Lo extraño es que el país no vaya peor de lo que ahora va -si fuera posible- cuando la cultura y la ideología “dominante” es esta exhibición de pijotería y boato al amparo de la sangre azul de un príncipe y de su plebeya consorte ascendida a princesa por la gracia del santo sacramento del matrimonio católico, apostólico y romano. Del segundo matrimonio, no del primero, que para algo está el divorcio cuando es sagrado. El modelo a seguir y con lo que cualquier buen ciudadano debe soñar es llegar a ser como Don Felipe y como Doña Leticia. Como en los cuentos.
Pero miremos un poco más allá de los adornos y de la alfombra roja por la que desfila la flor y nata de esta sociedad opulenta y millonaria. Este año el anfitrión es el presidente Cascos, un tránsfuga del PP, pero, ayer todavía, el anfitrión era otro no menos de derechas, el ex presidente Areces, aunque disfrazado de socialista, de obrero y que, hasta que pilló un buen bocado en la política, se decía comunista. De nuevo la primera víctima de cualquier fechoría es la tergiversación de todo, comenzando por las palabras y en la política más todavía si cabe.
Desde luego que muchos de los premiados sí son eminentes figuras de las ciencias o de las artes y sí han aportado cosas al conocimiento. Otros, en cambio, responden al modelo dominante de una sociedad tan arruinada en lo social como opulenta en el despilfarro cuando con sólo el 1% de lo destinado a “salvar” a la banca se podría erradicar el hambre en el mundo y salvar a las 24.000 personas, la mayoría niños, que mueren cada día de miseria. Los primeros dan nivel y “legalizan” los premios, mientras que los segundos son nombrados para que se cuelen en nuestra ética como prohombres a pesar de no ser más que delincuentes, unos por la vía de la evasión de impuestos y otros en cosas aún peores.
La institución monárquica se sirve de ambos, de los dos tipos de galardonados, para justificar su existencia, mientras que los que pululan alrededor están para sacar provecho a este montaje al tiempo que lo consolidan. Así es este negocio y buenos dividendos proporciona a sus participantes. El tinglado montado marcha viento en popa. Pasemos lista a los invitados a la “ceremonia” de la entrega de premios en el (real) Teatro Campoamor. Estarán en primera fila, nunca faltan, la cúpula de la banca, de la construcción, de los políticos (Foro, PP, PSOE e IU), de la justicia, de la iglesia católica, de los militares, de la policía, de los dos sindicatos (CCOO y UGT) y de todas las “autoridades” que lo sean de algo. Están justamente todos los responsables de imponer y sostener este modelo político-económico tan ruinosamente sostenible para el 99% de los ciudadanos pero tan provechoso para sus promotores que aquí se dan cita cada año.
Alrededor de los premios cientos de personas en los jurados y en toda la burocracia que los rodean con un presupuesto millonario. Para esto sí hay dinero, sobra dinero, el rango de sus altezas lo requiere para marcar diferencias.
Como en cualquier acto religioso, hablamos de la “ceremonia” de los premios. Y es que de ninguna otra manera podemos referirnos a algo que realmente no tiene otro sentido que no sea una especie de veneración, un “culto” a unos príncipes, porque de ninguna otra manera se les puede tratar. Son personas, pero ante todo príncipes. El lenguaje normal no sirve, sus altezas tienen otro tratamiento, otra liturgia. Son sagrados, tanto que el Borbón padre está por encima de la ley, está fuera de la ley. Puede hacer lo que le dé la real gana porque goza de impunidad (como cualquier dictador).
Pero esto es sólo una parte del modelo social, la otra parte, la que rodea a estos príncipes, a la monarquía que representan y a los que asisten a la “ceremonia” es la mayoría silenciosa que carga con los dramas sociales. Este año los premios vienen adornados en el ámbito de su principado, en Asturias, con la cifra récord de 90.000 parados, con más precariedad y con más recortes, lo mismo que en el resto de su reino. De algún modo esta “ceremonia” lleva implícita la situación anterior porque así se consolida y se aprueba. Porque entre un príncipe y un plebeyo tiene que haber distancias, es lógico, para algo se es príncipe y para serlo hace falta que haya súbditos, sino cómo podríamos llamarlo ¡alteza! Aunque su dinastía haya sido restaurada e impuesta por un dictador.
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