Por: Sebastián Olvera
Más que un período de transformaciones profundas, como se anunció, el de AMLO fue el gobierno de los cambios posibles. Modificar el orden social no será nunca un proceso breve ni obra de una sola persona; para lograrlo, se requiere la participación organizada e independiente, crítica, de las mayorías populares.
Transformar proviene del latín transformāre, que puede interpretarse como modificar algo. Cambiar proviene de cambiare, que se traduce como sustituir una cosa por otra. En términos sociopolíticos, los cambios son procesos que generan variaciones limitadas en áreas específicas de la realidad y pueden ser impulsados por individuos o grupos. En contraste, las transformaciones son alteraciones profundas del orden social que requieren la participación de las mayorías para producirse. Por ello, históricamente, los procesos de transformación son menos frecuentes que los de cambio.
Andrés Manuel López Obrador (AMLO) se propuso impulsar una transformación profunda de la vida pública del país en su sexenio. Según precisa él mismo en la página 231 de su libro Gracias, la Cuarta Transformación (4T) gira «alrededor de cuatro ideas fundamentales: rescatar a las instituciones políticas del Estado, cambiar el modelo económico, moralizar al gobierno y crear una nueva corriente de pensamiento». Estas cuatro ideas u objetivos constituyeron el ambicioso programa político del primer gobierno de la 4T. Durante su gobierno se produjeron cambios remarcables, como la reducción de la pobreza en 5,2 millones, cierta recuperación de la soberanía nacional frente a las transnacionales mineras y agroindustriales, el aumento histórico del salario mínimo, la construcción de grandes megaproyectos de infraestructura y el alto crecimiento económico del sudeste del país.
Entre la intención y el hacer, no obstante, hay un tramo de realidad que no puede ser ignorado. Los retos para una recomposición profunda de la sociedad en México —tal como lo fueron procesos como la independencia (1810), la reforma (1857) o la revolución (1910)— son varios y complejos. No es fácil transformar la realidad, pues esta es el producto de fuerzas sociohistóricas de larga data. El carisma, la pericia política o el hecho de estar a la cabeza del gobierno resultan condiciones muchas veces insuficientes cuando se trata de modificarlas. Transformar estas tendencias requiere, indefectiblemente, de la acción política de las masas.
Pero, además, cualquier trastrocamiento profundo de la realidad social se encuentra condicionado también por la posición del país en el escenario internacional. Y en relación a ello es necesario tener en cuenta algunos factores. Primero, la economía nacional está plenamente integrada al régimen capitalista mundial. Solo para 2023, las ventas y las compras internacionales ascendieron a 588 y 594 mil millones de dólares, respectivamente. La inversión extranjera directa durante el sexenio, por su parte, supera los 140 mil millones.
El país es considerado una «zona vital de influencia» por parte Estados Unidos, una de las potencias más poderosas e intervencionistas de la historia mundial moderna. Los intereses de las élites políticas y económicas estadounidenses en México son tan intensos que, por ejemplo, un asunto netamente interno como lo era la reforma del Poder Judicial fue detonante para que se desatara un conflicto político diplomático entre ambos países. Estos son solo algunos factores externos que oponen resistencia a cualquier cambio político en México.
Teniendo todo lo anterior en cuenta, vale preguntarse si el sexenio de AMLO al frente del gobierno mexicano significó una transformación profunda de la realidad o si se trató de un conjunto de cambios, cuál fue su intensidad y en qué medida beneficiaron a las mayorías populares. Para ello, a continuación pasaremos revista a los cuatro objetivos del proyecto político del presidente para evaluarlos en su relación con la generación de bienestar y justicia sociales.
Rescate del Estado
El rescate de las instituciones políticas del Estado significaba para Andrés Manuel tomar el control del aparato gubernamental para impulsar su programa de reformas. Hay que reconocer que efectivamente se generó un cambio destacable en este sentido, ya que es la primera vez en la historia moderna que llega al poder un gobierno de centroizquierda. Esto se consiguió gracias al apoyo de decenas de miles de personas que se identificaron con el proyecto de AMLO. También, a su habilidad para capitalizar electoralmente el hartazgo social masivo producto de décadas de desigualdad extrema, abusos por parte de las élites y descenso general de la calidad de vida.
AMLO eliminó el fuero presidencial, canalizó 151 millones de dólares para financiar programas sociales, logró disminuir el robo de combustible (huachicol) a niveles inferiores al 6% e incrementó la recaudación fiscal hasta conseguir la cifra récord de 196 millones de dólares. Tales logros, sin embargo, no han significado una transformación sustancial de la realidad política. El sistema político mexicano ha experimentado cambios, algunos incluso intensos —sin ir más lejos, basta mirar la última reforma del Poder Judicial—, pero la estructura de las relaciones de poder continúa intacta en lo fundamental.
Pese a que el arribo de Morena les ha restado capacidad a las élites políticas y económicas, estas siguen manteniendo influencia suficiente sobre el sistema político. Son de todos conocidos los ejemplos de políticos criminales como Francisco Cabeza de Vaca o Miguel Ángel Yunes, que continúan en posiciones de poder, o los grandes empresarios corruptos como Salinas Pliego o Germán Larrea, que siguen amasando grandes fortunas.
Modelo económico
En cuanto al modelo económico, el gobierno de Andrés Manuel impulsó una política social destinada a sectores poblacionales sensibles. También promovió una reforma laboral para facilitar la organización sindical e incrementó el salario mínimo como no se había hecho en décadas. Como resultado, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), la población en situación de pobreza se redujo en 5,1 millones de personas y el ingreso laboral básico experimentó un aumento real de aproximadamente el 110%. Se trata de dos logros remarcables que han mejorado la calidad de vida de millones.
Sin embargo, no se puede dejar de observar que una tercera parte de la población del país —casi 47 millones de personas— continúa en situación de pobreza, y que los ingresos laborales, pese al aumento, siguen siendo insuficientes: para que el salario mínimo diario logre cubrir la canasta básica ampliada, la cifra debería de ser de al menos 32,15 dólares es decir, más del doble que el monto actual. De modo que, aunque se generaron cambios positivos en materia económica, resulta difícil hablar de una transformación del sistema en su conjunto, que sigue basándose en la desigualdad y la explotación.
Moralizar al gobierno
La llamada «moralización del gobierno» es otro tema complicado. Aquí el gran proyecto de AMLO fue el combate a la corrupción. Con esa idea en mente, se promovió la Ley de Austeridad Republicana, se tipificó la corrupción como delito grave y se fundó el Sistema Nacional Anticorrupción. Pero estos cambios no tuvieron el alcance esperado.
Ninguno de los grandes casos de corrupción ha sido resuelto, permanecen en la impunidad quienes se beneficiaron de la Estafa Maestra y su desfalco de 393,26 millones de dólares, así como también los responsables del caso de Agronitrogenados-PEMEX, que cometió fraude por alrededor de 200 millones de dólares. También permanece impune el caso SEGALMEX, que durante la administración de AMLO se estima generó un desvío de más de 842,70 millones.
Aún más preocupante resulta el hecho de que ninguna investigación federal importante prospere para ofrecer justicia cuando involucra altos funcionarios y mandos. El caso del bloqueo que experimentó la investigación para ofrecer justicia y verdad sobre los 43 estudiantes de Ayotzinapa a partir de 2022 quizá sea la muestra más clara acerca de la persistencia de la corrupción en el aparato estatal.
Nueva corriente de pensamiento
El sexenio de Obrador ha detonado un proceso de politización que involucra a sectores numerosos de la clase trabajadora, la juventud, las comunidades campesinas y los sectores populares. El espectro de la comunicación, por otra parte, ha sido fuertemente modificado a través de la Mañanera y el fortalecimiento de los medios independientes. Existe hoy mayor diversificación de las fuentes de información, al tiempo que el monopolio de los grandes medios se ha ido desarticulando.
Pero estos cambios tampoco están exentos de contradicciones. Si bien son cada vez más las personas que se informan y opinan sobre política, la capacidad para emitir puntos de vista propios e informados es aún limitada. La mayoría de las veces, la necesidad de defender lo que se ha hecho bien conduce a perder el sentido de proporción y la capacidad crítica.
Por otra parte, el reformismo nacionalista del presidente genera confusión sobre temas importantes. Pareciera que todo mal es obra de la tan mentada corrupción, lo que hace pasar de largo problemas igual de graves como son la explotación, la violencia de género o la desigualdad. Se ha incurrido, además, en excesos contra organizaciones y actores que defienden causas justas.
En 2019, el presidente tildó de «radicales de izquierda conservadores» a los miembros del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra y el Agua que se oponían al Plan Integral Morelos. Samir Flores, uno de sus integrantes, fue asesinado un mes después. Aunque, por supuesto, los dichos de Obrador no fueron la causa de su muerte, sin dudas contribuyeron a construir las condiciones para que esta se produzca; no hubo acto alguno de disculpa y hoy, a casi 6 años de distancia, continúa impune.
Balance
¿Cuál es el saldo del sexenio, entonces? Todo indica que la idea de una transformación profunda de la realidad quedó reducida, en la práctica, a una serie de cambios posibles —algunos notables, otros mínimos— que el gobierno pudo implementar por medio de reformas que evitaron confrontar con el núcleo de los intereses de las clases dominantes. Aquí subyace la principal limitación política del progresismo cuatroteísta.
Esto, es claro, no convierte al presidente en un mal hombre ni a su gobierno en el peor de la historia. El sexenio de AMLO establece un fuerte contraste con los precedentes de Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto. La política de masas populista de Obrador —pese a todas sus limitaciones— ha generado una experiencia verificable de mejora para millones de personas. En muchos hogares, los aumentos salariales y los salarios indirectos estatales permiten que las despensas estén menos vacías. Millones de adultos mayores pueden pagar sus medicinas gracias a la pensión de 330 dólares que llega cada dos meses. Además, gracias a las becas bimestrales de 96 dólares, miles de estudiantes ya no lanzan una moneda al aire para decidir si toman el transporte o se permiten comprar un sándwich en la escuela. Estas experiencias, aunque aún están lejos de concretarse en bienestar social real y condiciones dignas de vida, son percibidas como cambios positivos por millones de personas. Mal haría la izquierda en despreciar eso.
Algo similar ha pasado con el cambio en la relación de amplios sectores sociales con la información y la crítica. Si bien esto no puede denominarse una revolución de conciencias, ni mucho menos, lo cierto es que lentamente comienzan a abrirse procesos de politización de amplios sectores de la sociedad. Como dijimos, falta acompañarlos de un desarrollo de la capacidad crítica para reconocer los fallos y los problemas que persisten, así como para desarrollar iniciativas propias que apunten a subsanarlos. Pero esto ya es un inicio.
En consecuencia, reconocer los logros y avances del gobierno de AMLO no debería impedirnos ver los errores y las limitaciones de su progresismo. México sigue siendo el país en el que, diez años después, permanece sin resolverse la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. El país en el que tres de cada diez personas no logran salir de la pobreza, hagan lo que hagan. También es el lugar en el que la juventud encuentra más fácil ingresar al crimen organizado que acceder a una educación de calidad o a empleos dignos. México sigue siendo, finalmente, el país en el que las mayorías trabajadoras enfrentan una de las jornadas laborales más largas a cambio de salarios que no alcanzan siquiera para evadir la pobreza.
Tenemos que reflexionar sobre qué implica transformar una realidad como esta. El sexenio que terminó muestra que modificar el orden social no será nunca un proceso breve ni obra de una sola persona. Aunque apoyar a candidatos progresistas, manifestarse ocasionalmente y criticar al neoliberalismo son pasos valiosos en la construcción de una conciencia colectiva, resultan esfuerzos insuficientes para alcanzar el bienestar y la justicia social. Para lograrlo, se requiere la participación organizada e independiente, crítica, de las mayorías populares.
En su Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, José Revueltas señaló que los grandes problemas del pueblo trabajador mexicano radican en que, a pesar de sus profundas tradiciones de lucha y su gran convicción a la hora de la acción, no ha construido una estructura organizativa independiente ni un proyecto político propio. Estas falencias le han impedido impulsar una transformación de la realidad en su beneficio. Por ello, desde los tiempos de la Revolución, las clases dominantes han relegado a los sectores populares, cuando mucho, al papel de base social y electoral pasiva para sus propios proyectos. Y, en lo esencial, esta situación de sometimiento persiste.
En este sentido, una lección clave para este segundo sexenio de la 4T encabezado por Claudia Sheinbaum es que la acción organizada e independiente del pueblo trabajador resulta esencial para trascender el papel de ejército electoral y fuerza de apoyo. Para ello, no obstante, es importante que la politización de las y los de abajo se sirva de la crítica. Esto permitirá a las masas poner límites a las actitudes un tanto incautas y otro poco fanáticas que por momentos se vuelven habituales. El intercambio de ideas libre e informado en torno a temas clave es fundamental. Las conferencias Mañaneras y los medios de comunicación pueden ser recursos útiles para la información, pero hay que pasarlos por el tamiz de la reflexión y el análisis.
Hace falta, además, abrir discusiones urgentes sobre qué derechos, reformas y leyes es preciso exigir al gobierno de Sheinbaum, cómo hacer de la movilización un recurso de presión y defensa autónomos más que un llamado de arriba que solo «se atiende», por qué las bases y simpatizantes de Morena que ganan las elecciones no tienen capacidad de decisión en los asuntos fundamentales del partido y cuáles son los límites del gobierno y cómo superarlos. Estas reflexiones son importantes para poder exigir resultados al nuevo gobierno, impulsar los cambios necesarios y frenar cualquier medida que se considere perjudicial. Iniciativas como la construcción de comités asamblearios en barrios, comunidades, escuelas o centros de trabajo serían herramientas valiosas para deliberar sobre las necesidades colectivas y acordar acciones para atenderlas.
De esto podría depender que el ciclo progresista en México no termine con un retorno de la derecha y la consecuente vuelta atrás y anulación de todos los cambios positivos conseguidos. Las reformas, leyes y políticas públicas son letras sobre papel que siempre se pueden modificar y sustituir por otras, de ser necesario incluso mediante el uso de la fuerza. Las experiencias recientes en el Cono Sur deberían servirnos de advertencia. Detrás de cada proceso progresista en el que las mayorías trabajadoras no lograron trascender el reformismo de los gobiernos, se produjeron contramovimientos de la derecha que acabaron de un plumazo con buena parte de los logros alcanzados.
El gobierno de Andrés Manuel contribuyó a generar un contexto de mayor politización y promovió reformas que generaron mejoras sustanciales para las mayorías. Sin embargo, su inclinación a la conciliación de clases restringió el alcance de los cambios conseguidos. El nuevo gobierno, encabezado por Claudia Sheinbaum —si bien merece el beneficio de la duda—, ya está dando muestras de seguir el mismo rumbo, como lo evidencia el anuncio de que no impulsará una reforma fiscal para gravar a las grandes fortunas.
Corresponde entonces al pueblo trabajador organizarse para utilizar los cambios alcanzados como nuevos puntos de partida para seguir avanzando, profundizar el camino y conseguir justicia y bienestar reales y duraderos. Solo entonces podremos hablar de una verdadera transformación en México.
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