Por: Rafael Silva Martínez
“No somos hombres ni mujeres burbuja, aparecidos espontáneamente en el cielo, que solo aspiran a vivir en el aquí y en el ahora. No se puede ser universal sin ser de ningún sitio. Ni eterno sin tomar conciencia de lo que fuimos. La diversidad cultural necesita del espacio y del tiempo”. Antonio Manuel Rodríguez Ramos-
¿Nos hemos fijado alguna vez en determinadas características del comportamiento, de las ideas o del aspecto físico que poseen personas de distintos lugares del mundo? ¿Y en sus formas de pensar, y de entender la vida y el mundo? ¿A que son sospechosamente parecidas? Si, por ejemplo, vamos a cualquier playa en verano, y nos situamos junto a grupos de jóvenes, podremos comprobar que escuchan (en su inmensa mayoría) el mismo tipo de música en cualquier lugar. Si de noche nos fijamos en la vestimenta que usan para ir a divertirse, también comprobaremos que suele ser muy parecida, prácticamente la misma. Y lo mismo le ocurrirá al peinado, a la forma de hablar y de expresarse, a los hábitos alimenticios, a sus prácticas y costumbres, etc. Pareciera que un cierto mimetismo universal les tiene secuestrados/as. Por supuesto, todo ello también se aplica al mundo de los adultos: no hay más que asistir a cualquier reunión más o menos “formal” para darse cuenta de la homogeneidad de que hacen gala, tanto ellos como ellas. Sin ir más lejos, el traje de chaqueta masculino, de corte occidental, se ha convertido prácticamente en el uniforme universal para los hombres, tan sólo sustituido por otros atuendos cuando asisten a alguna gala local que les “obliga” a ir vestidos a la forma tradicional del lugar en cuestión. Y en lo tocante a la forma de pensar y de sentir, de entender el mundo, las similitudes también son claramente manifiestas.
¿A qué se debe todo ello? Pues básicamente, a que la globalización ha hecho (continúa haciendo) muy bien su trabajo. ¿Y qué trabajo es ése? Pues existen fundamentalmente dos objetivos que el proceso globalizador (a nivel mundial, y de carácter capitalista y neoliberal) se propone llevar a cabo, y sobre los cuales avanza a pasos agigantados: por un lado, desidentificar a los pueblos, tarea previa para erradicar la diversidad cultural (es decir, convertirlos en entidades más homogéneas, diríamos más “homologables”); por otro lado, extender y acrecentar las desigualdades (incidiendo en el ataque a los Derechos Humanos fundamentales). Si observamos con detalle, hace unas cuantas décadas (y aún más hace siglos) la diversidad cultural de los pueblos de todo el planeta era mucho mayor, y además poseían de forma mucho más clara y marcada una identidad cultural propia, como producto de su historia, y de su relación con el medio. Dicha identidad cultural viene expresada en prácticamente todas las formas de relación social, como un hecho antropológico completo, y afecta al folklore, a la personalidad e idiosincrasia de sus gentes, a sus cantares, a sus costumbres, a su religión, a sus creencias, supersticiones, mitos, leyendas, tradiciones, alimentación, etc. Todo ello se comprueba muy fácilmente sobre todo en los pueblos indígenas en todas partes del mundo, cuyas características diferenciadoras son muy evidentes.
Para poder manejar y controlar mejor a los pueblos del mundo como objetivo globalizador, éstos han de ver cada vez más anulada su propia identidad cultural, es decir, han de dejar de ser tan diversos, para ser más homogéneos. La globalización, de este modo, ataca a las diferentes culturas, ignorando (e incluso denigrando o ridiculizando) sus propios valores y manifestaciones, y fomentando el culto a una serie de iconos, valores y comportamientos, formas de entender el mundo que responden a su ideario. La globalización, por tanto, es enemiga de la diversidad. Y en este sentido, es enemiga de la interculturalidad, pues ésta se funda en el respeto y aceptación de culturas diversas, sin distinción de grados ni de niveles, sin menospreciar ninguna de ellas, es decir, sin ejercer un paradigma de superioridad de ningún pueblo sobre otro.
La globalización es consecuencia directa de las previas políticas de colonización, que han conducido a la dominación de los pueblos por parte de los invasores, conquistadores o “descubridores”, que han implantado (primero por la fuerza de las armas, y más recientemente por la fuerza de las empresas y compañías transnacionales) los valores, imaginarios y formas de vida de los pueblos dominantes. Ocurre en la mayoría de los casos lo que Franz Fanon denominó como el “Síndrome del Colonizado”, que consiste en la profunda interiorización de la dependencia y subalternidad por parte de los pueblos dominados, lo que conlleva la ocultación e incluso el desprecio de sus propias culturas frente a la cultura dominante. Y el primer paso para minimizar la diversidad cultural es provocar en las personas un sentimiento de desidentificación con su propia cultura.
Todo ello fomenta, en determinadas personas, una clara tendencia intimista, que se identifica y se enuncia, más o menos, con ser o sentirse “ciudadano/a del mundo”. Creemos que es una conquista más de la acción globalizadora, pues esta moda, a veces disfrazada intelectualmente, de sentirse “universalista” es sumamente peligrosa, porque abona la tendencia homogeneizadora hacia la uniformidad cultural a nivel planetario. Aclaremos: no se trata del sentimiento que pueden tener, por ejemplo, las personas que han habitado a lo largo de su vida en varias comunidades muy distantes y diferentes, y que, por tanto, no se sienten “de ningún sitio” (lo cual obedece a un hecho ciertamente lógico y natural), sino de las personas arraigadas temporal y culturalmente a cualquier pueblo o comunidad, pero que aseguran sentirse más como “ciudadanas del mundo”. Lo explican brillantemente Isidoro Moreno y Juan Agudo[1], cuando afirman: “El pseudouniversalismo etnocida se enmascara frecuentemente de defensa de la igualdad, como si diferencia e igualdad fueran términos antitéticos. Y no lo son: la igualdad a la que debemos aspirar se sitúa en el plano de lo social y las diferencias, la diversidad que debemos preservar, se refieren al ámbito de lo cultural. Lo opuesto a la igualdad es la desigualdad (de derechos, de acceso a bienes y servicios, de oportunidades, con sus consecuencias de discriminación, clasismo, racismo y sexismo) y lo opuesto a lo diferente es lo uniforme. Ese pseudouniversalismo no es más que la máscara del intento de imposición totalitaria de un único modelo cultural, antes el de la «civilización» europea, hoy el de la lógica de la globalización mercantilista que tiene como objetivo desidentificar a los pueblos y a las personas que los componen, apartándolos de sus valores comunitarios y de sus referencias culturales, y hacer desaparecer la memoria colectiva para así dominarlos más fácilmente y hacerles jugar el papel que conviene a los intereses hegemónicos a nivel planetario”.
Pero hablábamos más arriba de un segundo objetivo: la globalización, al igual que persigue que seamos más “iguales” culturalmente hablando, también persigue que seamos más “desiguales” en derechos, y para ello ha de fomentar la cultura y los valores capitalistas, que normalizan las obscenas desigualdades a las que venimos asistiendo: mientras unos cuantos super-mega-ricos en el mundo poseen una riqueza gigantesca (y sus empresas manejan presupuestos más grandes que el PIB de algunos países, controlando sus gobiernos, sus medios de comunicación, sus sistemas judiciales…), el hambre, la pobreza, la miseria, la precariedad, reinan en una gran parte del resto del mundo, en cientos y miles de millones de personas que además no ven sus derechos fundamentales cubiertos (ingresos, vivienda, sanidad, educación…). La desigualdad llega a ser brutal, violenta, insoportable. Estas desigualdades desestabilizan peligrosamente las sociedades, mientras aseguran el poder y los privilegios de una minoría cada vez más pudiente. Y en este otro sentido, la globalización también es enemiga de la interculturalidad, pues para conseguir acrecentar las desigualdades, ha de atacar las bases de producción y los modos de vida y de subsistencia de los diferentes pueblos del mundo, en aras a conseguir los falaces objetivos del “desarrollo”, del “bienestar” y del “progreso”.
En efecto, el proceso globalizador ha puesto en práctica una apropiación cultural hegemónica de estos conceptos, inoculando sus peligrosos valores al resto de pueblos y culturas, obligándoles a demoler los fundamentos de sus sociedades, para construir modelos sociales que se ajusten a ellos. Este proceso conlleva, en la mayoría de los casos, una destrucción cultural de proporciones gigantescas, derribando los soportes culturales donde se asientan históricamente sus cosmovisiones. Y así, en aras del “progreso” y del “desarrollo”, la globalización ha arrasado con miles de culturas milenarias, y con la práctica totalidad de sus imaginarios colectivos. La primera tarea, ya realmente urgente, sería desarrollar esas identidades de resistencia, que en muchos lugares ya están ocurriendo, para recuperar los rescoldos de dichas culturas milenarias, o simplemente, ser libres para desarrollar modelos políticos y económicos que se basen en otros pilares y en otros objetivos.
Conseguir modelos de sociedad realmente interculturales, por tanto, implica una seria y decidida lucha contra la globalización, y para ello hay que recuperar justamente los dos frentes que la globalización ataca, es decir, el frente de la diversidad e identidad cultural de los pueblos, y el frente del respeto a los Derechos Humanos, que garantizan que todas las personas hayan de ver satisfechos sus derechos básicos y fundamentales. Pero vayamos por partes: recuperar el primer frente (el del respeto a la identidad cultural) requiere abandonar las políticas imperialistas y colonialistas que hemos venido practicando desde Occidente durante siglos (desde Roma hasta Estados Unidos, pasando por los imperios británico, francés o español), dejar de atacar a los pueblos y países que no se adhieren a los designios capitalistas, respetando sus modos de vida y de producción, y respetando sus valores, sus cosmovisiones originarias, sus formas de entender el mundo. En una palabra, respetando su soberanía y su cultura, es decir, sus diferencias: entender el planeta como “un mundo de diversos mundos”, donde cada pueblo y cultura nos enriquece y nos hace converger en la naturaleza humana, en vez de entenderse como un desafío o un peligro.
Por su parte, recuperar el segundo frente (el de la igualdad entendida como el respeto a los Derechos Humanos fundamentales) requiere garantizar sociedades justas, con equidad y con justicia social, fiscal, económica y medioambiental. Erradicar la pobreza y la precariedad, así como poner topes a la riqueza (las dos caras de una misma moneda), serían logros esenciales para poder detener las terribles desigualdades que sufrimos. Y también, por supuesto, dotar a las sociedades de un conjunto de bienes comunes, bajo control público, para que todas las necesidades fundamentales de la población se vean satisfechas. El último tipo de justicia que hemos mencionado, la justicia medioambiental, es la única que es realmente universalista, pues es aplicable a todo el planeta, y planeta Tierra sólo tenemos uno: esto significa que sólo tendremos justicia medioambiental verdadera cuando exista en todos los lugares del mundo, pues la injusticia medioambiental en una parte del mundo afecta a todas las demás. Alcanzar todas estas justicias, como afirmábamos anteriormente, implica también respetar los modelos económicos y políticos que cada pueblo desee implementar para su sociedad, respetando por tanto sus modos de producción y de consumo, sus cosmovisiones, y sus culturas y tradiciones.
Conseguir todo ello depende no sólo del desarrollo de unos planteamientos políticos completamente antagónicos a los actuales, sino de la difusión de una serie de ideas que nos hagan desarrollar una actitud de respeto y comprender una nueva cosmovisión sobre los pueblos, las culturas y las tradiciones. En este sentido, merece la pena conocer y difundir los postulados del filósofo alemán Hans-Georg Gadamer (1900-2002), discípulo de Martin Heidegger, cuya obra fundamental (“Verdad y Método”, 1960) nos ofrece algunas pautas para converger en estas ideas. Gadamer nos introdujo en el mundo de las diversas subjetividades, valorando cada una de ellas (tanto a nivel personal como colectivo), pero haciendo hincapié, precisamente, en que cada una de ellas se nos presenta sesgada y limitada. Debido a ello, la objetividad plena es inalcanzable, pues cada cultura (y cada persona) comprende el mundo desde su propia perspectiva. Cada identidad cultural nos sitúa en su propio punto de vista, y cada punto de vista posee su propio horizonte, es decir, permite percibir y comprender sólo determinados aspectos de la realidad, mientras que otros se le escapan. Por tanto, para poder alcanzar más allá de dicho horizonte cultural, necesitamos acercarnos a otros puntos de vista. En este sentido, el diálogo intercultural, entre personas y pueblos de diferentes culturas y cosmovisiones, siempre contribuirá a ampliar nuestra comprensión de la realidad.
Gadamer sostuvo que existía una especie de marco cultural que determinaba nuestro pensamiento (el individuo es un ser histórico-espacial-temporal), más allá del cual se nos hace muy difícil tomar referencias. Todas las personas, como individuos, tenemos nuestra conciencia históricamente moldeada, y sujeta a una serie de factores subjetivos (familiares, sociales, históricos, profesionales, identitarios, educativos…) adscritos a nuestro tiempo y lugar. Ello se explica porque cada individuo concreto pertenece a una sociedad, y está inmerso en sus tradiciones, que configuran una serie de prejuicios que moldean su pensamiento y su percepción de la realidad, y le permiten entenderse en su contexto. Para un verdadero encuentro intercultural necesitamos, entonces, un ejercicio de apertura hacia el “otro”, hacia otros individuos de culturas y cosmovisiones distintas, para poder participar en un diálogo constructivo que sea capaz de modelar nuevas relaciones de respeto, comprensión y empatía. La comprensión es siempre un ejercicio de fusión de todos los demás horizontes culturales.
No obstante, no podremos emprender dicha tarea (de pleno acercamiento, respeto y convivencia intercultural) si no abandonamos los planteamientos globalizadores, que únicamente conceden valor a los puntos de vista occidentales, imperialistas, colonialistas, capitalistas y neoliberales. Un modelo intercultural pleno y auténtico debe estar siempre abierto, y únicamente será posible si está fundado en el constante diálogo y apreciación de todas las cosmovisiones existentes, en el pleno respeto a la diversidad de todos los pueblos y culturas, y en las plenas garantías de los Derechos Humanos de todas las sociedades del mundo. Ello incidirá también en la recuperación de la propia soberanía de los pueblos, deteniendo el constante ataque por parte de las instituciones dominantes, reivindicando la propia identidad histórica y cultural, y poniéndola en valor con respecto a todas las demás.
Alcanzar un modelo pleno de interculturalidad implica, por tanto, dejar de abrazar y asumir la lógica perversa de la globalización capitalista, que magnifica la lógica de mercado, que a su vez trata de imponer la mercantilización deshumanizada a todas las actividades, facetas y dimensiones humanas, y a todos los ámbitos de la vida personal, social y comunitaria. El acercamiento y el diálogo con el resto de culturas, de cara a una efectiva convivencia y respeto, debe rescatar la diversidad e identidad cultural de los pueblos del mundo, consolidarlas y ponerlas en valor, reivindicarlas como una riqueza planetaria, y contribuir a que cada identidad cultural recupere su soberanía y su memoria histórica colectiva. Las sociedades interculturales deben respetar las identidades políticas de todos los pueblos, asegurando y preservando su supervivencia, en base a sus cosmovisiones, referentes simbólicos, marcadores identitarios y códigos culturales que les son propios. Todo ello se enfrenta a la deriva globalizadora, que pretende, mediante el control de las instituciones internacionales, racionalizar, interiorizar y legitimar el sistema de dominación de los pueblos y culturas del mundo.
Rafael Silva, Blog “Actualidad Política y Cultural”, http://rafaelsilva.over-blog.es
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