Por: Higinio Polo
Hace un siglo que murió Lenin. Dos días antes de morir, Lenin había pedido a su esposa, Nadezdha Krúpskaia, que le leyese un cuento de Jack London: Amor a la vida. Debía saber que su tiempo terminaba. Había nacido una década después de que Herzen hubiese pedido a los jóvenes que «fueran al pueblo», en esa Rusia donde el populismo recibía las influencias del padre del «socialismo campesino», de Bakunin y del Chernishévski que pasaría casi veinte años en el destierro siberiano, y también por la Tierra y Libertad de Nikolái Chaikovski, un socialista que acabaría en los círculos blancos del zarismo tras la revolución. Las propuestas marxistas arraigaron con rapidez en la Rusia zarista: El Capital se había traducido en 1872, y se inicia entonces un largo proceso revolucionario que crea revolucionarios decididos. En ese marco, Plejánov, Axelrod y Vera Zasúlich crean el grupo marxista Emancipación del Trabajo en Ginebra, cuando Lenin todavía era un niño. Esa corriente marxista consigue en los últimos años del siglo XIX una influencia notable, superando a populistas y anarquistas: años después, ahí se encuentra ya Vladímir Ilich Uliánov, que adopta con el nuevo siglo el nombre que haría célebre en todo el mundo: Lenin.
Con poco más de veinte años, conoce a Nadezdha Krúpskaia, otra militante obrera como él, con la que formó una pareja inseparable. Si la historiografía conservadora y la torrencial obra de los publicistas del capitalismo han definido a Lenin como un hombre feroz, implacable y sanguinario, Krúpskaia, que permaneció junto al dirigente bolchevique durante toda su vida, traza otro perfil: «de su madre heredó Vladímir Ilich su fuerza de voluntad, así como también su bondad y su consideración por la gente.»
En mayo de 1895, Lenin se encuentra con Plejánov en Suiza, a quien admira como teórico. Y va a París, donde conoce a Lafargue; y a Berlín, donde se encuentra con Wilhelm Liebknecht, el padre de Karl, el futuro dirigente espartaquista. Las vueltas de la vida: Plejánov morirá en 1918 creyendo que la revolución bolchevique era algo efímero. Las dos figuras que el joven Uliánov había tenido en gran estima, Plejánov y Kautsky, dejan de interesarle tras la gran guerra. En el primero, por el afán de protagonismo y dominio del padre del marxismo ruso, que culminará en la gran guerra con su defensa de la Entente y la movilización militar zarista, el apoyo a los créditos de guerra y después a la represión de Kerenski. Lenin acabaría tildando de social-chovinista a Plejánov. Con el austrohúngaro, a quien Lenin acusará de renegado, por su oportunismo y progresiva derechización.
En Petersburgo, Uliánov adquiere madera de dirigente, es encarcelado durante más de un año y después parte al destierro siberiano en 1895 para cumplir su condena. Serán los años de la elaboración de El desarrollo del capitalismo en Rusia, de la llegada de Krúpskaia y de su matrimonio. 1898 es un año crucial: se casa, termina ese primer libro y se funda el partido socialdemócrata. Su exilio a Europa occidental llega en 1900, en un momento en que ya ha concebido el tipo de partido revolucionario que quiere impulsar. Con el nuevo siglo, en 1901, ya firma como Lenin y ya circula Iskra, que será el germen del partido, al que dará forma teórica en su ¿Qué hacer? Huir del reformismo, de las ilusiones en la reforma del capitalismo, es la premisa de Lenin en esos años, inquietud que, a un siglo de su muerte, sigue estando presente en las filas de la izquierda. Audacia y determinación, sin temer a la derrota: apenas quince días antes de la toma del Palacio de Invierno, Lenin dimite del comité central bolchevique porque no acepta sus propuestas.
Lenin escribió sin descanso, polemizó con quienes consideraba ajenos al movimiento obrero, con quienes renunciaban a conquistar el socialismo, pero fue sobre todo un dirigente revolucionario, infatigable, como se aprecia en la crisis del partido en 1903 que le lleva a escribir hasta el agotamiento: atento a la coyuntura política, hombre de acción, sustenta toda su visión de la existencia en la búsqueda de la igualdad social. ¿Qué libertad puede sustentarse sobre la desigualdad, sobre la explotación? El final de siglo es amargo: su madre, María Alejandrovna, con quien estaba muy unido, vive sola (moriría en 1916, mientras Lenin estaba en el exilio de Zúrich), su hermana María Uliánova está en la cárcel, y la otra hermana, Ana, en el extranjero. Después, la dura militancia de los exiliados pobres: Zúrich, un año en Múnich, viviendo primero en una habitación realquilada; y donde, en el barrio de Schawbing, conoció a Rosa Luxemburg. En abril de 1902 va a Londres, trabaja y recorre los miserables barrios obreros iluminados a veces con míseras luces de Bengala. Después, en 1903, a Ginebra, esa ciudad que nunca le gustó; y al congreso de Bruselas y Londres del POSDR en julio y agosto de ese año. En octubre, cuando se celebra el congreso de Ginebra de la Liga de la Socialdemocracia Revolucionaria Rusa (representante del POSDR en el extranjero) Lenin padece serios contratiempos: iba en bicicleta a la convención y choca con un tranvía; Krúpskaia relata que «estuvo a punto de perder un ojo». Aún tendría otro accidente en bicicleta en el exilio parisino. Los mencheviques consiguen ser mayoría en el congreso, el partido se divide y Plejánov se pasa al bando de Mártov. Lenin tiene que dimitir del consejo de redacción de Iskra. De esa pasión y esos enfrentamientos surge el folleto de Lenin Un paso adelante, dos pasos atrás, que tendrá un importancia trascendental para el movimiento obrero ruso y para la revolución que encabezarán los bolcheviques.
Lenin está muy atento a las luchas obreras, a las insurrecciones contra el zarismo; a veces, recibe y estudia trescientas cartas mensuales que llegan de Rusia, de militantes o de grupos de trabajadores; como en la crisis de enero de 1905 y la matanza del «domingo sangriento», que le llevará después a aceptar entrevistarse en Ginebra con el turbio Gapon, colaborador de la policía zarista, o cuando envía un camarada para influir y ayudar a los marineros sublevados del acorazado Potemkin en Odessa, y en la gran huelga general que estalla en octubre de ese año y que le lleva a volver a Petersburgo al mes siguiente, aunque finalmente la insurrección y la huelga son aplastadas por el ejército zarista. La división entre bolcheviques y mencheviques añade incertidumbre a esa encrucijada de la historia: todo parece indicar que Rusia está preparada para la revolución, pero las organizaciones que quieren protagonizarla y dirigirla no lo están. Vuelve a Rusia en 1905, y al año siguiente puede hablar en un mitin en una noche blanca de mayo, en Petersburgo, con el nombre de Karpov, aunque algunos le reconocen. En Petersburgo, Lenin debe cambiar constantemente de pasaporte y ocultarse de la policía; discrepa de Plejánov, quien cree que es un error utilizar las armas, y pudo ver a Rosa Luxemburg, que acababa de salir de la cárcel varsoviana, y que volverá a encontrar en Berlín, camino de Ginebra. Perseguido, se refugia en la finlandesa Kokkola, y está a punto de perder la vida en el hielo una noche en que intenta llegar a Estocolmo, y en diciembre de 1907 vuelve a Suiza. Empezaba el segundo exilio.
Tras la esperanza que había levantado la revolución de 1905, llegan años difíciles, donde las filas bolcheviques menguan y el desánimo se instala en muchos militantes. Acude en 1908 a la casa de Gorki en Capri, donde el escritor, Bogdánov y Lunarcharski habían creado una escuela de propaganda obrera, y recorre Nápoles y Pompeya con el autor de La madre, pero está agobiado por los problemas en las filas revolucionarias, la división, aunque Trotski lanzará en Viena un periódico, Pravda, que Lenin utilizará también y tendrá una función trascendental en la revolución. Las diferencias con Bogdánov y Gorki se agravan; además, le pesa el tedio ginebrino: en diciembre de ese año, Lenin abandona Suiza y viaja a París donde se instalan en el barrio de Alésia: el museo de la revolución de 1848 de la rue des Cordeliers le fascina, pero Krúpskaia anota que en la capital francesa vivieron «los años más penosos del exilio». Laura Marx y Paul Lafargue se suicidan en 1911, y ellos viven en París hasta 1912 y con Inessa Armand (a quien Lenin había conocido en un café cerca de Alésia frecuentado por exiliados rusos) crean una escuela obrera en Longjumeau, en la periferia parisina, donde imparten clase Lenin, Kámenev, Armand, Zinóviev, Lunarcharski. Después, en junio de 1912, se instalan en Cracovia por unos meses, donde conocen a Bujarin, y después en Poronin, en los Tatras: allí les llega la noticia del estallido de la gran guerra, que Lenin no esperaba. La socialdemocracia alemana, Plejánov y los suyos, abonan la guerra: culmina así la traición de los dirigentes de la II Internacional. En los primeros días de la guerra, Lenin es detenido por la policía: Cracovia y Poronin forman parte del imperio austrohúngaro y Krúpskaia pide ayuda a Adler, que les facilita el traslado a Berna, adonde llegan en septiembre de 1914. La guerra ha destruido las esperanzas revolucionarias y ellos pueden subsistir esos años gracias a la herencia de una hermana que ha recibido la madre de Krúpskaia: a su regreso a Rusia en 1917, el dinero que les quedaba lo incauta la policía de Petersburgo y sirve a sus enemigos para acusar a Lenin de que es el pago por sus servicios como espía alemán. En 1914, nadie puede imaginar que de la catástrofe surgirá la revolución bolchevique y que Lenin se convertirá en el principal dirigente de una nueva Internacional que romperá con la vergüenza de la fundada en París en 1889 y que muere en la gran guerra: en 1915, Lenin escribe La bancarrota de la II Internacional, que se disuelve al año siguiente. «La guerra, la prisión, Siberia, trabajos forzados» destruyen muchas esperanzas, pero casi cuarenta mil obreros rusos compran ya Pravda según escribe Lenin en marzo de 1915. En Berna, preside una conferencia bolchevique ese mismo año, y Clara Zetkin dirige la Conferencia Extraordinaria de Mujeres veinte días después, llamando a detener la guerra y a unir a los trabajadores bajo la bandera del socialismo. No será posible, porque la carnicería se impone en Europa durante años.
Seis meses después, en septiembre, se reúne la Conferencia de Zimmerwald: entre los bolcheviques, asisten Lenin, Zinóviev, Nerman, Berzin, Höglund, Radek, Borchardt, Platten (uno de los organizadores del regreso de Lenin a Rusia en el tren sellado en 1917) y después Rolland-Holst. Están también en la conferencia, Mártov, Trotski, Axelrod, Chernov, Natansón, y Rosa Luxemburg estaba en una cárcel alemana. Esa iniciativa de los internacionalistas partidarios de la paz suscita el amargo comentario de Trotski (que no comparte en ese momento las posiciones bolcheviques) de que «todos los internacionalistas del mundo pudieran caber en cuatro coches», aunque no podía imaginar que apenas tres años después el partido bolchevique tendría más de doscientos mil militantes. En esos años de guerra, Lenin escribe El imperialismo, fase superior del capitalismo. En febrero de 1916 van a vivir a Zúrich, y Lenin interviene en la conferencia de Kienthal. En los debates y disputas de esos meses, escribe un folleto, Una caricatura de marxismo e imperialismo económico, donde afirma que no puede olvidarse la función de la democracia en el combate por el socialismo. “El socialismo es imposible sin democracia en dos aspectos: 1) El proletariado no puede realizar el socialismo revolucionario si no está preparado para ello a través de la lucha por la democracia; 2) el socialismo victorioso no puede mantener su victoria y conducir a la humanidad al momento en que el Estado se extinga sin la completa realización de la democracia”. En Zúrich permanecen hasta su retorno a Rusia en abril de 1917: tampoco podían soñarlo entonces.
Las masivas protestas, huelgas y enfrentamientos con las fuerzas zaristas en Petrogrado culminan con la abdicación de Nicolás II el 15 de marzo (en calendario gregoriano), y cuando le llega la noticia a Lenin en Zúrich inicia los preparativos frenéticos para volver a Rusia. Kollontái vuelve también el 18 de marzo de 1917: antes, por telegrama desde Estocolmo, le había pedido instrucciones a Lenin. Consigue el acuerdo con la embajada alemana (que espera así facilitar el hundimiento del frente ruso) para permitir el paso por Alemania del tren que lleva a Krúpskaia, Lenin, Zinóviev, Armand y otros bolcheviques, y el 9 de abril parten de Zúrich. El tren atraviesa Alemania, cruzan el Báltico en un ferry desde Sassnitz y llegan a Trelleborg, Suecia, el 12 de abril, y desde Malmö viajan tres días en tren hasta Haparanda, en la frontera con Finlandia, allí pasan el río en trineos y deben atravesar en tren Finlandia. El 16 de abril (el 3 en el calendario ruso) llegan a Petersburgo, ahora Petrogrado. Miles de personas los esperan, con una guardia de honor de los marineros revolucionarios de Krondstadt y con los reflectores de la fortaleza Pedro y Pablo iluminando el camino desde la estación de Finlandia hasta el palacio incautado de Matilda Krzesińska, una bailarina polaca amante del zar, donde el comité central del partido bolchevique se había instalado: desde el balcón del segundo piso, Lenin habla a la muchedumbre. Lo primero que hace es llevar flores a la tumba de su madre, después, en el palacio Táuride, expone sus tesis de abril, que publica Pravda. Pero los bolcheviques aún están en minoría entre los trabajadores y la población, y allí Lenin rompe con la moderación del gobierno provisional y llama a la revolución socialista. Algunos dudan, incluso muchos bolcheviques, pero la audacia de Lenin con sus tesis de abril no consiguen convencer al sóviet de Petrogrado. Lenin insiste: lograr la paz, acabar con el gobierno provisional, imponer una república de los sóviets, confiscar la tierra, nacionalizar la banca, construir una nueva Internacional.
Nadie le apoya: los bolcheviques ven prematura su propuesta, los marineros exigen que se vaya, el embajador inglés pide al gobierno provisional que se deshagan de Lenin. Pravda, que dirigen Kámenev y Stalin, lo desautoriza. Solo Alexandra Kollontái coincide con él. Pero Lenin no cede en su análisis: hay que derribar al gobierno provisional y conquistar el poder, aunque no hay que precipitarse, y consigue arrastrar al partido bolchevique, que ya no es una pequeña organización: tiene decenas de miles de militantes. En julio, aun estando en minoría ante el Congreso panrruso de los sóviets afirma que el partido bolchevique es capaz de hacerse cargo del poder. Pero aún no ha llegado el momento, y entre la agitación popular, el propio Lenin vacila, detienen a dirigentes bolcheviques, incautan las armas; dos días antes de ser presidente del gobierno, Kerenski le acusa públicamente de ser un agente alemán y el mismo día de su nombramiento ordena la detención de Lenin, Kámenev, Zinóviev y otros dirigentes bolcheviques. La gran manifestación obrera de julio muestra las exigencias proletarias. Lenin acude a trabajar cada día a la mansión Kshesińskaya hasta que tiene que pasar a la clandestinidad, mientras el gobierno provisional que ha ordenado su detención y la de Kámenev y Zinóviev hace que sus tropas ocupen la sede del comité central bolchevique. Kámenev, Trotski, Lunarcharski, son arrestados, pero el partido tiene ciento ochenta mil militantes, aunque Lenin es consciente de que, como en la Comuna de París, todo puede perderse, la revolución y su propia vida. Tiene que esconderse, y llega a Finlandia disfrazado de fogonero de una locomotora.
La intentona golpista del general Kornílov fracasa gracias a la decidida acción bolchevique, que salen así fortalecidos y consiguen ser mayoritarios en los sóviets de Petrogrado y Moscú: en septiembre, Lenin propone un compromiso a mencheviques y eseritas porque desconoce desde su refugio finlandés que los bolcheviques son la mayoría, y tras los agónicos intentos del gobierno de Kerenski para detener la revolución, Lenin indica que los bolcheviques deben hacerse cargo del poder. Aunque sigue en Finlandia, donde termina El Estado y la revolución, envía cartas y mensajes a sus camaradas, conminando a la toma del poder, pero el comité central, como reconocería Bujarin en 1921, quema su carta y espera. El último día de septiembre, Lenin viaja a Víborg, a poco más de cien kilómetros de Petrogrado; desde allí intenta vencer la oposición de quienes creen prematura la insurrección, pero constata que el comité central del partido bolchevique no sigue sus indicaciones y dimite. No por ello renuncia a seguir impulsando su propuesta, y el día 20 de octubre llega a Petrogrado. Tres días después, convence al comité central para preparar la insurrección. La oposición de Zinóviev y Kámenev no detiene el curso de la historia, y poco después los dos trabajan en los preparativos, mientras Lenin apremia al Comité Militar revolucionario a no esperar un minuto más para conquistar el poder, y desde el Instituto Smolni insiste en tomar el Palacio de Invierno, que defienden mil quinientos militares. La noche del 7 de noviembre (el octubre bolchevique) cae el Palacio, y nace el gobierno de los comisarios del pueblo, encabezado por Lenin. No pierde un segundo: en unas horas, presenta al Congreso de los Sóviets un decreto para negociar la paz en la gran guerra, y otro por el se incautan sin indemnización todas las tierras de la nobleza, la iglesia y el zar. Después, llega el control obrero en las fábricas.
Pero nada va a ser sencillo: además del bolchevique, pronto se configuran dos gobiernos más; uno, alentado por los eseritas, que forman un comité de salvación; otro, formado por un general que organiza un gobierno cosaco; sin olvidar a Kerenski, que avanza con sus tropas hacia Petrogrado, además de la conquista del Kremlin moscovita por los mencheviques, eseritas y sus aliados. Todo parece a punto de hundirse, pero tres días después del asalto al Palacio de Invierno, decenas de miles de obreros salen a defender la revolución y consiguen detener al ejército de Kerenski en Púlkovo, en el límite sur de Petrogrado. Una semana después del asalto al gobierno provisional, los bolcheviques de Moscú atacan a los destacamentos contrarrevolucionarios que ocupan el Kremlin y lo recuperan. Pero han aparecido disensiones internas, y toda la Rusia del pasado, los gobiernos capitalistas europeos, japonés y estadounidense, se aprestan a aplastar la revolución. Lenin gobierna con mano de hierro: se disuelve la Asamblea Constituyente electa, dominada por eseritas moderados, que se había negado a reconocer la revolución de octubre y el poder soviético. En ese enero de 1918, apenas dos meses después del triunfo de la revolución, no hay nada más urgente que detener la guerra, forzar la paz: Lenin, Trotski, Bujarin, cada uno plantea opciones distintas, pero las tropas alemanas se aproximan a Petrogrado. Con esa debilidad, Lenin está convencido de que no hay más opción que firmar la paz, aunque tenga que aceptar las condiciones alemanas, muy duras, humillantes: la Rusia de los sóviets se ve obligada a entregar a Alemania todas sus tierras occidentales, desde Estonia hasta Ucrania, casi un millón de kilómeros cuadrados, y el 3 de marzo de 1918 se firma el tratado. Lenin cree que era inevitable hacerlo para no aislar a la Rusia bolchevique mientras se gesta la revolución socialista en muchos países. Empieza a estallar, en Alemania, en Hungría, pero todas serán aplastadas sin piedad.
A partir del 10 de marzo de 1918, el gobierno bolchevique se instala en Moscú, y Lenin sufre el atentado de la eserita Fanni Kaplán que lo deja gravemente herido; todavía en el verano de ese año, tras el asesinato del embajador alemán, el conde Mirbach, por los eseritas, Berlín pretende llevar un batallón militar alemán a Moscú, pretensión a la que Lenin se niega rotundamente. Después, llega el ataque de trece potencias capitalistas para aplastar la revolución. Los soldados japoneses entran en Vladivostok; los británicos, estadounidenses y franceses desembarcan en la península de Kola, en el Ártico, los checos luchan contra los bolcheviques en el interior de Rusia, los polacos de Piłsudski entran en Kiev: todos, encienden la guerra civil. Faltan alimentos, no hay combustible y cae la producción industrial, tampoco hay maquinaria agrícola. Si la revolución bolchevique apenas había causado víctimas, el hambre y la intervención imperialista provocan millones de muertos. Todavía en octubre de 1922, tropas japonesas están abandonando territorio soviético: han sido cinco sangrientos años de guerra civil e imperialista. Si en la gran guerra habían perecido más de dos millones de rusos, la intervención exterior y la guerra civil y sus secuelas causarán ocho millones de muertos más. Surgiendo de la destrucción, aplastados los focos de la revolución mundial, el comunismo de guerra y la NEP configuran el poder soviético que deberá arrastrar la tristeza de la rebelión de Krondstadt y los problemas en el interior del partido bolchevique. Pero la construcción del Estado socialista impone demasiadas obligaciones. En mayo de 1922, Lenin está ya exhausto, enfermo, consciente también de sus errores y de los cometidos por la revolución.
La revolución cambió la vida de los trabajadores. El gobierno bolchevique estableció la jornada laboral de ocho horas, reducida posteriormente a siete horas, aseguró leyes para la igualdad política y civil entre hombres y mujeres, aprobó el matrimonio civil y el divorcio y la igualdad para hijos nacidos fuera del matrimonio; Kollontái y Armand crearon el Genotdel, que tuvo una enorme importancia para asegurar los derechos de las mujeres y para crear escuelas, guarderías, comedores, lavanderías, para inaugurar un tiempo nuevo que liberase a la mujer de trabajos domésticos: se calcula que hacia 1921, más del noventa por ciento de los moscovitas se alimentaban en comedores públicos. Acaba también con el analfabetismo entre el pueblo ruso; crea el primer sistema sanitario público y gratuito del mundo, establece la jubilación a los sesenta años para los hombres y de cincuenta y cinco para las mujeres, y un sistema universal de pensiones para trabajadores jubilados; legisló veinte meses de baja por maternidad, y la seguridad en el trabajo hizo que ningún soviético temiese al desempleo, y construyó viviendas para la población con un alquiler mínimo, simbólico, y muchas otras conquistas sociales.
* * *
Desde su juventud Lenin fue un hombre austero: su primer viaje por Europa lo hizo casi sin dinero, y durante mucho tiempo estuvo agobiado por la escasez. Krúpskaia y Lenin a veces no sabían ni siquiera si podrían comprar alimentos, pero buscaban recursos, impartían clases, conseguían colaboraciones en periódicos, recibían ayudas económicas de algunos benefactores, cobraban pequeños anticipos por sus libros. En Londres, cuando Lenin contrajo el «sarpullido de los esquiladores» que le causaba gran dolor, no fue al médico porque no podía gastar una guinea en la consulta. Cuando llegaron a Ginebra, recalaron en una vivienda, sin mobiliario, del barrio obrero de Séchéron. Su hermana, Anna Uliánova Elizarova anotó que Lenin vivía de sus escritos, y que solo excepcionalmente recibía alguna ayuda económica del partido.
Lenin, lector voraz en la cárcel y en el destierro siberiano, polemista en la tribuna y en sus artículos y libros, impugna a quienes cree que obstaculizan el camino hacia la revolución proletaria, pero siempre sin altanería intelectual. Es modesto, pendiente de sus camaradas, aunque a veces le engañen, como hizo Malinovski, un infiltrado de la policía zarista. Atento siempre a la coyuntura política, no teme cambiar de opinión, como se verá en los frenéticos meses de 1917, durante la guerra civil o en la lucha contra Piłsudski; es enérgico, capaz también de autocriticarse, como hace en sus meses finales de vida; decidido y voluntarista, a veces sin razones para ello. Con poco más de treinta años es un cualificado dirigente obrero, hábil y con una sólida formación: en 1904, Mártov ya habla de «leninismo». Decidido, aunque acusa los golpes y los fracasos, es optimista sobre el futuro: en el primer número de Proletarii que publican en Ginebra, en febrero de 1908, cuando el momento está lleno de dificultades y respresión, Lenin escribe en un artículo: «Este partido proletario marcha a la victoria.»
Trotski inauguró una visión hagiográfica de Lenin, seguida después por muchos autores, pero hoy es posible acercarse al revolucionario sin perder de vista las hipotecas que forzaron una época díficil y sangrienta, en la constatación de que cuando el poder de la burguesía ha aceptado cambios históricos o concesiones sobre las condiciones de vida de los trabajadores ha sido siempre por la fuerza o porque temía las consecuencias de enfrentamientos que le hicieran perder su posición o debilitaran su control sobre las muchedumbres de la historia. La guerra civil rusa contempló muchos excesos pero fueron una consecuencia del acoso capitalista y de un combate feroz donde la revolución, sus dirigentes y buena parte del pueblo ruso sabían que arriesgaban la vida si eran derrotados: no podían sino utilizar una «mano de acero», expresión del propio Lenin.
Desde su muerte, hace ahora un siglo, el poder capitalista ha estimulado, financiado y divulgado una vulgata construida por los intelectuales a su servicio, desde Robert Service hasta Victor Sebestyen, entre tantos otros, que considera a Lenin un «maestro del terror», a la que se incorporaron los desengañados de la revolución o los que mudaron de piel como Dmitri Volkogónov, que pasó de dirigir el departamento de propaganda del ejército soviético a ingresar en las filas de Yeltsin y renegar del comunismo y de su propia vida pasada.
Mientras el capitalismo industrial ha resistido a las olas revolucionarias, en una carrera desbocada hacia la destrucción del planeta, la desaparición de la Unión Soviética y la progresiva moderación de buena parte de la izquierda occidental, convertida al dogma liberal y atada al carro de combate de la OTAN, parecen alejar el imaginario de la revolución socialista. Sin embargo, la lucha de clases no ha desaparecido y los problemas de los trabajadores y del planeta tampoco. Un siglo después, Lenin sigue siendo ejemplo de tesón revolucionario, de la energía para cambiar el mundo, y quienes consideran a la revolución bolchevique un espejismo, un acontecimiento dañino para Rusia y para el mundo se ven obligados a borrar su aportación a la historia de la libertad y de las conquistas sociales, porque la victoria sobre el nazismo y el fascismo fue posible gracias a la Unión Soviética, y la libertad contemporánea es hija de su sacrificio y del esfuerzo del movimiento comunista en los destacamentos partisanos, en los campos de concentración nazis y en los frentes de batalla; también, a ocultar la contribución soviética, junto a las luchas obreras, a la dignificación de la vida de los trabajadores. Las conquistas obreras conseguidas en Occidente después de 1945 fueron posible también por el prestigio de la URSS tras la guerra y por las constantes mejoras en la vida de centenares de millones de trabajadores soviéticos.
En los años que van de 1914 a 1917, Rusia sufrió en la gran guerra entre dos y cuatro millones de muertos, y la agresión de trece potencias capitalistas (Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Japón, Polonia, Checoslovaquia, entre otras) causó ocho millones de muertos más en los frentes y por el hambre causado por la destrucción de las cosechas. La revolución superó un acoso que ningún otro país tuvo que soportar: menos de viente años después del final de la guerra civil, llegó el ataque de la Alemania nazi donde la URSS perdió a veintisiete millones de ciudadanos. Suele prestarse poca atención al hecho de lo que supuso gobernar un país que había perdido casi cuarenta millones de personas (sobre todo, hombres y mujeres jóvenes) en un lapso de treinta años, y ponerlo a la cabeza del desarrollo en el mundo posterior a la guerra de Hitler.
Como aquel grafitti romano que recordaba el socialismo y Lenin (El único camino es la revolución), su legado sigue presente en todo el territorio de las repúblicas soviéticas y su figura sigue siendo una referencia para la mayoría de la población, sin olvidar que en la China socialista de nuestros días, que adaptándose a otra época histórica representa hoy la esperanza de un planeta distinto opuesto al engendrado por el sangriento imperialismo capitalista, se encuentra también el eco de Lenin y de la revolución bolchevique. Ha pasado un siglo desde su muerte, y el mundo ha cambiado mucho, pero Lenin sigue estando ahí.
Comentario