Por: Jesús Aller
El sociólogo y economista egipcio Samir Amin (1931-2018) realizó aportaciones esenciales en campos tan relevantes como el estudio de las desigualdades generadas por el capitalismo a nivel global o el diseño de estrategias para superarlas.
Tras su tesis doctoral, defendida en 1957 en París, en la que estudió teóricamente el mecanismo que originó las economías subdesarrolladas, Amin investigó la evolución de diversas naciones africanas y a partir de los 70 comenzó a analizar el capitalismo globalizado en su conjunto en trabajos como: Imperialismo y desarrollo desigual (1976), ¿Transformar la economía mundial? Nueve ensayos críticos sobre el nuevo orden económico internacional (1984) o La desconexión (1985), donde plantea que los países subdesarrollados deben buscar alternativas al margen del capital global y sus esquemas materiales e ideológicos.
Trabajos posteriores importantes en los que se siguen desarrollando estas ideas son: Transformar la revolución: los movimientos sociales y el sistema mundial (1990), Gestión capitalista de la crisis (1995), Los desafíos de la globalización (1996), Espectros del capitalismo: una crítica de las modas intelectuales actuales (1999), El hegemonismo estadounidense y el borrado del proyecto europeo (2000), Globalización de la resistencia. El estado de las luchas (2002), La ley del valor globalizado (2011) o La implosión del capitalismo contemporáneo. ¿Otoño del capitalismo, primavera de los pueblos? (2012).
En algunas de sus obras, Samir Amin busca las raíces de la situación actual en la evolución ideológica de los últimos siglos, íntimamente conectada con los procesos económicos. En esta línea destaca Modernidad, religión y democracia: crítica al eurocentrismo y crítica a los culturalismos (2008; versión castellana de IEPALA en 2010), un trabajo en el que el análisis riguroso del pasado sirve para poner de manifiesto las contradicciones que lastran las estrategias emancipadoras promovidas hoy día. Mi objetivo aquí es sintetizar los aspectos esenciales y las conclusiones enormemente relevantes de este libro.
Modernidad, capitalismo y religión
La primera parte está dedicada a definir la gran ruptura que supone la Modernidad, época marcada por la irrupción de la idea revolucionaria de que los individuos y las sociedades “construyen su historia”, y ésta no surge de la voluntad de entidades sobrenaturales. Es entonces cuando se difunde la aspiración a una sociedad regida por la razón y democrática, en la que la religión esté separada del gobierno del estado.
Sin embargo, no por casualidad, este cambio ideológico crucial es simultáneo con el inicio del desarrollo del capitalismo, y las leyes de la extracción de plusvalía que Karl Marx define para éste añaden un sesgo “económicamente revolucionario” al proyecto emancipador de la razón hasta ese momento. De acuerdo con su análisis, el ideal social debe implicar, aparte de libertad e igualdad ante la ley, un cuestionamiento de la propiedad como derecho esencial del ser humano.
Lo cierto es que la dinámica del capital muestra una tendencia innata a la polarización social, evidente cuando se considera a escala global, pues las naciones empobrecidas del Tercer Mundo carecen de autonomía para revertir la situación de la que son víctimas. Nos encontramos por tanto ante un sistema de explotación impuesto en el que los desequilibrios tienden a exacerbarse sin remedio, sin que la propiedad, que resulta ser la base de todo el proceso, sea cuestionada. La realidad actual del mundo se plantea en estos términos, que deben servir de base para diseñar alternativas.
Amin considera que las religiones existentes reaccionan a los cambios socioeconómicos de formas diversas. Así, en ocasiones pueden vehicular los intentos emancipadores, como ha ocurrido en el caso del cristianismo con el movimiento husita del siglo XV, por ejemplo, o con la teología de la liberación del presente. En general sin embargo, se constata que las distintas iglesias han aportado un sólido apoyo ideológico al conservadurismo social.
La misma ambivalencia puede encontrarse en las religiones orientales, el judaísmo o el islam. En este último, se reivindica en el libro la figura de Mahmoud Taha (1909-1985), un sudanés que lideró la lucha por la independencia de su país contra el Reino Unido y defendió una teología musulmana de la liberación que podía servir a su juicio de fundamento para políticas progresistas, lo que le valió una condena a muerte por ahorcamiento.
Culturas tributarias centrales y periféricas
Para Amín, culturas tributarias son aquellas, previas al desarrollo del capitalismo, en las que opera un mecanismo esencial político-ideológico, mientras que la economía es simple y transparente y la desigualdad social se basa en la imposición de “tributos”. El capitalismo invierte esta situación, con lo que la vida económica, regida por el mercado, se vuelve oscura y compleja, mientras que lo político-ideológico pasa a estar subordinado a ella. Este cambio implica en realidad la sustitución de la alienación metafísica o religiosa, fundamento de las culturas tributarias, por una alienación económica.
El análisis histórico detallado que se realiza en el libro indica que la cultura europea se desarrolló en dos fases distintas. Hasta el Renacimiento, la mayor parte del continente constituía una cultura tributaria periférica respecto a un centro situado en la cuenca oriental del Mediterráneo, cuyas características se describen en sus etapas esenciales: Egipto, Grecia, Helenismo y cultura árabe medieval. Todas estas civilizaciones presentaban una pujanza que les permitía actuar como núcleos irradiadores en un amplio territorio.
Después del Renacimiento, el capitalismo trasladó el centro a las orillas del Atlántico, mientras que el Mediterráneo se convirtió en periferia. Este desplazamiento se disfraza convenientemente por la historiografía oficialista con el mito de una continuidad de Europa como centro de periferias africanas y asiáticas. Amín propone además que es precisamente el carácter marginal de la Europa occidental lo que favoreció el desarrollo del capitalismo, pues en la zona oriental las culturas tributarias más consolidadas oponían mayor resistencia a un cambio estructural de tal envergadura.
El modelo puede aplicarse a otros continentes. En China, el confucianismo constituye una importante y longeva cultura tributaria, que sobrevive hasta nuestros días transmitiendo su impronta al capitalismo hoy imperante. Japón mientras tanto mantiene por largos siglos una cultura tributaria feudal hasta la irrupción del capitalismo.
Resulta interesante constatar que las culturas tributarias pueden asentarse en una base ideológica religiosa (cristianismo, islam, hinduismo) o laica (helenismo, confucianismo, budismo). El estudio comparado demuestra que las segundas son capaces de aportar coherencia social, respeto a la racionalidad y una ética humanista sin incurrir en general en los excesos de dogmatismo e intolerancia que caracterizan demasiadas veces a las primeras.
La cultura del capitalismo: eurocentrismo e involuciones culturalistas
Con el Renacimiento se inician dos procesos íntimamente conectados: un cambio de modelo económico y la expansión colonial, pero paralelamente se produce también un cambio esencial en la mentalidad de los europeos, con el nacimiento de un sentimiento de superioridad cultural que acabará cristalizando en una teoría de la historia universal y un proyecto político mundial. Sin embargo, la pretendida “unificación” de acuerdo con ese proyecto tropieza enseguida con una realidad incontestable, que no es otra que la “polarización” progresiva del sistema mundo a medida que el proceso avanza, entre centros bien dotados y periferias en decadencia imparable.
La ideología dominante trata de obviar esta situación penosa, que obliga a cuestionar el orden impuesto, y lo hace de varias formas. En primer lugar, oscurece la propia naturaleza y mecánica del sistema económico, presentándolo como natural e inevitable. Construye además un relato mítico sobre su origen, que resulta de una especificidad cultural europea. Por último se niega a considerar el carácter global del proceso, atribuyendo el “fracaso” de las economías periféricas a rasgos suyos particulares, en lo que el racismo es un aliado esencial.
Frente a estos planteamientos, el Tercer Mundo ha reaccionado sobre todo con un rechazo del eurocentrismo ideológicamente impuesto, que se materializa en lo que Amin denomina un “eurocentrismo inverso”. De esta forma, el debate se convierte en un duelo entre dos culturalismos, dos visiones cerradas, que compiten reivindicando una superioridad provinciana y fundamentalista. El análisis desarrollado en el libro demuestra que lo que late en el fondo de ambos esquemas es una defensa de especificidades irreductibles e historias inconmensurables entre sí. Se trata de un diálogo de sordos en el que lo razonable sería definir los elementos de una cultura auténticamente universal.
A este empeño está dedicada la última parte de la obra. Un aspecto esencial que se concluye es que una teoría social universalista debe tener como base un modelo económico del capitalismo real, que considere su carácter impulsor y agudizador continuo de desigualdades a nivel global. Habida cuenta de que ante esta situación de deterioro progresivo Occidente es un enemigo encarnizado de cualquier intento de enderezar el rumbo, la única alternativa viable resulta ser para Amin la desconexión de las naciones del Tercer Mundo del sistema económico global.
Este proyecto de desconexión, descrito extensamente ya en el libro de 1985 antes citado, según su autor “no es sinónimo de autarquía o de intentos absurdos de ‘salir de la historia’. Desconectar es adaptar las relaciones con el exterior a las exigencias prioritarias del propio desarrollo interno.” El cambio de políticas económicas para subordinarlas a los intereses de la gente va a implicar siempre la renuncia al pago de las deudas injustas e ilegítimas que lastran las economías del Tercer mundo, y ha de estar apoyado por amplios movimientos sociales, sin cuya lucha democrática los intereses oligárquicos difícilmente serán derrotados. No es menos importante por último la componente ideológica del proceso, que implica “desconectarse” del materialismo y consumismo impuestos por el capital.
En el contexto que hallamos hoy en el mundo, de capitalismo depredador e imperialismo militar a su servicio, la dirección de avance sólo podrá ser hacia un nuevo orden internacional que consagre una estructura multipolar dispuesta a respetar todas las vías democráticas que los pueblos elijan para sí mismos. En opinión de Amin, el papel de Europa en esta coyuntura debería basarse en un no alineamiento que promoviera un universalismo real contra la barbarie capitalista eurocéntrica. La opción no es fácil, pero como él señala en un momento: “El socialismo está al final de ese largo túnel”.
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