que se conoce como «guerra cultural» creció en las redes sociales antes de convertirse en parte del debate político dominante. El lenguaje con el que se aborda la preocupación por la opresión de las minorías ignora a menudo la realidad material que la sustenta. Esto también puede considerarse un signo de unidimensionalidad. A falta de posibilidades políticas, la gente, en lugar de enfrentarse a esta dificultad, ha optado por replegarse a una esfera en la que la acción parece posible, pero solo a expensas del rigor teórico. Su necesidad de comprometerse políticamente solo se satisface falsamente, en términos de ataques a otros desventurados sujetos en línea.

Esto nos devuelve a la consideración de Adorno del pensamiento identitario como un problema irresoluble en el núcleo del pensamiento y la acción humanos. Mientras que la tecnología nos proporciona los medios para una expresión política cada vez mayor, nos vemos reducidos a controlar las prácticas identificatorias: es decir, la cultura del call-out y de la cancelación. Puede que Adorno y Marcuse tuvieran soluciones distintas a los retos de la modernidad, pero ambos prefiguraron el malestar cultural de nuestra era digital.

Traducción: Florencia Oroz