Por: Mike Beggs
¿Qué tiene el capitalismo que hace del keynesianismo un horizonte que incluso a los aspirantes a revolucionarios les cuesta traspasar?
Marx vivió lo suficiente como para declararse «no marxista». Keynes no tuvo tanta suerte. Sus seguidores harían luego la distinción entre «economía keynesiana» y «la economía de Keynes». Pero para entonces la palabra ya había trascendido al hombre. Un nombre no se convierte en un «ismo» sólo por su genialidad. La obra tiene que atrapar y montar una ola histórica, y gran parte de ella nunca se recupera mientras que lo que sí lo hace empieza a generar nuevas asociaciones. El «keynesianismo» se convirtió así en sinónimo de gasto deficitario, regulación y Estado del bienestar, tres cosas que la Teoría General apenas menciona, si es que lo hace.
Geoff Mann es muy consciente de las diferencias entre Keynes como hombre, su obra y el «keynesianismo». Pero su libro sobre el keynesianismo, In the Long Run We Are All Dead, trata deliberadamente más del «ismo» que del hombre. Para Mann, Keynes ni siquiera es el originador del keynesianismo, que vendría a ser Hegel —«si no el primer keynesiano, sí su encarnación anterior más cercana»—, por lo que tenemos varios capítulos sobre Hegel antes de que el foco se desplace al propio Keynes. El keynesianismo, según lo entiende Mann, es un elemento perenne de la modernidad y Keynes fue simplemente uno de sus más hábiles articuladores, razón por la cual llegamos a conocerlo por su nombre. El propio Keynes aparece en el libro como un filósofo político que resultó ser economista, aunque no es casualidad que las grandes filosofías políticas de la sociedad capitalista estén llenas de economía.
Según Mann, el keynesianismo es una posición que existe desde la revolución francesa. «Cuando un indignado Robespierre preguntó a la Convención burguesa de 1792: ‘¡Ciudadanos! ¿Quieren una revolución sin revolución?’, los keynesianos fueron los que pensaron para sí mismos: ‘Sí, de hecho. Eso suena muy bien’». El libro está dirigido a los socialistas, pero a diferencia de muchas obras marxianas de Keynes, el objetivo no es exponer el keynesianismo como contrarrevolucionario. Se trata de entender qué tiene el capitalismo que hace del keynesianismo un horizonte que incluso a los aspirantes a revolucionarios —incluido el propio Mann, según admite— les cuesta superar. No se trata tanto de un bloqueo ideológico como de uno estratégico.
El vástago descarriado del liberalismo
El keynesianismo, según Mann, es distinto del liberalismo, pero sin dejar de ser un vástago de la tradición liberal. Al igual que el liberalismo, considera que el capitalismo moderno es la forma más elevada de civilización. Si no es ya una utopía, tiene el potencial de serlo en su afán por la mejora continua de la productividad. Las visiones de Keynes sobre el futuro incluyen una semana laboral de quince horas (en «Posibilidades económicas para nuestros nietos») y la «eutanasia del rentista» (en la Teoría General), no por la guillotina sino por el propio éxito de la acumulación de capital. El capital se acumulará hasta el punto en que dejará de ser escaso, de modo que los ricos ya no podrán obtener beneficios monopolizándolo. La utopía keynesiana tendrá las partes buenas del capitalismo —la «eficacia de la descentralización de las deciciones y de la responsabilidad individual»— sin las malas, «su incapacidad para garantizar el pleno epleo y su distribución arbitraria y desigual de la riqueza y de los ingresos». El periodo en el que las personas obtienen ingresos simplemente por poseer riqueza es «una fase de la transición que desaparecerá cuando haya hecho su trabajo». El advenimiento de la utopía «no será nada repentino, simplemente una continuación gradual pero prolongada de lo que hemos visto recientemente en Gran Bretaña, y no necesitará ninguna revolución».
Pero el keynesianismo se aparta del liberalismo clásico al no ver a la sociedad liberal como algo natural o autosuficiente. Si se mantiene sobre sus rieles, avanza hacia la utopía, pero el capitalismo tiende a descarrilar por su cuenta. En la Teoría General Keynes explora una dimensión de esto —una tendencia de la inversión a caer por debajo del nivel necesario para el pleno empleo— pero esto es sólo un ejemplo de un tema más amplio en la obra de Keynes, y en el keynesianismo en general. La salud del capitalismo depende de una gestión política deliberada que va mucho más allá de las tareas de vigilancia nocturna para proteger la propiedad. Algo de esto puede ser discreto —la gestión del tipo de interés por parte del Banco Central— pero puede requerir nada menos que «una socialización de la inversión algo exhaustiva». (Keynes era vago sobre lo que quería decir con esto, y ciertamente no se refería a la expropiación de los medios de producción, pero al menos creía que la cantidad de inversión en un período determinado debería ser decidida por los responsables políticos).
El capitalismo necesita ayuda para mantenerse sobre los rieles, pero avanza sobre las vías: no se lo puede conducir por cualquier sitio. Lo que necesita en materia de gestión no depende de los gestores sino de la propia estructura de la economía. No sólo necesita gestión, sino gestión experta, y esto tiene dos grandes implicaciones.
En primer lugar, rompe con el compromiso liberal clásico del laissez-faire. El entusiasmo liberal por la elección individual siempre estuvo, como dice Mann, «modificado por una serie de salvedades ad hoc», pero el keynesianismo va más allá, sosteniendo que la libertad individual en general depende de que no se convierta en un absoluto. La política debe restringir algunas libertades para defender la Libertad. La libre empresa abandonada a sí misma tiende a generar pobreza, desigualdad y desempleo. Si esto se sale de control, existe un riesgo real de que la rebelión política conduzca a algo mucho peor que la burocracia.
En segundo lugar, está en tensión con la democracia. Los pluralistas liberales ven el sistema político democrático como una forma de abordar y gestionar los conflictos sociales y las insatisfacciones que produce el capitalismo. Los intereses se canalizan hacia la política, donde se ven obligados a llegar a compromisos, y los problemas se resuelven poco a poco. Pero para Keynes, no hay ninguna razón para creer que la representación política de los intereses resolvería realmente los problemas subyacentes. Los problemas económicos son complejos, por lo que sus soluciones serán delicadas y requerirán el juicio de expertos. Lo que constituye un compromiso político equilibrado puede no tener nada que ver con lo que se necesita para resolver el problema. Los contendientes —los partidos y sus electores— a menudo malinterpretan las causas de sus males. Keynes, dice Mann, «definitivamente no era un demócrata, porque cualquier cosa que se acercara a la soberanía popular era, en su opinión, antitética con los intereses a largo plazo de la civilización».
Se alineó explícitamente con «la burguesía y la intelligentsia, que, con todos sus defectos, representan lo mejor de la vida y, sin duda, llevan en sí las semillas de todo progreso humano». En otras palabras, estaba con la burguesía no por su papel de capitalistas o rentistas, sino como pueblo debidamente socializado y cultivado. A largo plazo podría ser posible ampliar su educación y sus privilegios, pero dar a las masas lo que creen que quieren ahora pondría en peligro ese futuro.
Evidentemente, el keynesianismo así definido no sólo se aleja del liberalismo clásico, sino que también se ha retroalimentado del liberalismo moderno. El centro político actual abarca desde posiciones más cercanas al liberalismo clásico —con una creencia en la estabilidad y justicia básicas del mercado— hasta un gerencialismo tecnocrático más influido por Keynes. Mann sitúa las raíces de este último en las ideas macroeconómicas desde Keynes y, concretamente, en el retroceso del «pleno empleo» a la «tasa natural de desempleo»: «Salvo un arreglo fascista o autoritario, el capitalismo debe tener desempleo. Debe ser (en palabras de Keynes) suficiente y consistentemente empobrecedor».
Liberalismo o barbarie
Pero Mann reserva el «keynesianismo» propiamente dicho para una postura a la izquierda del centro pero sin socialismo (reformismo, más o menos). ¿Qué hay del otro flanco del keynesianismo, el izquierdo? Mann llega a su punto más agudo sobre la actitud del keynesianismo-centrismo hacia la izquierda:
(…) es un grave error que los «progresistas» o los «radicales» tomen el miedo de las élites liberales o capitalistas a las masas como algo que, en el fondo, sería un miedo a «nosotros» o a «nuestras ideas» (…). Contra cualquier cosa que merezca el nombre de marxismo, los liberales creen que una evaluación científica de su poder les dará las herramientas para defenderlo por siempre. El corolario de esta proposición no es que, si fracasan, el proletariado o el 99% o la multitud se alzarán (…) sino que si la sociedad civil burguesa cae, también lo harán todos y todo lo demás. Todo el orden social se irá con ella.
En otras palabras, los keynesianos ven al socialismo como una tontería más que como algo aterrador. No les preocupa realmente que el socialismo triunfe, porque no creen que funcione. Lo que les preocupa es el «populismo». El populismo explota el descontento para socavar el orden existente y bloquear el cambio racional. No propone soluciones coherentes a los problemas que ataca; en el mejor de los casos, obstruye, y en el peor, el caso revolucionario, simplemente destroza.
El izquierdismo enfada a los keynesianos —al menos cuando goza de cierta popularidad— porque lo consideran equivocado y desestabilizador. Keynes «no temía a los radicales de la clase obrera por su pasión igualitaria por la justicia social. De hecho, sentía una especie de debilidad paternalista por ellos. Lo que temía era el desorden social y la demagogia que creía que tales políticas demandaban, los reaccionarios involuntarios en los que creía que siempre se convertían los radicales».
Lo curioso es que aunque el izquierdismo repele a los keynesianos, la repulsión no es mutua. El keynesianismo atrae a los izquierdistas. El argumento de Mann aquí está muy lejos de la conocida crítica marxista del keynesianismo como sirena del reformismo o como baluarte contra la revolución. El autonomista Antonio Negri afirmaba que «la clase obrera británica aparece en los escritos [de Keynes] en toda su autonomía revolucionaria» en la medida en que Keynes había ideado un remedio al «antagonismo inherente de la clase obrera» que era más sutil y eficaz que la represión autoritaria de otras «clases dominantes más inmaduras».
Mann ve esto como una tontería: si había «antagonismo inherente» dentro del capitalismo del siglo XX, «una revolución proletaria consciente en la lucha por el comunismo en Europa occidental o Norteamérica era una de las formas más improbables de que se realizara.» Es más, «cualquier cosa que se acerque a lo que Negri entiende por “comunismo” le habría parecido a Keynes y Hegel el menor de varios males».
En otras palabras, en la medida en que el keynesianismo salvó al capitalismo, fue de la barbarie y no del socialismo. Y los izquierdistas se sienten atraídos por el keynesianismo porque, en el fondo, también creen eso. La mayoría perdió la confianza en que exista una vía política viable hacia el socialismo, mientras se suceden las amenazas de diversos matices de la derecha. A pesar de todas las tendencias antidemocráticas del keynesianismo, los socialistas de hoy tampoco se perciben representando las opiniones de las masas.
Lo que Mann llama «la apuesta marxiana» siempre implicó jugadas muy difíciles, y las probabilidades se han ido volviendo cada vez más desfavorables: los marxistas saben que, por un lado, haría falta una revolución para cruzar el cañón entre el mundo tal como es y el mundo tal como debería ser pero, por otro lado, también saben que las revoluciones pueden fracasar fácilmente, corromperse, ensangrentarse y quizá dejar las cosas peor de lo que estaban. Antaño, los marxistas podían creer que la lógica de la historia estaba de su parte: «la apuesta marxiana —el salto mortal— se basaba en la garantía de que, por mucho tiempo que llevara, la lucha implacable acabaría siendo recompensada». A largo plazo, en otras palabras. Pero «por razones tanto materiales como ideológicas, esta garantía no es posible en la actualidad y puede que nunca vuelva a serlo. Sean cuales sean las apuestas radicales que decidamos hacer frente al capitalismo, al liberalismo y a sus ocasionales disfraces fascistas y totalitarios, existe una posibilidad muy real de que las hagamos en vano… Esto sólo parece hacer que el keynesianismo aparezca como más sensato que nunca».
Mann admite que se propuso escribir una denuncia más tradicional del keynesianismo como el opio de los reformistas, pero acabó despertando «al reticente, incluso reprimido, keynesiano» que había en él. Sin embargo, Keynes, sugiere, puede ser invertido, como Marx invirtió a Hegel. Hay un «núcleo radical en el corazón del keynesianismo» que los socialistas podrían extraer. El libro no deja claro lo que eso significaría en la práctica, y termina con una nota incierta, como si Mann no estuviera seguro de haberse convertido en un reformista cobarde: «El marxista en él o ella sugerirá que debe “elegir” y, en palabras de Lenin, sólo el cobarde “con cara de vergüenza” elegirá a Keynes».
Pero, ¿qué implica hoy en día la otra elección? ¿Está siquiera abierta para nosotros la apuesta marxiana? Incluso si estuviéramos dispuestos, ¿dónde colocaríamos exactamente la apuesta? La formulación sugiere que si los socialistas quisiéramos, podríamos empezar una reedición de 1917, cuando, siendo realistas, la elección es si pasar o no los fines de semana intentando vender periódicos en algún acto. Durante mucho tiempo, la elección para un socialista fue entre una microsecta impotente y la impotencia dentro de un partido mayoritario que se desliza hacia el centro.
En la actualidad no existe una base obvia para un movimiento revolucionario de masas con el que podamos echar nuestra suerte. Sin embargo, sí parece haber el comienzo de un auténtico renacimiento de la socialdemocracia. Gran parte de las bases de la nueva socialdemocracia está formada por personas que se ubican a sí mismas más a la izquierda que las posiciones por las que están haciendo campaña, pero que siguieron sus instintos políticos en los caminos abiertos por las sorpresas de Sanders y Corbyn. Algunos lamentaron que el “socialismo” se haya definido a la baja. Como ya le sucedió a Marx, que se quejó una vez de que le correspondía a los trabajadores alemanes hacer una revolución liberal porque la burguesía no estaba a la altura, ahora parece que le corresponde a los socialistas revivir a la socialdemocracia.
El libro de Mann fue escrito demasiado pronto para que Sanders y Corbyn se hayan registrado en él, pero parece algo así como una premonición. Los programas de estas campañas son keynesianos en el sentido de Mann, pero la intuición de los radicales en sus filas es correcta: podrían, potencialmente, llevarnos de nuevo a un lugar donde la apuesta marxiana podría plantearse otra vez. Mientras que el keynesiano ordinario quiere apuntalar el sistema y espera que la política racional lo estabilice y elimine sus peores defectos, el keynesiano radical aprendió las lecciones del destino de la socialdemocracia del siglo XX.
El pleno empleo resulta ser un estado inestable para el capitalismo, ya que refuerza el poder económico de los trabajadores y alimenta las tendencias inflacionarias que politizan la distribución. Por supuesto, cualquier programa de reforma que deje el control de los medios de producción en manos privadas es vulnerable al poder económico y político del capital. Pero es en ese punto donde llega realmente la apuesta marxiana, porque hay una opción política real: avanzar hacia la expropiación del capital o retroceder.
La primera opción seguiría siendo una apuesta enorme, con mucho potencial para el desastre y la desilusión. Pero parece la mejor oportunidad que tenemos. El retroceso que la última vez aparecía como la políticamente más segura también se convirtió en su propio tipo de desastre.
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