BIBLIOGRAFIA
Jaime Saenz Guzmán nació el 8 de octubre de 1921 en La Paz. Sus padres fueron Genaro Saenz Rivero, cochabambino músico y militar de oficio, que llegó a ostentar el grado de Teniente Coronel de Ejercito, y doña Graciela Guzmán Lazarte, paceña. Fue hijo único, aunque por parte de madre tuvo tres hermanas y por parte de padre un hermano.
Saenz prácticamente nunca vivió junto a su padre, pero si con su madre, según recordó la Tía Esther quién, como muchos coinciden en señalar, debe tener la mitad de los créditos en la obra de Saenz; sin la Tía Esther los hechos no habrían sucedido como sucedieron, porque ella cumplió el papel de madre, esposa, amiga y confidente.
Según recuerdan las hermanas (Elba y Yola), cuando Jaime Saenz cumplía seis años de edad inició sus estudios formales en “La Salle”, posteriormente pasó a la Escuela “México” y finalmente fue inscrito en el “Instituto Americano”, donde permaneció hasta el año de su bachillerato en 1938. Decimos año de su bachillerato porque Saenz no logró obtener el título de bachiller pese a estar en el último nivel, la razón fue su abrupta partida rumbo a Alemania, hecho al que nos referimos más adelante.
El fallecido Pepe Ballón, fue uno de los compañeros de escuela de Saenz, recordó que en el tiempo en que estuvieron juntos en la Escuela “México”, tenían de profesores a dos destacados escritores: Juan Capriles (1890- 1953) y Gregorio Taborga.
Saenz describe su propia infancia al anotar en su libro de memorias. La Piedra Imán: mi madre joven aún, me miraba con mucha pena, pues según su sentir, yo era muy retraído y huraño, y además muy tímido, habida cuenta que no jugaba, ni reía, ni lloraba, ni pedía nada, ni tampoco tenía amigos. De tal manera, que esto le daba, en qué pensar a mi madre, y hasta llegó a creer que quizá yo sería un retardado, o que adolecería de algún mal de nacimiento, pues rara vez salía de mi cuarto, me costaba trabajo ir al colegio, y el sol me asustaba. Y sólo en los rincones y en las oscuridades me sentía a mis anchas. (p.45).
Sobre el conjunto de su educación e influencia recibida de niño, Saenz anotó en vidas y muertes, en el capítulo referido al esposo de la Tía Esther: Alberto Ufenas Vargas, aunque suizo de origen (llegó a Bolivia en 1929), era boliviano por temperamento. Lo conocí en mis años de infancia -y mi formación espiritual, si acaso tuviera alguna, a él se la debo. (p.155).
Hacia el año 1930, a los nueve años de edad, viaja de vacaciones a Buenos Aires, Argentina, junto a su hermana Yola y su madre, invitados por la familia de Juan Antonio Barrenechea, su tío, según recuerdan los familiares.
Entre los años 1932 y 1937 aproximadamente, trabaja en el periódico paceño La Razón (órgano cerrado con la revolución de 1952). Ingresó cuando tenía diez años, como encargado de la fototeca (archivo de fotos). El año de su incorporación tuvo la oportunidad de conocer a Franz Tamayo, hombre cuyas acciones marcarían la vida de Saenz y de quién escribiría en su novela Felipe Delgado. Si existe un hombre, es Tamayo. Si existe un boliviano es Tamayo. Si existe un poeta, es Tamayo…Tamayo es grande. El Illimani lo dice…Bolivia es Tamayo. (p.169- 170).
EL APARAPITA DE LA PAZ
De Jaime Saenz (1921-1986)
El tema siempre me sedujo incidiendo sugestivamente en mis apuntes; estos han hallado un camino en la reseña que sigue.
Yo no sabía quién era ese personaje enigmático llamado aparapita cuando pisé por vez primera una bodega hace años. Aún no lo sé con exactitud. Y conste que nadie quiere sacarle punta a lo que no tiene. En realidad, se trata de un hombre insignificante al par que excepcional. Se invalidan las cosas en la proximidad, pierden interés a medida que la perspectiva se reduce y según resulta obvio; es un ejemplo el caso del Illimani, como lo es asimismo el caso del aparapita.
La palabra es de origen aymará y quiere decir: “el que carga”. Pero, quién es el que carga? Valga esta aclaración antes que nada: me propongo responder tan sólo de un modo particular y condicionado a mis propias experiencias y observaciones. Al ponderar la imagen del aparapita podrá encontrarse el espíritu de la ciudad en su verdadera significación.
Por lo que se sabe, es el aparapita un indio originario del Altiplano y su raza es la aymará. La fecha de su aparición en la ciudad es algo que nadie ha precisado. Tal vez podría situarse en los albores de la República. (Aquí convendría notar esto: no me refiero para nada al cargador común y corriente, que también lo hay en la paz y dondequiera que uno fuese. El genio del aparapita corresponde a una individualidad altamente diferenciada.) Su numero es reducido, relativamente; éste se renueva por aquellos individuos que se han desplazado procedentes del Altiplano, así como también por los nacidos en la ciudad. Todos ellos, fatalmente están destinados a perecer en garras del alcohol.
Es inconcebible la ancianidad en un aparapita: nuestro hombre desprecia la comida y prefiere la bebida, es lo cierto. Cuando come lo hace a la muerte de un obispo y exige un plato que ha de estar repleto de perejil, pues se siente fascinado por el perejil de un modo realmente inexplicable y misterioso. Añádase que el acto de comer le parece una gran indecencia, por cuya razón al mismo tiempo que come se oculta de la gente, poniéndose de cara a la pared. Y la gente lo repudia; no puede con él. Para los curas es un endemoniado, y una oveja descarriada según los evangelistas. Para las viejas es un brujo. Pero según los brujos no lo es. Y según mi abuela, es una criatura de los mundos infiernos. Para unos es una bestia, para otros un animal, y para aquellos un leproso. Los literatos no le han hecho caso y tampoco los poetas; pero alguien por ahí, seguramente, ya sabrá ocuparse de él. Todos lo miran con repugnancia, cuando no con recelo o con asombro. O bien lo miran como si no existiera. Parece ser que los sociólogos no lo mencionan en sus enfoques, así como tampoco lo llevan el apunte los folkloristas. Además se prohibe gastar pólvora en gallinazo: la atención de los expertos, ya sean nacionales o internacionales, no podría centrarse en tan poca cosa. Se trata de una larva, un fenómeno aislado y en vías de desaparecer, por asimilación del progreso, o quién sabe qué. Necesariamente un ejemplar típico del subdesarrollo, mas en ningún caso un parásito.
La vestimenta surgió con un carácter determinativo en mi aproximación al personaje. La ropa que lleva en realidad no existe. Es para quedarse perplejo. El saco ha existido como tal en tiempos pretéritos, ha ido desapareciendo poco a poco, según los remiendos han cundido para conformar un saco, el Verdadero. Los primeros remiendos han recibido algunos otros remiendos; estos a su vez han recibido todavía otros, y estos otros, todavía muchos otros más, y así, con el fluir del tiempo, ha ido en aumento el peso en relación directa con el espesor de una prenda, tanto más verdadera cuanto más pesada y gruesa. Una noche, me propuse contar los remiendos en un saco que yo guardo. Este tiene un bolsillo interior y debe pesar unas veinte libras. Eran más de ochenta los remiendos cuando me cansé de contarlos, y eso que todavía me faltaba la mitad de la espalda y una manga. Cómo se las arreglaba su legítimo propietario para poner los remiendos, el cual por si fuera poco era manco y tuerto, es cosa que jamás podré explicarme.
Yo soñaba con un saco verdadero y quería tener uno. Mis intentos eran rechazados con enojo, con desdén e incluso con mofa. Y tenía que haber sido tuerto aquel hombre para aceptar un vulgar saco a cambio del suyo. Sin embargo, una vez hecho el trato se puso a cambio del suyo. Sin embargo, una vez hecho el trato se puso a dudar, se quitó el saco poniendo al descubierto el muñón y le di dinero además de un abrigo viejo, cuando se quedó desconcertado, me miró con pena y finalmente se fue. Me sentí culpable. Luego me puse ante el grave dilema de hacer hervir la prenda o dejarla tal cual y, habiéndome decidido por lo primero, repetí muchas veces la operación. Su peso disminuyó notablemente por efecto de la potasa. !Y que de piojos! Hoy por hoy es mi prenda favorita algunas noches de frío intenso, una prenda con la que -debo confesarlo-, me siento un pobre tipo, un impostor intentando vanamente usurpar atributos que de ningún modo me corresponden, como alguien que quisiera impresionar y que, en el fondo, es un hazmerreír y no se da cuenta de nada. Lo cual me dá en que pensar, viéndome con cierto horror en el pellejo del simulador quien, según intuyo, al pretender ser como lo que no es, todavía pretende que los demás quisieran ser como es él. Sea lo que fuese, el saco sigue infundiéndome miedo cada vez que me lo pongo; el miedo siempre es un testimonio de alguna verdad oculta. Jamás llegará a pertenecerle al ladrón una cosa robada; claro que, por lo demás no se debe olvidar el altísimo valor que asumen las cosas robadas, siempre que el ladrón no las haya robado con otro propósito que el de guardarlas bajo siete llaves.
Tan pronto como una víctima de la violencia o como un propiciador de ella, el aparapita se ve a menudo ensangrentado, con una cara monstruosa, con espantosas heridas que, evidentemente, a él no le preocupan en lo más mínimo. Él sabe a donde irá a parar con su cuerpo y en modo alguno se le ocurre pensar de otra manera que no sea la que corresponde a la realidad pura y simple. Un entierro, un cementerio, una tumba, son cosas que él no puede concebir ni remotamente en el esquema de su vida, puesto que fueron hechas para los demás, no para él, y puesto que él ya sabe lo que sucede y se refiere a ello de un modo natural, habiéndolo declarado explícitamente, tal como correspondía hacerlo. La muerte es cosa suya y nadie podrá meterse en sus asuntos, a no ser Dios; Dios está con él. Él es quien le ha dado permiso para venir a vivir aquí. Pero el momento que así lo desee, él puede morir y, una vez muerto, su alma, o sea él, se irá volando a su verdadera casa para servir a Dios. Ahora, si su cuerpo va a parar a la morgue! Qué ha de hacer él! ; !y qué ha de hacer si lo descuartizan! Nada. Nadie puede hacer nada. Además, a él qué le importa. Tales las palabras de un aparapita, cuando habló conmigo.
Por tanto, y cuando menos por su contribución al estudio de la anatomía debería quedar eximido de cualquier culpa en este mundo. Al fin y al cabo, si la facultad de medicina de La Paz no sufre escasez de cadáveres, ello se debe en gran parte al aparapita.
Emerge la figura con sugerencias contradictorias, de abandono y destrucción, de impavidez, de muerte, de alegría, de arrogancia y humildad, conforme uno presiente un oscuro propósito en este hombre, y es como si únicamente persiguiese sacarse el cuerpo y ello no obstante, no quisiese dejar de luchar por la vida, siendo así que la vida le importa un comino. Pues él tiene sabiduría al matarse y se mata por medio de la vida, el medio más natural. Como que lo hace, con naturalidad y con alegría inclusive, cuando ha guardado unos pesos, deliberadamente, cuando se ha privado de comer en absoluto y se va a la bodega, donde se pone a gritar, a reír y bailar, y donde bebe hasta que revienta. Entonces aparece muerto en la calle, tendido como un sapo. El deber, las obligaciones, el interés por mejorar de condición, son cosas que no tienen nada que ver con él. Acarrea bultos sobre las espaldas, de un lugar a otro, recibe cerrada la boca lo que se le paga. Suele cumplir funciones en los entierros de los pobres, y cuando los deudos no pueden sufragar el gasto en las pompas fúnebres, acarrea afanosamente el ataúd, de la calle Figueroa a la casa del extinto, y de la casa del extinto al cementerio.
En la fiesta de San Juan gana mucha plata un aparapita y está en su elemento. Todo el santo día y gran parte de la noche se encuentra ocupado acarreando fardos de leña para las fogatas. Me gusta mirar su silueta fantasmal recortándose sobre un telón de fuego. Tarde en la noche, cientos de aparapitas más felices que el demonio -y muchos de ellos han de morir esa misma noche-, se hallan congregados alrededor de las gigantescas fogatas que crepitan hasta el amanecer en lo alto de la ciudad, en la calle Tumusla y en la Garita de Lima, en la avenida Baptista, en la avenida Buenos Aires, en la calle Max Paredes y adyacentes, en la calle Inquisivi y en el callejón Pucarani y en la avenida Pando, (por mi parte, yo proclamaría el día de San Juan como el día del aparapita). Según iba diciendo, con su profesión se defiende él, y de eso no sale, es independiente. Solamente trabaja cuando le da la gana, y con tal que haya reunido la plata para el aguardiente y la coca, lo demás no le importa. Se queda, repantingado, sobre una pared, hecho un príncipe, a su lado el rollo de soga y el manteo, sus únicos bienes, y mira la vida desde muy lejos, masca y masca la coca. El no es de los que paga impuestos; ignora olímpicamente los sindicatos, no es ciudadano, pero es dueño de hacer y deshacer de su persona. Este hombre se ha incorporado a la vida ciudadana en su calidad de animal racional pero al mismo tiempo se ha segregado de ella, para vivir en ella de un modo irracional por completo.
Es prodigiosa su capacidad para el aguardiente. Un aparapita puede beber un litro en dos periquetes, (para el caso, un periquete equivale a media hora). El litro de alcohol (de caña) vale nueve pesos (75 cts. De dólar, más o menos), y el ingenio de Guabirá, en Santa Cruz, lo produce en ingentes cantidades. Hasta hace pocos años, todavía brillaban en las puertas de las bodegas unos gigantescos toneles de metal, con una capacidad de 200 litros. Dichos toneles han desaparecido ahora, en realidad por la prohibición de la venta a granel emergente de un nuevo régimen impositivo. En la calle Max Paredes y en algunas otras, existen cientas de bodegas donde relucen miles y miles de latas con un color morado, de medio, uno, cinco y diez litros, bajo cuyo resplandor pululan los aparapitas encontrándose en el mejor de los mundos. Un litro de alcohol es un litro de alcohol, indudablemente, pero si le añado un litro de agua, obtengo dos litros de buen aguardiente. Pues yo me ufanaba bebiendo precisamente a razón de dos litros por día, y por tal motivo, me consideraba un borracho de marca mayor: nada tan ridículo frente a los aparapitas, bebiendo como ellos beben unos seis litros por día. Sin embargo, este promedio tan sólo puede aplicarse al sábado y domingo. Claro que el resto de la semana, como de costumbre, beben a razón de un litro por día.
La cuestión es que uno muere de envidia. Uno envidia al aparapita, esa simplicidad inalcanzable, esa soberana despreocupación. Y precisamente, porque es muy difícil dejarse de cuidar su vidita y vivir, vivir, en lugar de simular que se vive.
El hombre orgulloso, desorbitado, fanático, solitario y anárquico me causa envidia, y es el aparapita, obedeciendo ciegamente a sus impulsos, fascinado por el fuego y por el humo, fascinado por la sangre, fascinado por los muladares. Empujado por el aliento de la libertad, el aparapita siempre encuentra aquello que busca. Hace excursiones nocturnas a los muladares y allí encuentra maravillas. No se trata de mera retórica. En los muladares hay maravillas, según consta a quienes conocen los muladares, como me consta a mí que los conozco. Y las hay por montones para el aparapita. Puede que sean unos trapos. Los trapos le sirven para remendar su ropa, tarea que él ejecuta asimismo en el muladar. Puede ser un trozo de espejo, puede ser un alambre; puede ser un zapato o simplemente una suela; todo le sirve, él ya sabrá para qué. Puede ser una lata. Quizá algún botón. Papeles. En una bolsa de cotense embute los papeles, escoge la basura para hacer fuego y, en medio de la humareda y de las chispas, encuentra talismanes; es más supersticioso que Satanás. Encuentra un clavo, una muñeca, un guante. Unas botellas; se ve que están rotas pero a lo mejor sirven. No puede haber persona con mayor sentido del humor. El no se ríe, sino que se pone serio mientras que alguien se encarga de reírse de él, o sea él mismo, quien lo hace para darse cuenta de que se ríe de nada.
En su delirante tránsito por las calles de la ciudad, el aparapita, dejando as su paso unas huellas quizá legendarias, se proyecta con las múltiples formas de una personalidad poderosa. Qué elegancia y que desparpajo, qué decencia, qué pulcritud. No importa el color ni la forma del remiendo o su tamaño, tan pequeño como una estampilla o más grande que una hoja de Eva, con tal de cubrir una rotura Para eso está el hilo y la aguja, dos cosas de las que no puede olvidarse un aparapita que se estima. La revelación de un misterio se encuentra implícitamente revelándose por el misterio mismo y por la gratuidad en sí, como una revelación sin la cual no podría darse el misterio no revelado; efectivamente, no queda más remedio que divagar, en este caso a que nos estamos refiriendo. Pues frente a lo incomprensible resulta inútil una aproximación por medio de definiciones; puede que sea paradójica una cosa, pero la cuestión es el porqué. La condición humana no se explica por el empleo de sustantivos pero nosotros calificamos y sanseacabó, con eso basta y nos quedamos satisfechos: todo lo que se fuese se nos aparece como la cosa más natural del mundo. Perdón por el circunloquio, a propósito de un caso tan intrascendente como lo es el de un hombre que se desvive poniendo remiendos a unos andrajos que han salido de la basura y se pasa la vida cuidando de ellos como si fueran la niña de sus ojos mientras que, por otro lado, hace todo lo posible y lo imposible por destruirse a sí mismo sin importarle un ardite su propia persona o las averías, las heridas y los golpes que a diario recibe. Sería difícil encontrar, en términos de intensidad poética, alguien que se le iguale.
En cuanto a las virtudes morales; yo encuentro sosiego según las reflexiones fluyen para reconfortarme, pensando en las fuerzas sustentadoras de que se nutre el ángel protector.
?Palabras que suenan a predicador de trastienda? ?Para ridículo del que las suscribe? Las virtudes morales en el más alto sentido -y aquí tan sólo traduzco el sentir de un aparapita cualquiera-, nos protegen de las enfermedades y de los accidentes, así como del malestar que implica vivir, dándonos fuerza para soportar los grandes dolores, nos libran de los tormentos del hambre y de la sed, nos traen buena suerte y nos proporcionan buen humor. Por supuesto que estoy absolutamente convencido de que así es como debe ser. Vale la pena hacer referencia específica a la conducta moral del aparapita. Podría ser asesino, ladrón y facineroso. Razones no le faltarían. Pero él es aparapita, eso es lo que pasa y con eso está dicho todo. He aquí un hombre con una rectitud ejemplar. Es veraz, él no miente, es profundamente religioso. Es caritativo por naturaleza, bueno como el pan. Es incapaz de robar una paja. Muere con orgullo antes que pedir limosna. En los registros policiales no hay tradición de estos delictuosos cometidos por algún aparapita, pues jamás los comete. Su único delito es emborracharse, trenzándose en peleas que no pocas veces resultan sangrientas. Sus cualidades se conservan incólumes, si sus defectos se acentúan por causa del ambiente. Sin embargo es sanguinario por ancestro, y no hay para qué negarlo. Son memorables las hazañas de los indios. En los pueblos del altiplano las autoridades tienen un mal fin si es que cometen desmanes. A un subprefecto lo metieron dentro de un tonel y lo hicieron hervir, después de haberlo descuartizado, y entonces se lo comieron sin asco. Un cura que abusó de una india fue castigado con aquello con lo que pecó, con eso mismo, y se lo cortaron en frío, obligando al cura a que se lo comiese, y luego utilizaron su cráneo para según se sabe, está empedrada con las calaveras de los soldados que formaban un batallón, el cual había sido enviado en plan de combate para sofocar las sublevaciones ocurridas allá por el novecientos.
Quiero volver al asunto de la vestimenta para referirme a varios detalles de la misma. Ya lo hice con el saco, y con el pantalón se repite la historia. La soga y el manteo son las herramientas de trabajo. La soga es de cuero de oveja o de llama y tiene unos tres metros de longitud. Dura una eternidad. Se lleva ya en la mano, ya enrollada alrededor de la cintura. Es sumamente resistente, como para sujetar cargas de tres quintales sobre las espaldas. (Las espaldas de los aparapitas no se llaman espaldas. Sino espaldarapitas: gozan de gran fama porque su fortaleza es macabra). El manteo, más grande que diez banderas juntas, es de tocuyo utilizándose para acarrear cosas sueltas, botellas, libros, adobes, bolsas de estuco, ladrillos. Plegada en cuatro, o en ocho, o como sea, es un colchón para dormir. Las abarcas son de un modelo privativo. Una cuestión más o menos aparte. Se utiliza alguna llanta de la basura en la confección de la suela, quedando afirmado al pie por unas lonjas de cuero de vaca las cuales, a veces, se adornan con alguna pintura. Es lo único “decente” en su persona, pues cosa rara: estas abarcas se mantienen todo el tiempo como nuevas. Para cubrir la cabeza, en el mejor de los casos, una gorra de soldado, sin visera. En su defecto, un trapo, un pedazo de cartón, una lata: cualquier cosa. La coca y la lejía en un atado junto con la plata, con los puchos de cigarrillo, con el hilo y la aguja, se guardan en un bolsillo interior del saco, que es el único; el aparapita es unibolsillo.
Por cuanto se refiere a una vivienda, el aparapita no la tiene. Por lo general pasa sus noches a la intemperie y en invierno, cubre sus carnes con periódicos, ingeniándoselas para impermeabilizar el papel y prolongar la vida del mismo, con grasa y aceite que se filtra sobre la calle. Vive en los cerros, metido en unas fisuras al abrigo del viento. O en las recovas, en las vecindades del cementerio, en sitios propicios de la periferia, en los patios de maniobra de las estaciones, en algún lugar a lo largo de la tubería en la que corre el río Chokeyapu. Empero, los muladares le ofrecen un mullido colchón y otras ventajas. Otras veces se queda tendido en alguna esquina, cuando se emborracha, o junto a una cloaca, en media calle, en la puerta de una bodega. Con tal que no lo molesten o lo insulten, no le importa dormir dondequiera que fuese.
Todo lo cual en lugar de moderar, mas bien enciende el encono de la gente. Al aparapita se lo escarnece, inexplicablemente. No es un hombre de bien. No cumple ninguna función en el seno de la sociedad. Es un holgazán, un borracho, un ladrón.
!Qué dirán los turistas cuando lo ven! Además, está hirviendo en piojos. Y es como las moscas, un agente transmisor de enfermedades. Es una afrenta su presencia en la ciudad. (Ahora bien; por mi parte en cuanto a mi manera de ver, qué sé yo! Vaya uno a saber si él no se apodera de la ciudad. Yo quisiera que mis ojos viesen lo que yo veo: es él, es la ciudad quien se asimila, volviéndose verdadera por la irrupción del indio. Del indio, que en la ciudad se volvió aparapita.)
BRUCKNER
EDICIONES CLANDESTINAS
Por: Jaime Saenz
En este páramo las cosas no tienen nombre.Transita el caminante con el cuerpo dentro del cuer-
po en el país de las cosas,
en que sólo existen las cosas por el ansia de ani-
quilar,
con silenciosos muros,
con apagados fuegos,
con heladas aguas que sólo existen en cuanto ya no
existen,
con montañas graves en el horizonte,
que se hunden en la lejanía de los cielos que se hun-
den en la indecisa transparencia del planeta,
que sólo existen en memoria del crepúsculo,
que se acaban con la inconmensurable duración de
un crepúsculo que ya no existe.
Del derrumbe en que se derrumba toda cosa,
confluye toda cosa en lo diverso y en lo solo,
con sordos estruendos,
con aires inmutables,
con signos que se transfiguran al conjuro del ánima,
al soplo del ánima,
al rugido del ánima,
que en lo oscuro a liberado el Extraño,
que ha conspirado con el Extraño para penetrar en
la obra de la obra,
que en lo oscuro se inclina sobre la obra y hace y
deshace la obra,
para desentrañar la revelación del júbilo personi-
ficado.
Conoce este hombre la vida del júbilo,
ha vivido el instante que dura la vida del júbilo,
ha sido la forma corpórea del júbilo aniquilador.
Sus ojos lo han visto. Sus manos lo han tocado -y
por eso este hombre sabe.
En el interior del tiempo discurre el tiempo a partir
de la revelación, y por el júbilo se mide,
al igual que la obra.
Así la hobra en que vive el hombre es la obra;
y por eso, el hombre en que vive la obra no es la obra.
Así el hombre se hace en la obra;
es el hombre quien deshace la obra para hacer al
hombre, o sea la obra.
Y tal el hombre que hace y deshace la obra y el hom-
bre, el cual hace la obra.
Con cara de brujo, con la cabeza pelada, y con la
nariz arrugada, como si estuviera oliendo no sé qué,
en un gesto de profundo desagrado,
en patética y abierta simetría con la boca, como si
esta boca, ella sola y por sí misma, estuviera asimismo
oliendo no sé qué,
con pavoroso aire de humor encubierto en la cara
de santo que encubre una cara del diablo,
en que se mira la burla que se mira a sí misma con
aire de burla,
asumiendo un aire infantil con tamaña corbata que
sobre el pecho reposa,
cual ave nocturna guardando la clave de una magia
nocturna,
y que, en violenta disonancia con cierta pulcritud
en el conjunto,
se tuerce inopinadamente,
en alarmante consonancia con el carácter de este
hombre que sigue su camino,
con el ángel a la diestra y con Satanás a la siniestra,
con infinitas contradicciones por las cuales el
círculo se cierra y la síntesis se da,
por gana soberana del hacedor afecto a gobernar
lo ingobernable, nada afecto a razonar,
con el ojo puesto en las fisuras del tiempo, en las
fisuras de la verdadera vida,
escudriñando en honduras que se difunden más
allá del eco,
escudriñando en los confines de la niebla,
vagando en inmensidades que sólo él puede seño-
rear, con el hierro, con el fuego y con el hielo,
buscando una respuesta,
con angustia suma, con dolor sumo,
llevando a cuestas la desesperanza del mundo.
Y de tal manera, quiso jugar una broma pesada,
con el hacer una música, con el morir una música
con el ser una música,
incendió la transparencia del sucedido y creó una
creación,
iluminando la naturaleza del mundo y del hombre,
iluminando formas invisibles y recónditas,
en lo oscuro
-siempre en ásperas y vacías y resonantes estan-
cias de lo oscuro.
En cuales precipicios,
en cuales parajes,
en cuales orillas, de malestar y espanto,
con resplandores cada vez más distantes:
él sabía.
Iba y venía, de aquí para allá, en el estar,
cuidando un poco el estar, y otro poco la vida y
otro poco la muerte,
manejando un cuchillo de doble filo que guardaba
en el bolsillo, en otro bolsillo muchos papeles,
entonando aires meridionales, de amor, de sueño,
y de suave esperanza, de hermosura y de adiós,
trasmontando en la realidad las montañas y as-
pirando largamente el efluvio del Mar Interior,
con una ventana siempre abierta a los presagios,
mirando con ojos deslumbrados el tránsito del Nibelungo,
contemplando en el horizonte aquellas lejanas tie-
rras del sur
-muy lejanas, y aun inaccesibles para él, con un
íntimo adiós a la hermosura de un venturoso existir,
y por eso mismo, no quería moverse de su sitio, ta-
piadas que fueron en una pared las cosas de esperanza y
de ansia,
en calidad de ilusiones,
y prefería no alejarse del recinto, suspendido en
el tiempo,
con emanaciones y con vapores y con hervores en la
materia del júbilo,
comiendo manzanas italianas en la oscuridad, con
dientes ya gastados por los años,
pelando y cortando las manzanas con toda placidez,
con aquel cuchillo que brillaba en la oscuridad,
mascando lentamente y gustando hasta lo último,
callada la boca y siempre a partir de la corbata
-a partir de la torsión de la corbata, si se quiere,
en oculta simetría con la textura de la tela del ga-
bán, de engañosa suavidad a la altura de los hombros que
se borran,
que señalan el conjunto corporal y la hechura del
gabán con una curva,
en sincronía con la carne y con las arrugas de la
carne,
en sincronía con la holgura del cuello almidonado
y con la ruptura de la curva,
en que trasciende un antiguo candor escondido para
sustentar esta cabeza, este gesto, esta imagen, este mi-
rar de difunto,
en oscuras y profundas amplitudes.
Más arriba del aire y más abajo de la tierra
-en la desnuda morada en que el señor del júbilo
habita.
En la morada circular y angular en que el liberador
Del hacer habita, en que el hacedor del hacer habita,
En el filo de la sombra
-en la arista en que se acaba el camino y en que
se abre el espacio,
en que la música del músico se encuentra.
En el estruendo aniquilador que precede y que su-
cede a la aniquilación,
en que fluye la música con despiadado amor por el
mundo,
en que la música del músico se encuentra.
En la abrupta pendiente en que la pendiente se
hunde.
LA NOCHE
Por J.Saenz
1.
La noche con unos cuernos que se mueven a lo lejos
la noche encerrada en una caja que se vuelve noche en aque-
lla cómoda en el rincón del cuarto.
mientras que mis ojos y sobre todo el espacio entre mis ojos
y mis narices se transforma a lo largo de una canaleta de dos pisos
me extraña y me causa susto el que haya aparecido un tubo
de felpa que se extiende de ojo a ojo y que no me deja ver la no-
che sino de un modo confuso y fantasmagórico
por obra de una fuerza que ha venido quién sabe de dónde
el espacio de mi sueño ha sido dividido por una pared
en este lado no es posible dormir y en el otro lado es perfecta-
mente posible pero no obstante absolutamente imposible
la pared en realidad no es una pared sino una cosa viva
se retuerce y palpita y esta pared soy yo
con una transparencia nunca vista que me permite mirar lo
que ocurre en el otro lado de la noche
con unos espacios en que seguramente se puede dormir al abri-
go de los suspiros interminables y dolidos y de los terrores que
alojan en tus huesos y que te causan mucha congoja
el otro lado de la noche es una noche sin noche sin tiempo
sin casas, sin cuartos, sin muebles, sin gente
no hay absolutamente nada en el otro lado de la noche,
es un mundo sin mundo por completo y para posesionarse
de él será necesario no poder alcanzarlo
-esta es la vera de tu cuerpo
y está al mismo tiempo a una distancia inimaginable de él
2.
A través de los cables de alta tensión que se extienden en el
perfil de las colinas y que luego descienden hacia los campos
la noche se difunde con invisibles chispas que a ratos relam-
paguean en los ojos y en los botones de algunos vecinos que toda-
via no se han acostado
y que permanecen valerosamente en las puertas de sus casas
para presenciar la primera embestida de la noche.
Esta primera embestida tiene en realidad un origen miste-
ioso,
y sin duda surge de los muertos que han muerto en aras del
alcohol y que ahora deliran con la visión que les ofrece el otro lado
de la noche,
y tiene mucho que ver con los barriles, con los toneles, con
las bodegas, y con los ingentes tanques de alcohol con que sueñan
noche tras noche unos bebedores que sólo yo conozco,
y que, habiendo bebido toda su vida hasta reventar, se retuer-
cen en medio de atroces malestares en húmedos camastros y en pro-
fundas cloacas pidiendo alcohol a gritos.
Estos bebedores han aprendido muchas cosas y tienen mucha
paciencia,
y saben que el otro lado de la noche se halla en el interior de
sus espaldas,
y que se halla asimismo en sus gargueros,
los cuales conservan siempre un resabio de alcohol,
lo que precisamente tiene la virtud de atormentarlos sin cesar
durante el largo, largo tiempo que dura la noche en el otro lado
de la noche.
3.
En realidad, el otro lado de la noche es un dominio sumamen-
te extraño,
y es el alcohol quién lo ha creado.
Nadie puede pasar al otro lado de la noche;
el otro lado de la noche es una región prohibida, y sólo po-
drán entrar en ella los sentenciados.
¿En qué consiste el otro lado de la noche?
El otro lado de la noche consiste en que la noche, simple y
llanamente,
se te entra por la espalda y se posesiona de tus ojos, para mi-
rar con ellos lo que no puede mirar con los suyos.
Entonces ocurre una cosa muy rara:
en determinado momento, tú empiezas a mirar el otro lado
de la noche,
y muy pronto llegas a comprender que éste se halla ya den-
tro de ti.
Más esto, por supuesto, es algo que sólo se da en los grandes
bebedores.
Es privativo de los bebedores que, por haber bebido y bebi-
do sin piedad, han estado muchas veces a un pelo de la muerte.
Es cosa que sólo ocurre con los bebedores que han enloqueci-
do a causa del alcohol.
Con los que no pueden estar un minuto sin beber.
Con los que deciden acortar al máximo las horas de sueño
-digamos a dos horas-, a fin de tener más tiempo para beber.
Con los que no ven la hora de estallar de una vez con el al-
cohol, y se regodean al sólo pensar en ello.
Con esos.
Sólo a esos el alcohol les concede la gracia de sumergirse para
siempre en el otro lado de la noche.
4.
La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora que
imaginarse pueda,
es sin duda la experiencia del alcohol.
Y está al alcance de cualquier mortal.
Abre muchas puertas.
Es un verdadero camino de conocimiento, quizá el más hu-
mano, aunque peligroso en extremo.
Y tan atroz y temible se muestra, en un recorrido de espanto
y de miseria,
que uno quisiera quedarse muerto allá.
Pues el retorno del otro lado de la noche es en realidad un
milagro,
y únicamente los predestinados lo logran.
A tu retorno, el mundo te mira con malos ojos:
eres un extraño, eres un intruso, y sientes en lo hondo que
el mundo no quiere que lo contemples;
lo que quiere es que te vayas y desaparezcas -lo que quie-
re es que ya no estés aquí.
Y como al fin y al cabo el mundo eres tú,
imagínate, tendrás que tener mucha fuerza, mucha humildad,
mucho gobierno,
para enfrentarse contigo mismo
-vale decir, con el mundo.
5.
Luego la noche vendrá en tu ayuda
-y tan sólo ahora, a la luz de experiencias aterradoras re-
cientemente vividas,
te serán reveladas muchas cosas simples, al par que difíciles.
Pues si hay riesgo, si no hay peligro, si no hay dolor y
locura,
no hay nada.
El día es de respirar, para saludar, para recorrer muebles y
cambiar de sitio algunas cosas;
el día es de oficinas, de dimes y diretes y de gente buena y op-
timista,
y también de pequeños odios y de carreras de velocidad a ver
quién llega primero.
El día es la superficie del mundo.
La noche no.
La noche es la noche.
La noche, en las profundidades, ha imaginado una broma,
pesada- pues la noche escribe,
para buscar y encontrar.
La noche propicia para perderse y desaparecer, para renacer
y morir, en oscuridades que te hablan y te señalan.
Por eso la luz de la noche es una luz aparte: muchas cosas,
muy extrañas,
se iluminan a la luz de la noche
-las cosas vuelven a ser como lo que son, y uno mismo lle-
ga a ser como lo que es.
6.
Nadie podrá acercarse a la noche y acometer la tarea de co-
nocerla,
sin antes haberse sumergido en los horrores del alcohol.
El alcohol, en efecto, abre la puerta de la noche; la noche es
un recinto hermético y secreto,
que se hunde en lo hondo de los mundos,
y no sé podrá mirar en sus adentros, sino por la vía del terror
y del espanto.
Además, existen ciertas afinidades con lo oscuro; y quien no
las tiene, jamás podrá acercarse a la noche.
Tales afinidades prosperan bajo un signo que podría parecer
inconsistente al no iniciado;
pero este signo es ya de por sí indicativo y lo constituye un
extraño y permanente temor de caer en el camino.
De ahí que el iniciado en los secretos de la noche, camine siem-
pre con cautela,
como si de súbito hubiera enceguecido, o hubiera perdido la
noción del espacio.
Y es éste en realidad un caminar en las tinieblas
-es de hecho un caminar en el seno de la noche.
Pues el iniciado habrá perdido la luz para siempre,
aunque, por otra parte, podrá encontrarla el momento que
lo desee,
dispuesto como está a pagar el alto precio que se le exige.
Pues para el hombre que mora en la noche; para aquel que
se ha adentrado en la noche y conoce las profundidades de la noche,
el alcohol es la luz.
El que su cuerpo se vuelva transparente, y el que esta trans-
parencia le permita mirar el otro lado de la noche,
es obra exclusiva del alcohol.
7.
El que todavía siga habiendo eso que yo llamo la noche, y
el que todavía uno pueda mirarla cuando le da la gana,
es un verdadero milagro
-es algo que yo francamente no alcanzo a explicarme.
Dado el estado del mundo, uno no tendría que verse obligado a
trepar a la punta del cerro a ver si encuentra la noche.
Sencillamente, resulta sorprendente que hasta el momento la
noche no haya sido eliminada de la faz del planeta;
liquidada y abolida para siempre en aras del progreso de la
humanidad y para mayor gloria de la tecnología;
en procura de soluciones radicales para extirpar el mito y la
fantasía,
asi como también para que la gente trabaje más y no duerma
tanto.
Capaz que en una de esas la inyecten a la noche unas cápsu-
las de láser y le endosen quién sabe qué artefactos de cobalto, para
que cumpla una función verdaderamente útil.
Y te diré que no está lejano el día.
La noche pasará a la historia, y será como la historia del Arca
de Noé y de la Torre de Babel,
siempre que la tarea no les resulte demasiado difícil y quizá
imposible aun a los propios tecnólogos.
A quién irías a quejarte, si un día de esos amaneces y te noti-
fican que ya nunca más habrá noche?
Ante tan tristes perspectivas, es cosa de vida o muerte adop-
tar extremas decisiones.
Lo primero será adentrarse en la espesura de la noche, para
siempre jamás.
Si destruyen la noche, ya no te importa;
el espacio de la noche que tú ocupas, seguirá siendo la no-
che; será tu noche, en un espacio indestructible.
Pues todo se destruye; absolutamente todo. Pero el espacio,
es indestructible.
8.
Cuando hablo de júbilo y de angustia, me refiero al aprendi-
zaje; y me refiero al conocimiento.
En realidad, me refiero al aprendizaje del conocimiento;
pues una cosa es cierta: no se puede conocer, sin antes haber
aprendido a conocer.
Y aprender a conocer no es cosa fácil: duele el cuerpo, duele
aquí y duele allá, y duele todo.
Un indefinible malestar se posesiona de ti, y tu cuerpo no es
ya el tuyo; es una cosa extraña y ajena.
Y es como una carga que te hubieran impuesto, y que tienes
que sobrellevar. Así tus ojos. Así tu lengua. Así tu cabeza. Así tú.
todo tú.
Una llamarada de terror y de congoja recorre incesantemente
tu cuerpo -y eso que tu cuerpo está lejos, muy lejos.
¿Por qué no puedes moverte?
Se diría que ya no es tu cuerpo. Se diría un túmulo allá en el
camino, sin sol, sin aire y sin agua.
Hay que aprender a comprender lo incomprensible: nadie pue-
de explicártelo.
Tienes que aprender tu cuerpo. Y tu cuerpo a su vez, tiene
que aprender.
Poco a poco, a lo largo de interminables días y noches, co-
mienzas a aprender.
De hecho, surge una cuestión, absolutamente importante:
tienes que tener humor, y tienes que tener aplomo.
Pues deberás mirar de reojo- nunca de frente. No podrías.
El que hubieras estado toda tu vida en contigüidad con la
muerte no te sirve de nada,
y sólo te infunde una falsa seguridad y te pierde,
en momentos de supremo terror, que son momentos decisi-
vos en el aprendizaje,
cuando mira de cerca la muerte y cuando de pronto la iden-
tifícas físicamente y ves la clase de persona que es,
en momentos en que precisamente no existe defensa ninguna,
como no sea el humor y el aplomo.
Pues la muerte es de carne y hueso,
y conviene recordar que, ello no obstante, nada le impide ocul-
tarse a tus ojos, y asumir formas engañosas y diversas,
mientras juega el simple juego de la muerte, que principia en
ti y que termina en mí.
***
Qué es ese peso de angustia, de caída y de perdición que te
oprime?
Por qué el mundo y las cosas del mundo te causan una pe-
na tan honda?
Por qué te resistes a llorar, cuando te acometen infinitas an-
sias de llorar?
Alguien hurga en tus entrañas.
Alguien respira con aliento lejano -alguien a tu lado.
Mira de reojo. Allá está, vigilante. Muy cerca de ti, con un
soplo.
Es algo extremadamente misterioso. Es una persona, yo sé.
Pero no. No es una persona.
Mira de reojo, con cierto disimulo: ella, la persona.
Y te conoce: no eres tú.
Es una silla, es una mesa, una frazada.
Y es una ventana, es un aire, una pared, un moscardón, que
vuela en noviembre.
Y es una cosa como yo mismo, o como tú, que quizá muere,
al igual que yo.
¿Qué será?
Yo no sé, pero la conozco.
I
EL GUARDIÁN
1.
La montaña con resplandores oscuros en un claro de la noche
con un vestigio de tormenta en algún ligar del tumbado
recordando el dibujo de una taza sin asa más allá del rincón
ennegrecido por el humo
con una lata abollada que refleja la manera de mirar y que
fatiga y quema los ojos.
La oscuridad interminable en el zócalo que recorre las cuatro
paredes de mi cuarto
un poco más arriba del estuco un poco más abajo del empa-
pelado
una raya una señal un amago de luz
una visión que no tiene nada de bueno me asusta y se me
erizan los pelos.
Es un hombre encorvado y con ojos relucientes
en el aire espeso y al mismo tiempo translúcido se frota las
manos y me mira con pena
es un hombre alto y usa cuello almidonado y corbata de fan-
tasía
se saca los zapatos seguramente para no hacer ruido primero
el diestro y luego el siniestro
yo lo veo acercarse al lecho en que yazgo pero soy incapaz
de escuchar lo que me dice
solamente veo sus labios moverse y moverse pronunciando
palabras y palabras que empero no me llegan
me oprime la frente con huesuda y fuerte mano
me da un rodillazo en la barriga y un cabezazo en pleno pe-
cho
me hurga los párpados con ágiles dedos y con afiladas uñas
me rasca la barba y me hace cosquillas
ahora se pone imponente máscara para escuchar mi corazón
muy pronto retrocede un paso y frotándose las manos se des-
vanece entre las sombras
pero olvida sus zapatos los cuales para eterna memoria se
quedan en mi cuarto.
2.
Se presenta ahora un pariente lejano, a quién sólo reconozco
porque tiene bigote y porque se peina con raya en el centro.
A juzgar por las repetidas venias que hace en una y otra di-
rección, hay mucha gente en el recinto, aunque yo no la veo.
Y como quiera que a mí no me hace ninguna venia, ni me
saluda, ni me dice nada,
no tengo más remedio que creer que ya no existo.
De repente agarra y se acerca a mi cabecera, y de buenas a pri-
meras, me da una bofetada.
Claro que es médico: y en tal virtud, no le faltan razones
para abofetearme.
Luego agarra y se pone un mandil blanco, y con gesto des-
deñoso, me serrucha sin asco.
Y no contento con eso, saca un puñal y me desgarra las car-
nes, y me tasajea a su regalado gusto:
y después de arrancarme una masa palpitante, picante y vi-
brante, que parece ser mi estomago,
hunde tamaño cuchillo en mis verjas, y por poco no me cor-
ta las huevas.
Y con esto, hace repetidas venias, y se aleja.
3.
Quién es ése, con cuello de toro y melena de león?
Aparece en este instante ante la puerta, cual guardián del um-
bral, y no deja pasar a nadie.
Hay sol, hay agua, hay respiración en los aires,
y también hay gente.
Un murmullo de seres que vuelan y vuelan y vuelan se
percibe en la atmósfera.
Y ese murmullo, que de pronto resuena en todos los ám-
bitos, y que se torna ya en estruendo,
es sin embargo un silencio más hondo que el propio silencio.
Hay dos mundos, hay dos vidas, hay dos muertes
-eso que llaman lo uno y absoluto, no existe.
Hay dos caras, dos filos, dos abismos.
El guardián se fatiga.
Ya no puede más con el sol, y lanza miradas amenazadoras
a la gente que pugna por entrar a verme.
El Facundo, un buen carpintero, le presta un sombrero de pa-
ja. La señora Anselma le ofrece un vaso de agua.
Un señor, de recia carita, le da un cigarrillo, y murmura algo
en su oído.
El guardián entrecierra los ojos como un soñador: cruza los
brazos sobre el pecho, con aire imponente:
y de rato en rato, saca un reloj de su bolsillo y consulta la
hora,
y luego mira el cielo.
Más en una de esas, lanza un grito de espanto, y se queda
como petrificado.
Pues habiendo aparecido en estos precisos momentos una
mariposa nocturna,
tan negra como la noche,
en pleno día y bajo un sol radiante,
con una orla de color morado en las enormes alas, batiendo
éstas con extraña lentitud,
describe un círculo, y desciende poco a poco:
y de pronto se posa en la frente del aterrado guardián,
y allí se queda, para eterna memoria:
como estampada en una tela, o como labrada a fuego en el
yelmo de legendario caballero.
4.
Este pobre cuerpo, abandonado:
este pobre cuerpo, ido y botado, y bastante olvidado, con una
presencia que sólo se deja presentir por la pesantez,
y con patas como palos como palos aquí, y con brazos ardientes y para-
lizados allá
-ahora no existen ya esos olores extraños y desconocidos, y
aun inventados, que te llevaban a los mundos que precisamente
quería habitar.
Ahora los olores no son ya sino olores, en toda su verdad,
y sólo pertenecen a tu cuerpo y corresponden a tu condición
humana.
Acaso pretendías oler rosas o a madreselvas, o a ramas de
pino,
para que ahora te horrorices y aun te sientas ofendido, ante
los olores que expiden tus propias excreciones?
El olor, por otra parte, es un verdadero misterio:
y no estará de más recordar que tanto el nacimiento como la
muerte, ocurren bajo el signo de peculiares cuanto atroces olores.
5.
Cómo aprender a morir?
-ha de ser una cosa en extremo difícil.
Seguramente requiere mucha humildad y mucho gobierno.
Toda una vida de trabajo y de meditación.
Y si uno se pregunta para qué aprender a morir,
la respuesta surge de por sí:
aprender a morir es aprender a vivir.
Y aprender a vivir es, en definitiva, aprender a conocer;
pues no deberá olvidarse que, para conocer, primero habrá
que aprender a conocer.
En las noches, a lo largo de los anos, uno se queda horas y
horas, pensando muchas cosas.
Pero en realidad, uno no se queda pensando muchas cosas;
la verdad es que uno se queda, y nada más.
Completamente inmóvil, mirando el vacío. Y -por qué no
decirlo?- uno se pone triste, miserablemente triste.
Y lo que más tristeza causa, es uno mismo -el estar ahí.
Sin saber que hacer. Sin saber nada de nada.
Y de repente ocurre un milagro:
el rato menos pensado, empieza a llover, y un relámpago te
deslumbra -un sentimiento de invulnerabilidad te envuelve,
con la lluvia.
Y si te dan ganas de escribir algún poema evocador, segura-
mente no lo escribes;
Prefieres escuchar la lluvia.
Pues una voz interior te revela que aquell poema evocador se
encuentra en tu bolsillo.
Y ésta es cosa que no te causa el menor asombro, acostum-
brado como estás a los prodigios:
en efecto, el poema se halla en tu bolsillo: y lo sacas, y lo mi-
ras, y lo lees.
Y de pronto te preguntas quién habrá sido su autor,
como si no supieras que aún no ha nacido.
6.
A lo largo de los años, tus cosas y tus muebles se envejecen,
y se desgastan insensiblemente.
Muchos objetos desaparecen o se rompen, mientras que otros
corren una suerte misteriosa, cual si fueran seres humanos.
Un tintero de cristal de roca, que yo veneraba, fue a parar a
la policía, en circunstancias extrañas y absurdas;
una pistola automática se quedo empeñada por largo tiempo
en una chingana, y habiendo sido redimida por el Forito Cisneros,
éste la utilizó para suicidarse.
Por causa de un lente de diez centímetros de diámetro, que en
mala hora presté a un profesor, se cometieron varios hechos de san-
gre.
Unos aparatos de alta diatermia, que producían oscuros res-
plandores de color violeta, y que estaban empeñados en una botica,
fueron recuperados con mi autorización por un conocido mío,
quién comenzó a manipular dichos aparatos en forma tan impru-
dente, que cayó fulminado. Actualmente se hallan empeñados en
una sastrería, y no pienso recogerlos.
Las Obras Completas de Nietzsche, en doce tomos salieron
de mi cuarto una noche, para no volver jamás. Pues las empeña-
mos a las volandas a un chofer que manejaba un taxi, y, con el
entusiasmo, nos olvidamos preguntarle su nombre y anotar el nú-
mero del auto.
Idéntica cosa ocurrió con una máquina de escribir portátil,
que era la niña de mis ojos.
Referir el destino de mis cosas sería de nunca acabar.
Lo que me apena es el destino que han corrido, y lo que asi-
mismo me acongoja es el destino que correrán todas aquellas que
todavía me acompañan.
Me causa alarma el ver cómo se borran los dibujos tallados en
las sillas.
El estado calamitoso de una butaca que, por otra parte, ha de
tener ya sus buenos cien años.
Me duele el aspecto que ofrece mi mesa de escribir, totalmen-
te cacarañada y deteriorada, aunque sumamente respetable y for-
nida.
Un velador más antiguo que mi alma, y que perteneció a mi
abuela, ya sin color, tremendamente noble, soportando todos los
embates, los golpes, las patadas y las borracheras.
Sin embargo la mesa, hecha en Viena, pequeña y con tapa,
de mi madre, está en buen estado, aunque con algunos rasguños.
El estante alto y vertical, de palo de rosa, con una puerta y
con pirograbados, que me regaló mi tía Esther, está en su lugar;
y si algo me fascina, es el desgaste que ha sufrido.
Por lo demás, hay un mundo de cosas.
Una mesa de ruedas, con dos divisiones, desvencijada; un ro-
pero de nogal, en ruinas; otros muebles, con mucha historia, con
mucho misterio, y con una vejez qué asusta.
Cuánto valdrán estos muebles? -me pregunto yo.
Pues en realidad, no valen nada; y, en el mejor de los casos,
capaz que su valor total no alcance para una ranga-ranga.
Son tristes trastos vejestorios, muebles pasados de moda
-y por idéntica razón, forman parte inseparable de tu vida,
y te da pena dejarlos.
7.
¿Cuánto dura la noche?
En realidad nadie sabe, aunque le haya sido asignada una du-
ración de doce horas, por razones de orden puramente práctico.
Lo cierto es que la noche dura en el espacio, mientras que el
día sólo dura en el tiempo.
Así se explica el que a toda hora del día, uno encuentre re-
giones en que la noche mora.
Tales regiones se identifican con el musgo, con el metal, y con
el viento;
con un silencio comunicativo, que surge de las piedras, y que
se suspende en el vacío.
Tales regiones suelen encontrarse asimismo en algunos ros-
tros, que se nos aparecen fugitivamente por las calles y que nos
transmiten un mensaje.
Las regiones en que mora la noche, en pleno día se encuen-
tran aquí, en este papel,
y también allá, en el otro papel.
Y se encuentran en muchos lugares, en muchas personas, en
muchos animales, y en muchos objetos.
A la primera mirada, y aun por el tacto y por el olor, uno
puede reconocer estas regiones.
En un talismán de estaño, por muchos años olvidado en al-
guna gavera;
en un sobre de color oscuro, con una inscripción que no se
lee ya,
encontrarás una región que habita la noche;
en esas piedras del camino que parecen esperarte, y parecen
mirarte.
En alguna llave, inservible ya, y venida a menos, que se es-
conde en tu bolsillo;
en esa cicatriz, que ha aparecido sin saberse cómo, en tu ma-
no izquierda
-en alguna concavidad de tu calavera, que muchas veces te
escuece sin saberse por qué,
encontrarás una región que habita la noche.
Y la encontrarás en ese rayo de luz, que se filtra por la ven-
tana,
y que alumbra el vuelo del moscardón.
III
INTERMEDIO
Sucedió una noche de noviembre.
Angustiosamente y con ojos extraviados me debatía en me-
dio del tormento de cuatro días sin sueño,
cuando de pronto se escucharon atroces alaridos y voces y la-
mentos que llegaban a mis oídos desde lo hondo de un pozo fatí-
dico,
y que dejaban adivinar horrores sin cuento,
por lo que me invadió el terror y me quedé mudo de espanto,
contemplando silenciosamente inmóviles aguas con una ne-
grura reluciente,
que reflejaban formas fosforescentes de personajes deprava-
dos, de multitudes ensangrentadas, de ciudades asoladas, y de seres
enloquecidos.
***
No había una estrella.
No había un planeta.
No había firmamento -el cielo estaba en tinieblas.
Sin embargo, hacia el norte, una nube reflejaba el resplandor
de la ciudad,
y rompía el espeso manto de sombras.
Y extrañamente, en la esquina del Hospital General, en Mira-
flores, reinaba una oscuridad total y absoluta;
y en ésta una oscuridad ultraterrena, una oscuridad nunca
vista.
Y la gente se reunía en las proximidades, guardando una
prudente distancia;
y todos dirigían recelosas y asustadas miradas hacia el tene-
broso ámbito
-y a ese paso, cundía el pánico.
El caso es que para terror de los habitantes, el grave prodigio
persistió por el espacio de largos días;
y tan sólo al cabo de una semana se hizo la luz.
Poco después del misterioso suceso – que en adelante se lla-
maría la maldición de la esquina-
pavorosos al par que inenarrables desastres se abatieron so-
bre la población.
Nadie en el mundo podía explicar los acontecimientos que a
diario ocurrían;
y era cada vez más difícil controlar a las turbamultas enlo-
quecidas, que se lanzaban a las calles y que provocaban el caos.
En pleno día, el sol se oscurecía, y la ciudad se anegaba en un
mar de tinieblas.
Estruendos sobrenaturales atronaban en el seno d la tierra,
y muy pronto sobrevenía un silencio de muerte.
Mucha gente, que enloquecía por causa del terror a lo desco-
nocido, se ahorcaba.
Hombres y mujeres, niños y ancianos, incendiaban las casas
para procurarse luz,
y saltaban a las llamas y se quemaban vivos.
Al cabo el sol brillaba ya con inusitado resplandor, y con
esto, el pánico y la locura subían de punto.
Y así, dada día.
Ora una luz encubridora, ora una oscuridad aterradora, al
decir de un poeta que cantaba la catástrofe.
O el calor resultaba infernal y mortal, o el frío alcanzaba el
grado sesenta bajo cero,
con lo que miles de personas y animales aparecían como es-
tatuas de carne y hueso decorando las calles.
Así las cosas de un tiempo a esta parte, unos negros, mons-
truosos y gigantescos, y con aire amenazador y brutal,
y con campanillas en las orejas, y con manos blancas como
la nieve,
habían aparecido en las calles;
y ya de entrada, habían provocado un terror que sobrepasa-
ba el paroxismo.
El hecho es que estos negros transitaban sin mirar a nadie,
muy ensoberbecidos y prepotentes,
en extraños vehículos con esferas en lugar de ruedas, que se
deslizaban a gran velocidad,
y que emitían vibraciones maléficas y de alta energía.
Y cuando se hacían las tinieblas, estos vehículos arrojaban
resplandores que paralizaban,
y luego producían un rugido que embrutecía y que eloque-
cía, y que causaba la muerte.
Por otra parte, estos negros contaban con verdaderos batallo-
nes de esclavos;
y estos esclavos, armados de lanzas y látigos, se desbordaban
en todo lo largo y lo ancho de la ciudad,
conduciendo feroces jaurías de mastines,
para arremeter contra indefensas y compactas multitudes, y
sembrar el terror y la muerte.
Los negros, con suntuosas vestiduras de raro material, y con
ojos que relampagueaban en la oscuridad,
vivían en el mejor de los mundos.
Ocupaban espaciosos palacios de piedra, construidos por los
indios, a quienes sometían a sistemáticos tormentos;
celebraban bestiales rituales mensuales, para convocar al Ne-
gro Cabruja, y con tal motivo, hacían correr torrentes de sangre;
se daban sabatinos banquetes de carne humana, en una mesa
con capacidad para mil negros;
y se abastecían de fabulosos nepentes y manjares, por medio
de aviones que, a su paso, lanzaban rayos y truenos sobre la po-
blación.
Y así los negros, como quién nada hace, cometían toda cla-
se de atrocidades.
Por lo demás, existían famosos al par que despiadados tec-
nólogos entre los negros;
y su único oficio era destruir y matar.
Muchas veces practicaban redadas de niños y de jóvenes vi-
gorosos y sanos;
y los acorralaban en inmensos galpones de la aduana, con ob-
jeto de incrementar las reservas de carne.
La verdad es que estos negros no eran negros; y ya de hecho,
no pertenecían a la raza humana.
Y como no podría ser de otra manera, profesaban la tecnolo-
gía por toda religión,
y disponían de una asombrosa diversidad de androides, para
programar infinitos y monstruosos desvaríos.
Entre broma y broma, planificaban el confinamiento de la
población a túneles que se hundirían en lo profundo de la tierra,
y que serían construidos por los propios pobladores;
intentaron repetidas veces la voladura de los cerros circunven-
cinos, con explosivos atómicos que, por fortuna, no se activaron;
tenían decidido bombardear ciudades, pueblos y caseríos, pa-
ra probar el poder destructor de ciertos cohetes nucleares;
y con experimentos demenciales y criminales, por poco no
liquidan la flora y la fauna en vastas regiones del Kollao.
Largo sería enumerar los horrores que se dejaban presentir
aquella noche de noviembre,
y que se manifestaban bajo la forma de lamentos angustiosos
y de gritos desgarradores que surgían de lo hondo del fatídico pozo,
mientras que inmóviles aguas con una negrura reluciente re-
flejaban formas siempre fosforescentes.
Lo cierto es que tan horrendas visiones se disiparon poco a
poco, y terminaron por desvanecerse como el humo a lo lejos.
IV
LA NOCHE
1.
Extrañamente, la noche en la ciudad, la noche doméstica, la
noche oscura;
la noche que se cierne sobre el mundo; la noche que se duer-
me, y que se sueña, y que muere; la noche que se mira,
no tiene nada que ver con la noche.
Pues la noche sólo se da en la realidad verdadera, y no todos
la perciben.
Es un relámpago providencial que te sacude, y que, en el ins-
tante preciso, te señala un espacio en el mundo;
un espacio, uno solo;
para habitar, para estar, para morir -y tal el espacio de tu
cuerpo
2.
Pues existe un mandato, que tú deberás cumplir,
en homenaje a la realidad de la noche, que es la tuya propia;
aun a costa de renunciamientos imposibles, y de interminables
tormentos,
deberás decir adiós, y recogerte al espacio de tu cuerpo.
Y deberás hacerlo, sin importar el escarnio y la condena de
un mundo amable y sensato.
Es de advertir que miles y miles de mortales se recogen tran-
quilamente al espacio de sus respectivos cuerpos,
día tras día y quieras que no, al toque de rutilantes trompe-
tas, y en medio de lágrimas y lamentos;
pues en realidad, recogerse al espacio del cuerpo es morir.
Pero aquí no se trata de morir.
Aquí se trata de cumplir el mandato, y por idéntica razón,
habrá que vivir.
Y tan es así, que no se podrá cumplir el mandato, sino a con-
dición de recogerse al espacio del cuerpo, con el deliberado propó-
sito de vivir.
Lo cierto es que aquel que acomete tan alta aventura, no ha
ce otra cosa que ocultarse de la muerte,
para vislumbrar así la manera de ser de la muerte.
3.
El espacio que tu cuerpo ocupa en el mundo, es igual al es-
pacio del cuerpo en el que uno se ha recogido;
y si esto es así, nadie tiene por qué molestarte, ni importu-
narte;
en el espacio de tu cuerpo, del que tú eres el soberano absoluto,
puedes pararte de cabeza y hacer y deshacer, y transitar tran-
quilamente,
libre ya de un mundo de pesadilla, poblado de espectros y de
esqueletos que pululaban y te quitaban la vida.
En todo caso, tu morada, tu ciudad, tu noche y tu mundo,
se reducen a tu cuerpo;
y quien lo habita no eres tú, sino el cuerpo de tu cuerpo.
Pues el cuerpo que te habita, en realidad, eres tú;
sólo que tu cuerpo deja de ser tú,
y pasa a ser él.
Imagínate, el cuerpo que eres tú, habitando el cuerpo que
es él,
y que no por eso deja de ser tú.
De ahí el habitante, o sea, el cuerpo de tu cuerpo; y de ahí,
asimismo, el habitado, o sea, tu cuerpo.
Y qué decir de la honda soledad, habitando el espacio de
tu cuerpo?
Hay un echar de menos la soledad, cuando hay alguien a tu
lado;
pero, cuando no hay un alma, es la propia soledad quien te
echa de menos
-y es como si tú no estuvieras, o como si te hubieras ido,
en busca de alguien a quien echar de menos.
La soledad en el espacio de tu cuerpo, ha de ser, pues, una
soledad muy larga, muy alta, y muy álgida
-como esa soledad que uno imaginaba de niño,
con un retrato desaparecido y una rueda inmóvil, en el cuar-
to oscuro.
4.
¿Qué es la noche? -uno se pregunta hoy y siempre.
La noche, una revelación no revelada.
Acaso un muerto poderoso y tenaz,
quizá un cuerpo perdido en la propia noche.
En realidad, una hondura, un espacio inimaginable.
Una entidad tenebrosa y sutil, tal vez parecida al cuerpo que
te habita,
y que sin duda oculta muchas claves de la noche.
Cuando pienso en el misterio de la noche, imagino el miste-
rio de tu cuerpo,
que es sólo una manera de ser de la noche;
yo sé de verdad que el cuerpo que te habita no es sino la os-
curidad de tu cuerpo;
y tal oscuridad se difunde bajo el signo de la noche.
En las infinitas concavidades de tu cuerpo, existen infinitos
reinos de oscuridad;
y esto es algo que llama a la meditación.
Este cuerpo, cerrado, secreto y prohibido; este cuerpo, ajeno
y temible,
y jamás adivinado, ni presentido.
Y es como un resplandor, o como una sombra;
sólo se deja sentir desde lejos, en lo recóndito, y con una so-
ledad excesiva, que no te pertenece a tí.
Y sólo se deja sentir con un pálpito, con una temperatura,
y con un dolor que no te pertenecen a tí.
Si algo me sobrecoge, es la imagen que me imagina, en la dis-
tancia;
se escucha una respiración en mis adentros. El cuerpo respira
en mis adentros.
La oscuridad me preocupa -la noche del cuerpo me preocupa.
El cuerpo de la noche y la muerte del cuerpo son cosas que
me preocupan.
*
Y yo me pregunto;
¿Qué es tu cuerpo? Yo no sé si te has preguntado alguna vez
qué es tu cuerpo.
Es un trance grave y difícil.
Yo me he acercado una vez a mi cuerpo;
y habiendo comprendido que jamás lo había visto, aunque lo
llevaba a cuestas,
le he preguntado quién era;
y una voz, en el silencio, me ha dicho:
Yo soy el cuerpo que te habita, y estoy aquí, en
las oscuridades, y te duelo, y te vivo, y te muero.
Pero no soy tu cuerpo. Yo soy la noche.
Five poems from: As the Comet Passes. (translated by Kent Johnson)
Jaime Saenz (1921-1986) is Bolivia’s leading writer of the 20th century. Prolific as poet, novelist, and non-fiction writer, his baroque, propulsive syntax and dedication to themes of death, alcoholism, and otherness make his poetry among the most idiosyncratic in the Spanish-speaking world.
Kent Johnson is editor of Beneath a Single Moon: Buddhism in Contemporary American Poetry (Shambhala), and Third Wave: The New Russian Poetry (Michigan). He is translator of A Nation of Poets: Writings from the Poetry Workshops of Nicaragua (West End Press).
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High Above the Dark City
One night on a rain-glistened road high above the dark city
with its noise now distant
it’s certain she will sigh
I will sigh
holding hands for a very long time within the grove
her eyes clear as the comet passes
her face come from the sea her eyes in the sky my voice inside her voice
her mouth in the shape of an apple her hair in the shape of a dream
in each pupil a look never seen
her eyelashes in a trail of light a torrent of fire
everything will be mine somersaulting with gladness
I’ll cut off a hand for each of her sighs I’ll gouge out an eye for each of her smiles
I’ll die once twice three times four times a thousand times
just to die on her lips
with a saw I’ll cut through my ribs to hand her my heart
with a needle I’ll draw out my best soul to give her a surprise
on Friday evenings
with the night air singing a song I propose to live for three hundred years
in the loveliness of her company.
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Your Skull
— for Silvia Natalia Rivera
These rains,
I don’t know why they would make me love a dream I had, many years back,
containing a dream of yours
— your skull appeared to me
And it had an exalted presence;
it didn’t look at me — it looked at you.
And it drew near my skull, and I looked at you.
And when you were looking at me, my skull appeared to you;
it didn’t look at you.
It looked at me.
In the exalted night,
someone looked on;
and I dreamed your dream
— beneath a soundless rain,
you hid within your skull,
and I hid within you.
The Basket of Wool
Desiring yet unable, I dreamt myself in this room sleeping and I dreamt
myself being able,
making a basket of wool toll like a bell to keep myself sleeping,
and wanting them to come not come, and to make not make a basket of wool toll like a bell prompting a sadness without desire,
eliciting a Japanese music that makes me weep remembering but not hearing,
summoning an unsummonable scene that pure luck renders summonable,
as when one says:
now that this lady summons speaking and that gentleman speaks summoning,
as when one says:
“Come here, little parrot; let’s make this basket of yarn toll like a bell,” leaving everyone happy with this Japanese music that makes me weep, in summoning,
and which goes on eliciting and tolling and goes on playing through the night.
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The City
— for Blanca Wiethuchter
and Ramiro Molina
With the smoke and with the fire, many people muffled and silent
on a street, on a corner,
in the high city, pondering the future in search of the past
— in the subtle entrails, night lightning
in the probing eye, thoughts go to agony
In another age, hope and happiness were good for something-time’s flow invisible,
and the darkness, an invisible thing,
was revealed but to the infinite elders fumbling forward to feel if you might not be among them,
while fumbling to touch some children they think they feel, even though these little ones feel them and are confused with them, feeling you,
as in solitude you feel a shawl of darkness woven with unfathomed sadness by some habitant,
dead and lost in this transparent darkness that is the city I myself inhabit,
inhabiting a city at the base of my soul which is inhabited but by a single habitant,
— and like a city filled with sparks, filled with stars, filled with fires on the street corners,
filled with coals and embers in the wind,
like a city where many beings, alone and distant from me, move and murmur with a destiny heaven no longer knows,
with eyes, with idols, and with children smashed by that very heaven,
with no more life than this life, with no more time than this time,
hemmed-in by the great wall of fire and oblivion, rocking in the swing of despair,
soundlessly weeping with this sinking city.
And no angel or demon in this well of silence.
Only fires lining the long streets.
Only the cold contours of shadows, the indifference of the sun pulling back.
The breath of a dawn for the last time breaking, the doors creaking in wind,
the boundaries breaking up and scattering and the forms fusing with the flames,
the signs and the songs,
with a remote anguish, in the soil and beyond the soil,
and the breathing of the dead, the incessant rains,
resignation with its taste of bread, in a house that stalks me between dreams,
the patios and the steps, the beings and the stones, and the hallways without end,
the windows opening to emptiness and shutting to shock,
the rooms where I lose myself and the corners where I hide
— the dark walls and the wet moss, the outposts where I look for I don’t know what,
hiding myself from the swelling odor of habit.
No voice, no light, no testimony of my former life.
Only the fires,
undying though forever flickering, and only the fires.
The desolate portent of the ghost once named youth
— in my city, in my dwelling.
Watching the River Flow
– for Leonardo Garcia Pabon
When the hour comes I’ll speak with you, watching the river flow, at the river’s edge.
With the profile of your face, with the echo of your voice, parceling out my voice into the depths,
into the great spaces that death’s eye has seen, you will know the hidden word.
Where the wind stills. Where living is finished off and all color is one.
Where water is not touched and where earth is not touched: inside my invisible presence, where you know yourself to be, in the millenary present
— of deeds, of smells and of forms; of animals, of minerals, of plants inside time.
In time, of time. Inside premonition’s root. Inside the seed, inside anguish,
only you will know the hidden word.
The aloneness of the world. The aloneness of man. Man’s reason for being and the world’s
— the circular solitude of the sphere. Increment and decline;
the closing of the hermetic thing. The hermetic closing of the thing.
The immense, the immeasurable — the incommensurate grave, indivisible and blank.
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