Por: Branko Marcetic
Hace veinticuatro años, la «guerra contra el terrorismo» provocó una drástica reducción de los derechos de los inmigrantes que afectó tanto a los titulares de tarjetas de residencia como a los ciudadanos. Sus ecos siguen vivos hoy en día en las políticas de Donald Trump.
Apenas dos meses después del inicio de la segunda presidencia de Donald Trump, la promesa de campaña de una «deportación masiva» de inmigrantes indocumentados que son delincuentes violentos parece haberse convertido en la política de simplemente expulsar a cualquier inmigrante considerado indeseable por la Casa Blanca. La administración Trump está intentando deportar a varios titulares de tarjetas verdes (permisos de residencia) simplemente por haber participado en protestas contra la guerra, ya revocó varios visados por las opiniones políticas de sus titulares y denegó la entrada al país a un titular de visado por el contenido de su teléfono, incluyendo mensajes privados que critican las políticas de Trump.
Es fácil ver por qué esto ya se ha comparado con el pasado «miedo rojo» y con episodios como las redadas de Palmer. Pero también hay una época más reciente a la que podemos apuntar: la «guerra contra el terrorismo» de George W. Bush, hace un cuarto de siglo.
Solemos pensar en las políticas de Bush contra el terrorismo como una serie de invasiones y decisiones de política exterior insensatas, destructivas y, a menudo, al margen de la ley. Pero también supusieron una drástica restricción de los derechos de los inmigrantes estadounidenses, que vieron cómo los no ciudadanos —y, a veces, incluso los ciudadanos— de Estados Unidos eran interrogados, detenidos, deportados y, en algunos casos, retenidos durante meses, a menudo por sospechas falsas.
Residentes no tan permanentes
Poco después de que Bush pronunciara un discurso ahora famoso en el que insistía con que Estados Unidos no estaba en guerra con el Islam, su administración comenzó a reunir a unos 1200 inmigrantes, sobre todo árabes y musulmanes, la mayoría de los cuales fueron acusados y deportados por infracciones migratorias menores. A algunos se les dijo que se presentaran a un simple interrogatorio de los funcionarios de inmigración, para luego arrestarlos, mientras que otros fueron detenidos sólo por el delito de ser musulmanes o árabes en un clima de miedo e histeria.
Tomemos el caso de Ansar Mahmood, un residente legal permanente que fue detenido durante cuatro semanas, en principio, para luego pasar tres años en prisión antes de ser expulsado de Estados Unidos, con una prohibición de regresar, todo por sacar una foto.
Aproximadamente un mes después de los atentados del 11 de septiembre, Mahmood, un repartidor de pizzas que había ganado la lotería de la tarjeta verde en 1999, condujo hasta el punto más alto de Hudson, Nueva York, para sacarse una foto y enviársela a su familia en Pakistán. Pero ese mirador incluía la principal planta de tratamiento de agua de la ciudad, lo que llevó a los guardias a llamar a la policía y a abrir una investigación federal por terrorismo, que no encontró nada, excepto que Mahmood había ayudado a una pareja paquistaní con visados caducados a conseguir una casa y un coche, lo que llevó al gobierno federal a acusarlo del delito de albergar inmigrantes indocumentados.
Mahmood negó y negaría siempre haber sabido que sus visados estaban caducos, pero durante el interrogatorio firmó una declaración en la que lo admitía. A pesar de que los activistas locales se unieron a su causa y a una batalla legal que duró años, Mahmood fue deportado, arrojándolo intencionalmente en un vuelo comercial a Pakistán antes de que los estadounidenses que se habían hecho amigos suyos y habían apoyado su causa pudieran siquiera despedirse. Ni siquiera pudo salvarlo la presión del senador Chuck Schumer, quien declaró que su deportación era «una vergüenza», afirmando rodeos que «este no es un caso de terrorismo» y calificando a Mahmood como «el tipo de persona que Estados Unidos debería acoger», en marcado contraste con la ambigüedad actual de Schumer sobre el caso de Mahmoud Khalil. Por su parte, Mahmood, una década después, solo tenía sentimientos positivos sobre Estados Unidos y su gente.
También está el caso de Muhammad Bachir, que había salido de un campo de refugiados palestinos en el Líbano, veintitrés años antes, para convertirse en residente permanente, casarse, tener hijos y desempeñarse en varios trabajos, solo para terminar, como él mismo dijo, «perdiéndolo todo» a manos de la administración Bush, incluyendo su trabajo, su casa y su familia. Después de que una hospitalización le hiciera perder una entrevista con el Servicio de Inmigración y Naturalización en junio de 2001, convocada por algunas violaciones de inmigración, pasaron meses sin que pasara nada hasta que Bachir fue arrestado y detenido por no haber concurrido a la cita.
Los agentes acusaron a Bachir de ser un terrorista y miembro de la Organización para la Liberación de Palestina y presentaron cargos penales que finalmente fueron retirados, antes de arrestarlo de nuevo y retenerlo durante dieciocho meses, enviándolo a diecisiete centros de detención diferentes, a lo largo de todo el país. Según Bachir, los agentes le hicieron comentarios que indicaban que estaba siendo castigado por haber dado a conocer su caso a la prensa y a grupos de derechos humanos, e incluso en un momento dado le admitieron que sabían que realmente había faltado a su entrevista con el INS después de haber sido hospitalizado. Bachir fue finalmente liberado y se fue a buscar el camino de vuelta a California desde Nueva York con sólo 23 dólares en el bolsillo.
O miremos el caso de Osama Awadallah, otro residente permanente que libró una batalla legal similar tras ser arrestado y detenido diez días después de los atentados, sólo porque las autoridades encontraron un trozo de papel con su nombre y número de teléfono en el coche de uno de los secuestradores. Awadallah no fue acusado formalmente en ningún momento de estar involucrado en los atentados o de saber de ellos de antemano. Solo conocía a los perpetradores de manera casual. Sin embargo, los agentes lo detuvieron (ilegalmente, según concluiría más tarde un tribunal), lo interrogaron durante horas mientras se negaban a dejarlo hablar con un abogado, lo llamaron terrorista y luego lo acusaron de perjurio, por lo que finalmente fue absuelto de los cargos.
Estos son solo algunos de los muchos casos en los que los residentes permanentes sufrieron violaciones alarmantes de sus derechos básicos. Pero esto no sólo sucedió con los titulares de tarjetas verdes, sino que también los ciudadanos estadounidenses lo sufrieron directa e indirectamente.
Los ciudadanos no se salvaron
Un ciudadano, Mohammed «Freddy» Alfaorri, un conductor de camión de helados de San Bernardino, de origen jordano, que se convirtió en ciudadano estadounidense en 2002, fue arrestado y llevado a un centro de inmigración no una, sino dos veces, la segunda con las armas desenfundadas y después de que los agentes ya se hubieran disculpado con él y hubieran reconocido que era ciudadano. Durante catorce días, Alfaorri no tuvo acceso a un abogado, las autoridades le quitaron su tarjeta de naturalización y los agentes lo acosaron para que «admitiera» que no estaba realmente documentado, antes de decirle de repente que era libre y dejarlo en medio de Los Ángeles con poco dinero, mientras su esposa estaba hospitalizada debido a un derrame cerebral. Las autoridades ni siquiera le devolvieron su tarjeta de naturalización hasta que pudo reclamarla por medio de un abogado.
Otro ciudadano, un hombre de sesenta y cinco años de ascendencia palestina llamado Fathi Mustafa, fue detenido durante diez días en un viaje de regreso de México porque los pasaportes de él y de su hijo tenían una capa extra de laminado que los funcionarios de inmigración consideraron sospechosa. A Mustafa lo obligaron a llevar un monitor en la pierna después de ser puesto en libertad, lo que provocó miradas extrañas de la gente de su pequeña ciudad de Florida, mientras que su hijo, que ya había sido detenido anteriormente, estuvo retenido durante dos meses y dijo que el hecho le generó perjuicios en sus negocios por decenas de miles de dólares.
Otra ciudadana, la recluta militar Tiffany Hughes, fue registrada y detenida con su marido yemení en una base militar, en varias ocasiones se le dijo que no podía llevar un hiyab y que no debía «dejar que la gente supiera» que era musulmana, antes de ser seguida por la base durante casi dos semanas sin importar a dónde fuera y, finalmente, ser presionada para que se diera de baja con honores. Su marido, que no era ciudadano, permaneció en régimen de aislamiento la mayor parte del tiempo, durante cincuenta y dos días, tiempo durante el cual los investigadores plantearon acusaciones descabelladas de que él golpeaba a su esposa y mintieron diciendo que ella había escrito una declaración alegando lo mismo.
Al igual que con los titulares de tarjetas verdes en el período posterior al 11-S, estas son solo algunas de las muchas historias en las que los ciudadanos fueron detenidos o vieron socavados sus derechos.
Un ciudadano estadounidense estaba entre los nueve egipcios arrestados en Indiana el 11 de octubre bajo el argumento de que eran testigos materiales de los atentados del 11 de septiembre. Todos fueron retenidos durante días sin acceso a una llamada telefónica ni a abogados antes de ser liberados. Numerosos otros ciudadanos denunciaron haber sido detenidos, interrogados e incluso retenidos al regresar al país, entre ellos un hombre al que un agente de control de pasaportes le preguntó agresivamente sobre su fe religiosa, si era pro-Palestina y si eso significaba que apoyaba a Hamás, antes de arrojarle el pasaporte, obligándolo a recogerlo del suelo. Otro fue detenido y repetidamente obligado a mostrar su tarjeta de residencia, a pesar de ser ciudadano.
Por supuesto, los que recibieron el trato más duro fueron los titulares de visados regulares, como el egipcio obligado a abandonar el país tras ser arrestado por las sospechas de que estudiaba en la misma universidad aeronáutica que uno de los secuestradores; el joven iraní incluido en una lista de vigilancia de seguridad nacional y luego detenido simplemente por recibir un correo electrónico terrorista que voluntariamente denunció a la policía; otro ciudadano iraní detenido por exceso de velocidad y posteriormente recluido durante ciento veinte días, treinta y cinco de ellos en aislamiento; el anticuario egipcio que estuvo en aislamiento sin cargos durante tanto tiempo que pensó en suicidarse, todo porque hizo reservas de vuelo en la misma terminal de ordenador y aproximadamente al mismo tiempo que uno de los secuestradores.
Como lo expresó el New York Times, «las infracciones que antes del 11 de septiembre probablemente hubieran sido ignoradas o resueltas con papeleo» —incluso el hecho de permanecer en el país después de que una visa expirara, algo que podría remediarse con una multa, como señaló un informe del Senado del estado de California— se utilizaron de repente para encarcelar a personas, en ocasiones durante meses. El FBI obtuvo el poder de arrestar a personas por infracciones migratorias que eran violaciones civiles, y no criminales, y como parte de la Iniciativa de Aprehensión de Extranjeros Fugitivos de la administración Bush, que priorizaba a los inmigrantes de países con presencia de al-Qaeda, por lo que ninguna violación era demasiado pequeña para justificar la expulsión de alguien, incluso si era el resultado de un percance burocrático por parte del mismo gobierno.
Los lazos familiares no importaban. Una mujer ciudadana estadounidense se quedó sola para hacer frente a una enfermedad y luchar por mantener a sus tres hijos después de que su marido, un inmigrante jamaiquino, fuera deportado. Un ciudadano estadounidense y sus gemelos de nueve años se quedaron sin esposa y sin madre por la expulsión de una mujer indonesia. Una mujer alemana casada con un ciudadano estadounidense, a la que un funcionario de inmigración le aseguró erróneamente que podía llevar a su nuevo bebé a ver a su familia a Europa fue detenida y se le ordenó salir del país.
El comienzo de un camino oscuro
La administración Trump va mucho más allá de la represión de Bush, defendiendo su derecho a, entre otras cosas, despojar unilateralmente y por decreto a los residentes permanentes de sus tarjetas de residencia y a deportar a los migrantes sin el debido proceso, para ser encarcelados en terceros países con pésimos historiales de derechos humanos. A diferencia de lo que sucedía a principios de la década de 2000, hoy no hay ningún ataque terrorista mortal en suelo estadounidense al que la administración Trump apunte para justificar esta represión.
Aun así, es fácil ver cómo estas primeras acciones de la era Bush —una combinación de paranoia por el terrorismo y animadversión contra los inmigrantes— allanaron el camino para lo que está sucediendo ahora. Si lo que vemos hoy es el resultado final de lo que Bush comenzó, entonces ¿a dónde llevarán al país en unos años las actuales acciones de Trump?
Traducción: Pedro Perucca
Branko Marcetic
Redactor de Jacobin Magazine y autor de Yesterday’s Man: The Case Against Joe Biden (Verso, 2020).
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