En los campus de Estados Unidos y Canadá se está produciendo un auge de la libertad de expresión y de reunión que se enfrenta a medidas represivas. Impulsados en gran medida por llamamientos a la justicia en Gaza, a un alto el fuego duradero y a una Palestina libre, los estudiantes ocuparon edificios, levantado campamentos y celebrado protestas.

Las respuestas a estas acciones difieren en intensidad, desde la vigilancia estatal hasta francotiradores en los tejados y violencia policial contra estudiantes y profesores. Pero todo ello equivale a ataques directos a la libertad de reunión y de expresión.

Libertad de expresión bajo fuego

La libertad de expresión es fundamental para el autogobierno democrático. En Occidente, tendemos a mantener cierta distancia entre nuestra democracia y nuestras capacidades para dirigirla, lo que equivale a decir que el «autogobierno» es, en el mejor de los casos, una acción a distancia. Nuestra política está dirigida por representantes e instituciones estatales más que por ciudadanos. Los primeros suelen trazar el rumbo y navegar por él. Los segundos votan cada cierto tiempo en elecciones.

De vez en cuando, las mayorías se hacen oír, a menudo cuando creen que el Estado —u otros agentes de poder— consienten o participan activamente en atroces violaciones de los principios de justicia. Las protestas universitarias son un barómetro de la indignación. Son una señal de que se cruzó una línea. En las últimas décadas, este tipo de protestas se hicieron presentes contra la guerra de Irak y contra los banqueros —y el 1%— y los políticos que los apoyaron tras la crisis financiera de 2008.

Ahora, como otras veces, la libertad de expresión se encuentra en el punto de mira cuando los ciudadanos hacen valer su derecho a reunirse y exigir algo a su gobierno. Sin embargo, la tensión entre la libertad de expresión y los esfuerzos por frenarla va más allá de las acciones en los campus. En Ontario, el poder legislativo prohibió llevar kufiya, definendo su uso como «político». Meta fue acusada de silenciar el apoyo a Palestina en sus plataformas. En un escalofriante caso de sofocación de la libertad de prensa, el gabinete israelí prohibió recientemente las operaciones de Al Jaseera en Israel. Y para que nadie piense que se trata sólo de un asunto de izquierda, en Bruselas los políticos locales intentaron cerrar con la policía una conferencia de la derecha radical, alegando una amenaza para la seguridad pública, antes de que un tribunal les ordenara dejar que el acto siguiera adelante.

El Presidente Joe Biden se está poniendo del lado de la derecha reaccionaria y de muchos otros políticos para frenar las reuniones y la libertad de expresión, mientras la policía rompe cráneos y detiene a manifestantes por todo el país. En Canadá, un diputado liberal pidió que «los administradores universitarios, la policía» y, en caso necesario, los gobiernos, «actúen» contra las acampadas en los campus. El estado de la libertad de expresión y de reunión parece estar en un nadir, y estas libertades necesitan defensores que den un paso al frente y aboguen por compromisos amplios y profundos para cada una de ellas.

La Ley de Daños online

En Canadá, el gobierno está estudiando su Ley de daños online, el proyecto de ley C-63, que pretende abordar el extenso problema de las diversas amenazas que surgen de Internet, como la incitación al odio, la incitación a la violencia, el daño por asesoramiento, el intercambio no consentido de contenido íntimo, el acoso a los niños y el contenido que victimiza sexualmente a los menores.

En un contexto de derechos de libertad de expresión debilitados, la aparición de este proyecto de ley, o al menos algunos de sus elementos, es poco propicia, aunque otros sean absolutamente esenciales. Puede que el proyecto de ley busque soluciones normativas y penales para algunos de los comportamientos más atroces y dañinos imaginables, pero está plagado de problemas potenciales, como señala el experto en Internet Michael Geist, ya que «el reto será garantizar que haya un equilibrio adecuado entre la libertad de expresión y la salvaguarda frente a esos daños».

Geist señala que el proyecto de ley cubre los «daños obvios», y así es. Pero señala que «es evidente que existen riesgos de que estas definiciones puedan limitar algunas expresiones, por lo que será necesario un examen minucioso de cada definición». Mientras que las prohibiciones y sanciones serán más obvias y defendibles en algunos casos (compartir imágenes íntimas sin consentimiento, por ejemplo, o crear, almacenar o compartir material abusivo que implique a menores), serán mucho más complicadas en otros casos (discursos de odio, o incluso incitación a ellos).

Aunque la jurisprudencia canadiense existente aborda cuestiones relacionadas con el discurso, Open Media, una organización de defensa de los derechos digitales, advierte de que el proceso judicial incluido en el proyecto de ley para determinados delitos «no está obligado a seguir las reglas normales de la prueba en los tribunales, ni a evaluar si el discurso ofensivo era cierto». También preocupa que el proyecto de ley C-63 sea demasiado amplio, demasiado punitivo (con penas carcelarias y económicas) y demasiado abierto a los abusos.

La Asociación Canadiense de Libertades Civiles pide «enmiendas sustanciales» al proyecto de ley, ya que le preocupa que una disposición sobre restricción de la expresión contenida en el proyecto «tenga el potencial de censurar una fuerte oposición a las autoridades políticas». Beverly McLachlin, ex presidenta del Tribunal Supremo de Canadá, sospecha que el proyecto de ley, si se aprueba, se enfrentará a recursos judiciales.

En resumen, es un momento crítico para los derechos de expresión en Estados Unidos y Canadá, y potencialmente una coyuntura crítica en la que los maximalistas de la libertad de expresión de todas las ideologías tienen una razón para unirse en la protección de los derechos fundamentales necesarios para la democracia. Por regla general, el Estado tomará medidas drásticas contra la libertad de expresión que amenace el statu quo y la hegemonía de las élites, especialmente si dicha libertad puede influir en la opinión pública y en la política. Sin embargo, aunque el Estado tiene un poder supremo para dispersar y censurar online, no es la única amenaza.

El riesgo del bumerán

En los últimos años, las voces de la clase parlanchina liberal y de la izquierda universitaria se mostraron demasiado dispuestas y ansiosas por silenciar a los críticos y opositores, a menudo cerrando la discusión y el debate e invitando así a recibir el mismo trato a cambio. A veces, este esfuerzo por redactar opiniones e ideas que se consideran ofensivas alcanzó cotas absurdas, como en el caso de la biblioteca escolar que retiró todo el material publicado antes de 2008 en un esfuerzo por eliminar el material censurable de un pasado lleno de prejuicios.

Sí, algunos discursos cruzan la línea y se vuelven tan odiosos que realmente oprimen, perjudican e impiden a otros participar en la vida social, económica, política o cultural. Pero se trata de casos extremos. Aunque este discurso sigue estando protegido por la Primera Enmienda en Estados Unidos —a menos que sea una incitación directa al daño—, el discurso del odio está regulado en Canadá.

Se produjo una preocupante ampliación de lo que se considera extremo, a medida que la izquierda liberal fue abandonando su compromiso con la libertad de expresión. Este cambio corre el riesgo de tener repercusiones dramáticas, como vemos ahora en la asamblea legislativa, en los campus y en las calles. El resultado neto es una democracia más anémica, una esfera pública menos comprometida y un movimiento a favor de la libertad de expresión más débil cuando debería ser seguro y ecuménico.

Una sólida protección de la libertad de expresión también abre espacios para el debate, la discusión y la deliberación que pueden hacer cambiar de opinión, pero la expresión es mucho más que persuasión. Cuando se protege la libertad de expresión, se protege el derecho de las personas y los grupos a luchar por su concepción de la justicia, y se refuerza su capacidad para obtener mejores políticas y resultados del Estado. La libertad de expresión no es sólo debate; es conexión, movilización, comunicación de preferencias y lucha por el cambio entre quienes saben lo que quieren.

El impulso de reprimir a gritos a quienes no están de acuerdo con nosotros o, peor aún, de reprimirlos por la fuerza, compromete la libertad de expresión y de reunión para todos. Deberíamos abstenernos de ese comportamiento y, en su lugar, dar prioridad a salvaguardar los derechos de aquellos con quienes no estamos de acuerdo. Este enfoque no es sólo de principios sino también estratégicamente útil: nos esforzamos por defender estos derechos tanto para nosotros como para nuestros oponentes. Si alguna vez hubo un momento para redoblar el compromiso con los derechos de expresión y reunión, es ahora.