Por: Corey Robin
Leonard Leo, uno de los mayores financistas y principales estrategas de la derecha parece estar rompiendo con Donald Trump por los aranceles.
Este es el momento de la ruptura conservadora que estuve esperando. Puede parecer algo pequeño, pero es la cuña para una grieta más amplia.
Una organización legal sin fines de lucro acaba de presentar una demanda contra la declaración de aranceles a China por parte de Donald Trump, alegando que la autoridad de emergencia que invocó no le otorga facultades para imponer esos aranceles. Detrás —o al lado— de ese planteo hay un argumento mucho más profundo: que ya es hora de que el Congreso recupere la autoridad arancelaria que, en la práctica, le cedió al presidente durante décadas.
Pero lo políticamente significativo de esta demanda es lo siguiente: la organización que la presentó está financiada en parte por Leonard Leo, el histórico líder de la Federalist Society (Sociedad Federalista). Según muchos, Leo fue la figura más influyente detrás de los tres nombramientos de Trump a la Corte Suprema, así como de la enorme cantidad de jueces que designó en tribunales federales durante su primer mandato. Leo es el alma del movimiento legal conservador, algo así como los Principia del poder judicial de derecha. Su organización —llamada, por supuesto, New Civil Liberties Alliance (Alianza Nuevas Libertades Civiles)— también fue la impulsora del fallo que el año pasado anuló el precedente conocido como doctrina Chevron.
Que esto pueda ser lo que divida a la derecha será una decepción para la izquierda, que siempre espera que la clave para la ruptura sea alguna cuestión básica de derechos humanos o moralidad constitucional fundamental. Buena suerte con eso.
Los aranceles siempre estuvieron destinados a ser lo que rompiera a la derecha, por la misma razón por la que los aranceles fueron la vanguardia del conflicto político en el siglo XIX: porque implican a toda la economía política y, más allá de la economía política, a cuestiones más fundamentales de poder y control, que siempre están en el centro de todo conflicto constitucional fundamental. Detrás de los aranceles en el siglo XIX, o al menos en los dos primeros tercios del siglo XIX, estaba la cuestión de la esclavitud.
Siempre pensé que la oposición a los aranceles vendría de los senadores republicanos, y claramente esa oposición está empezando a gestarse (los demócratas lograron que cuatro senadores republicanos los acompañaran en una votación simbólica sobre el tema). Pero el bloque republicano del Senado sigue siendo demasiado reacio a enfrentarse con Trump. Lo mismo ocurre con el empresariado, que le tiene un miedo enorme. Pero está claro que la cuestión arancelaria es algo fundamental para un sector importante de la derecha, y que Leo —y, por extensión, todos esos jueces de la Federalist Society que él ayudó a poner en sus cargos— no solo le da muchísima importancia al tema, sino que está dispuesto a pelear por él hasta el final.
La ironía es que los conservadores libremercadistas durante mucho tiempo quisieron otorgarle al presidente el control sobre los aranceles, porque no confiaban en que el Congreso respetara el principio del libre comercio. Se creía que los miembros del Congreso —sobre todo los de la Cámara de Representantes— estaban demasiado cerca del electorado y, por ende, tenían miras muy cortas como para defender el interés nacional más amplio en favor del libre comercio. Por eso, era mejor dejar esa facultad en manos del presidente. Eso, claramente, cambió con Trump. Ahora, los aranceles se van a convertir en el gran tema que lleve a la derecha judicial a enfrentarse con un Poder Ejecutivo fortalecido… al que ellos mismos ayudaron a potenciar en muchos otros aspectos.
Sé que es perverso de mi parte, pero es una de las cosas que me fascinan de este país: esas preguntas enormes, fundamentales, sobre la moral política terminan siempre encajadas —forzadas— dentro de lo que parecen ser minucias legales, detalles diminutos de política pública y delegaciones institucionales. Nadie puede plantear explícitamente las grandes cuestiones en este país, pero de algún modo, en ese lenguaje legal retorcido, saben cómo recuperar las preguntas más pequeñas para que funcionen como vehículos de los debates mayores. Es algo extraño, y genera una profunda mala fe en nuestras discusiones. Nunca estamos discutiendo realmente sobre lo que más nos importa.
Pero eso es justamente lo que hace que nuestras discusiones sean tan fascinantes y tan furiosas. Es como una familia que discute por tonterías porque no puede hablar de los verdaderos conflictos de fondo. Nuestros debates súper técnicos nunca pueden sostener del todo el peso de lo que en realidad se está discutiendo. Y los protagonistas no pueden admitirlo. Pero eso hace que el trabajo de desarmar e interpretar esos debates se vuelva algo casi equivalente a la interpretación de un sueño por parte de un psicoanalista.
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